Eugenio Partida abre en este libro una ventana a la fragilidad del ser humano. Se adentra en los relatos sin esa malsana y absurda compasión, desprovisto de melodrama, de prejuicio; se podría decir que hasta con cierta naturalidad.
Campos de fresas para siempre. Siete relatos y una novela tapatía (Typotaller/Secretaría de Cultura, 2023), de Eugenio Partida, revindica la frase que enuncia “la ficción es la mentira a través de la cual se dice la verdad”.
Si nos alejamos del afán de clasificar que ahora invade al mundo de la escritura nos encontramos con siete relatos atemporales que abordan un tema universal: la condición humana. No es casualidad que la tercera parte del tercer relato comience así: “Atenas refulgía con la desesperación de su propio e inacabable invento: la tragedia”.
Eugenio Partida abre en este libro una ventana a la fragilidad del ser humano. Se adentra en los relatos sin esa malsana y absurda compasión —innecesaria—, desprovisto de melodrama, de prejuicio; se podría decir que hasta con cierta naturalidad. Lejos de plegarse a la emocionalidad como recurso dramático, lo deja en un aparte, al ejercicio del lector. Utiliza, en cambio, los sentidos, las sensaciones, para percibir el calor de un cuerpo, la frescura del agua, el olor de un perfume, la belleza de un cabello lustroso o una mujer en unos zapatos altos.
Con su estilo sobrio e intimista, Eugenio Partida hace un recorte arbitrario en la vida de los personajes, personas comunes insertas en el requerimiento de la vida, en el resolver los asuntos inmediatos, en su cotidianeidad, que complementan su existencia con expectativas sencillas, incluso banales, para revelarnos que aquello que nos muestran en el hacer habitual esconde una vulnerabilidad. La que intentan ocultar —acaso ni la perciban—, envueltos, como muchos, en la falsa creencia de que van a ser preservados de cualquier mal —como si pensaran: A mí no me puede pasar nada malo.
En palabras del autor:
Se aburría fácilmente, padecía ansiedad (p. 38).
Para ella… los problemas del mundo, las cosas feas, no eran asunto suyo: no existían para ella, sólo el placer, las cosas bellas, el instante (p. 39).
Todo era de pronto tan vívido. Sintió el vértigo del tiempo, los recuerdos, algo abriéndose en el alma (p. 27).
Intentaba batir su propio récord nadando con furia en la alberca olímpica, como si creyera que al estar en buena condición física ninguna enfermedad podría tocarlo (p. 27).
De otro personaje: “Ella estaba esperando, pero no sabía para qué. Sólo era consciente de su soledad y del frío penetrante y de un mayor peso en la región de su corazón”. Todo era un engaño, un sueño fallido, sin ser conscientes de que ellos han creado su propio engaño y su propio pozo.
Como muchos, gastan una energía tremenda simplemente para ser lo que no son, para cubrir su fragilidad. Para tapar una herida vieja, añeja, que no quieren ver, pero está ahí, por ello se aferran más y más a la vida que han construido. O, en el otro extremo, se aferran a una juventud efímera, desdibujada en la caída en el amor, en el engaño, en el desgaste del cuerpo, con una sola aspiración: no recordar. Hasta que un suceso inesperado desarticula el mecanismo perfecto, elaborado con tanto esmero. Esa circunstancia imprevista abrirá de nuevo la herida, que se pensaba olvidada, que gotea sobre el bien amado presente.
Los personajes han sido convocados para convertirse de alguna manera en víctimas, pero ni aun en esa circunstancia aceptarán que están heridos, que han sido vulnerados. Evitarán darse cuenta de que están en peligro, en el borde. De que la vida que se han inventado está a punto de ser destruida. Sin embargo, no encontraremos en las líneas de Eugenio Partida el pulso tranquilizador de que todo saldrá bien, antes bien diría que nos invita a presenciar la catástrofe. Nos lo advirtió en cada línea, en cada relato: el colapso se manifestará tarde o temprano.
La docilidad con que entran los personajes en las situaciones a las que son convocados los hace buscar una solución inmediata, un escape precario, lo que sea, hasta conseguir crear de nuevo otra ilusión. Docilidad casi conmovedora.
¿Qué nos provoca Campos de fresas para siempre a nosotros, los lectores, qué sustancia se pega a nuestro pensamiento? ¿Molestia?, ¿compasión?, ¿enojo? Quizá, por qué no, se expande en estos relatos la certeza de que tarde o temprano nos daremos cuenta de que algo no va bien.
“En realidad, él se había dado cuenta de todo, pero se negaba a creerlo…”. Tener la razón e insistir en el derrumbe que se anuncia, sin ver que les caerá encima. Esa ingenua docilidad de los personajes para caer en la situación equívoca, aunque las pistas sean obvias, es tal vez lo que les proporciona su individualidad, diría que también su encanto. Como expresaría George Simenon: “Seguía como esos perros que, tumbados en el suelo se dejan aplastar antes que retroceder”.
Acaso estos personajes ni siquiera perciben que el futuro tritura su presente con el aroma de una esperanza, una ilusión cascada, un desenfreno; con la aceptación de la vida como si fuera el único e irremediable destino en el minúsculo escaparate de su ego. Y del pasado van quedando despojos: un pájaro exótico muerto, un incómodo apodo, un maquillaje excesivo, unos zapatos de tacón, un diario, una cabeza de toro: todos ellos ilusiones fallidas.
No nos equivoquemos, no son unos derrotados, ni el autor ni ellos mismos se conciben así. Sólo son seres humanos, personas comunes, como las que podemos encontrar en el entorno: una chica hermosa que cree que la juventud, el baile y la buena vida son inagotables; una amorosa y diligente esposa; un joven de viaje por Hungría; un niño, su madre, un amigo, un padre de familia.
¿Qué nos provoca Campos de fresas para siempre a nosotros, los lectores, qué sustancia se pega a nuestro pensamiento? ¿Molestia?, ¿compasión?, ¿enojo? Quizá, por qué no, se expande en estos relatos la certeza de que tarde o temprano nos daremos cuenta de que algo no va bien.
Las situaciones se han dilatado de un modo imperceptible, si no fuera una paradoja diría que hasta de manera ligera; como si señaláramos que no cabe nada más en el frasco y, sin embargo, se insiste en seguir llenándolo, por ese afán que impide la renuncia; es más, ni siquiera se la considera una alternativa. Entonces, ante nuestros ojos, el hilo se rompe, se escapa el contenido y nada más. ¿Se tratará entonces del destino?
O, como diría Eugenio Partida: Ellos que creyeron ser indestructibles. ®