En la medida en que restaurantes, malls, súper(híper)mercados, complejos gigantes para oficinas, aeropuertos, lobbies, parques temáticos y elevadores proliferan en el mundo moderno, la música de fondo, la que es fácil de escuchar, la llamada música de elevador, se vuelve parte de nuestra dieta social diaria.
I La música por dentro
En el presagioso libro Brave new world (1932) —traducido de manera infame como El mundo feliz— Aldous Huxley describe una sociedad futura donde “el aire se mantenía vivo gracias a melodías alegres y sintéticas”. Y continuaba: “De la música sintética emanan hiper-violines, super-chelos y oboes artificiales” que tenían el propósito de detonar una suerte de espíritu tecno-tribalista. Para Huxley “siempre que las masas obtengan el poder político, no será la verdad y la belleza lo que importe, sino la felicidad”.
Huxley fue lúcido al entender cómo la música finalmente devendría en la musa incorpórea de un mundo electrónico, magnético y, eventualmente, digital; un mundo en el que el afanado culto a la reproducción y la variedad de soportes tecnológicos conducirían a la ausencia física de los ejecutantes, es decir, la gradual desaparición de la música en vivo.
En la medida en que restaurantes, malls, súper(híper)mercados, complejos gigantes para oficinas, aeropuertos, lobbies, parques temáticos y elevadores proliferan en el mundo moderno, la música de fondo, la que es fácil de escuchar, la llamada música de elevador, se vuelve parte de nuestra dieta social diaria.
La música de fondo está en todos lados. Como si nuestras vidas transcurrieran dentro de un gran elevador del cual es imposible escapar.
La música de fondo está en todos lados. Como si nuestras vidas transcurrieran dentro de un gran elevador del cual es imposible escapar. Y si en algún momento alguien lograra escapar, sólo sería para introducirse a otro nuevo contenedor “ambientado” con más música de fondo.
Variadas instalaciones sonoras permean plazas públicas, centros comerciales y exposiciones. Extrañas pero confortables melodías hacen la fila con nosotros en el banco. Miniversiones electrónicas de famosas cancioncillas se repiten como un mantra y nos ayudan a esperar placenteramente en el teléfono antes de que los no menos afables operadores puedan atendernos. Hasta el brunch dominical puede estar acompañado de sonidos barrocos que hagan de ese momento uno más refinado.
En un zoológico sonidos sintéticos emulan los de la naturaleza y difuminan la frontera entre la vida real y nuestras platónicas cuevas high-tech, donde cada vez cuesta más trabajo convencer a la voluntad para que se atreva a experimentar el exterior.
II El literal ascenso del muzak
The sound you make is muzak to my ears.
“How do you sleep?”, canción de John Lennon dedicada a Paul McCartney
La palabra muzak fue acuñada por George Owen Squier, ingeniero retirado del ejército estadounidense, en la primera mitad de la década de los treinta del siglo pasado. A lo largo de su carrera Squier fue perfeccionando la idea de transmitir música a través de cables, dotando así a la industria musical de mayores opciones de comercialización. Si la música se transmitía a través de cables las restricciones de onda de la señal radiofónica no serían más un problema. La nueva música cableada permitiría a los dueños de las empresas ordenar a sus proveedores musicales melodías “a la carta”, es decir, de acuerdo con sus necesidades de espacio, giro empresarial y motivaciones específicas tanto para sus empleados como para sus consumidores.
Buscando un nombre de mayor impacto que wired radio (radio cableada), Squier probó con un juego de palabras entre música y Kodak. Así, la palabra muzak cobró vida.
Muzak continúa dando el servicio de música a la medida. En el sitio es posible enterarse en detalle tanto de la historia de la empresa como de su producción actual. Es común y aceptado que los que no conocen la historia (grupo del que yo formaba parte hasta hace unos meses) sólo utilicen el término muzak como sinónimo de música de fondo, música ambiental, música de elevador y, aun los más despistados, como new age. Parece ser que al igual que kleenex y kotex, ésta es otra historia más de una marca comercial utilizada para describir generalizadamente todo lo que se le asemeje.
Y bien, ¿qué diferencia a esta música de las demás? ¿Es posible distinguirla más allá del lugar en donde se emite? Tal vez.
Ahí donde se escucha una mezcla artificiosa y suave, de armonías y tonos; ahí donde hay repetición constante y metronómica, segmentos melodiosos que se acompañan paralelamente; ahí donde hay concatenación hipnótica de violines, celestas, arpas y otros instrumentos que permiten crear una atmósfera aproximada a la idea de cómo debe sonar el paraíso, ahí hay muzak. Ahí donde hay sonidos diáfanos que parecen brotar de una fuente invisible y misteriosa que rebasa la capacidad humana para hacer música —more than music reza uno de los eslóganes más usados por Muzak—, ahí está presente la música de elevador.
Ahí donde se escucha una mezcla artificiosa y suave, de armonías y tonos; ahí donde hay repetición constante y metronómica, segmentos melodiosos que se acompañan paralelamente; ahí donde hay concatenación hipnótica de violines, celestas, arpas y otros instrumentos que permiten crear una atmósfera aproximada a la idea de cómo debe sonar el paraíso, ahí hay muzak.
Desde la parsimonia ondulatoria de Philip Glass hasta los idealizados paisajes citadinos de Ray Coniff, pasando por el empalagoso jarabe que escurre del saxofón de Kenny G, la música de elevador produce la sensación de que el tiempo se distiende. Con la intención de relajarnos, de volvernos contemplativos, distraídos de los problemas mundanos, infinibles melodías nos acompañan para no tener que soportar la existencia en silencio.
Desde luego habrá los oyentes que, por el contrario, piensen que esa música constituye el origen de la irritación y la ansiedad. Porque, a pesar de tener la intención de mimar las emociones, la música de fondo puede resultar insufriblemente pacífica y su monotonía puede engendrar un inesperado y contradictorio ataque de nervios. Cada individuo alberga, pues, sus propios demonios, únicos e insustituibles.
Y más allá de su significado como una categorización genérica, el nombre “música de elevador” no debe su origen a la casualidad o a ocurrencias de ociosos. De hecho su literalidad es devastadora. Imaginemos al ciudadano promedio en el ocaso victoriano del siglo XIX introduciéndose en un receptáculo móvil capaz de ascender por las paredes internas de un edificio y conducirlo hasta los últimos pisos de las construcciones más altas del mundo. Al igual que las montañas rusas y los aviones, los elevadores eran vistos por muchos como artefactos flotantes, hacedores del desequilibrio y su consecuente estado nauseabundo. A la terrorífica sensación de movimiento se aunaba el crujido metálico de cables y poleas mediante los cuales la asunción se hacía posible.
El pánico orilló a los empresarios de la industria elevadorista a aplicar técnicas tan inusitadas como la de apostar por un individuo perfectamente uniformado para que los recibiera abordo y los condujera a través del incierto pasaje vertical. Por si esto no fuera suficiente al hombre de los infaltables guantes de encaje, chaquetín ornamentado con botones áureos y lustrosos zapatos de charol se le proporcionó una auxiliar más: música angelical que mantuviera en los ocupantes la ilusión de que su destino final sería no el treceavo piso, sino las mismísimas puertas del cielo. Así, la música de elevador adquirió estilo propio con sonidos que parecían surgir naturalmente del mismo aire que se respiraba en la pequeña e iluminada cápsula móvil.
Desde la parsimonia ondulatoria de Philip Glass hasta los idealizados paisajes citadinos de Ray Coniff, pasando por el empalagoso jarabe que escurre del saxofón de Kenny G, la música de elevador produce la sensación de que el tiempo se distiende.
Las monstruosas visiones de rascacielos dotados de inverosímiles formas de gárgolas tan bien delineadas en la Metropolis de Fritz Lang comenzaron a cobrar vida al principio de la década de los treinta, cuando fue inaugurado un coloso de 102 niveles: el Empire State Building (el Edificio del Estado Imperial, por si alguien no ha reparado en su traducción). La necesidad de musicalizar las entrañas de esa mole se hizo preeminente. Elevadores, lobbies y observatorios se llenaron de sonidos que ayudarían a proporcionar a los visitantes cierta ilusión de continuidad en medio del caos. Y la música de elevador comenzó a abandonar los elevadores para filtrarse en cada rincón de las nuevas creaciones arquitectónicas.
La empresa Muzak acaparó el mercado con la nueva tecnología. Pronto los reportes de los empleadores afirmaban un incremento en la productividad gracias a la música programada para las jornadas laborales de miles de trabajadores. Asimismo, el ejército británico hacía acompañar de melodías a las voluntarias que preparaban alimentos para la Cruz Roja durante la II Guerra Mundial. El optimismo estadístico llegaba hasta los arsenales de Filadelfia —encargados de producir la mayor parte de las armas para el ejército estadounidense—, en donde, después de la implementación de la música de fondo, se presumía un considerable decremento en el número de accidentes laborales en las fábricas. Ni los animales estaban exentos del milagro: algunos granjeros reportaban que sus vacas daban más leche al son de un buen vals.
La música, entonces, había cobrado una nueva dimensión: la de la manipulación. Curiosamente, con el tiempo, la música dejó de ser considerada “manipulativa” para convertirse en “ambiental”. Por supuesto, ese cambio a nadie parece ya importarle. En un mundo en el que los anuncios publicitarios gobiernan el paisaje urbano, en donde hay millones de personas que alegremente anuncian marcas deportivas en su ropa diaria, en el que es especialmente difícil establecer la diferencia entre la intención comercial y la intención recreativa de las cosas; en un mundo así, la idea de la manipulación es sólo un distractor —ingenuo, por cierto— que encubre los aspectos más relevantes del fenómeno en cuestión.
III ¿Me preguntaste sobre el porno?
Érase una vez en 1969 que los sonidos de un orgasmo simulado, contenidos en una canción, provocaron un incidente internacional. La canción “Je t’aime… moi non plus”, grabada por el compositor francés Serge Gainsbourg y la actriz británica Jane Birkin, se convirtió instantáneamente en un clásico de la cultura pop. Su notable posicionamiento tuvo a la censura como la mejor aliada. La canción del controvertido Gainsbourg parecía incendiar los oídos hipócritas encabezados por las denuncias del Vaticano. Los carabinieri italianos, fieles a su histórico fascismo, decomisaban el disco a los incautos milaneses. Al mismo tiempo, radiodifusoras de Estados Unidos, Gran Bretaña y Dinamarca (que, irónicamente, ese mismo año se convertiría en el primer país en legalizar la pornografía) prohibían la difusión de la canción condenada.
El hecho marcó precedentes: estaba demostrado que la música podía potencializar el erotismo, la pornografía y toda esa riquísima gama de opciones que existe entre los dos.
La música ambiental se volvió, entonces, parte primordial de los filmes porno. La legendaria Emmanuelle (1974), protagonizada por la holandesa Sylvia Kristel, puso el énfasis definitorio con aquel hipnótico —por repetitivo— soundtrack compuesto por Pierre Bachelet y Hervé Roy. Después vendrían todas sus secuelas —las once legítimas y las incontables apócrifas— con sus respectivas variaciones de color (recuérdese y véase Emmanuelle Negra, de 1975, protagonizada por la también holandesa Laura Gemser).
El uso de música de fondo en la pornografía actual prácticamente se limita al llamado soft porn. Esa pornografía donde aún prevalece el erotismo, es decir, cierta ambigüedad visual que funciona como elipsis para que el pornófilo pueda completar en su imaginación lo que no le es posible ver en la pantalla.
La tendencia de la industria porno a hacerse más explícita no sólo visual, sino también auditivamente, aunada al crecimiento exponencial del consumo a través de internet donde generalmente, por razonables cuestiones prácticas, los clips pornográficos no duran más de diez minutos, ha hecho que el recurso de la música de fondo sea cada vez más infrecuente. Se ha vuelto anticuada y, acaso, un estorbo.
IV Meramente anecdótico
Me ocurrió en el pueblito francés de Arcachon, situado en la costa sudoeste del país galo, a unos 30 kilómetros de Burdeos. Caminaba por uno de los muelles de la playa. Una playa sorprendentemente limpia. Todo estaba en orden. Serían las 6 de la tarde y sólo yo caminaba por ahí. La sensación era tan aburrida como la de transitar dentro de una maldita postal. Conforme seguía avanzando sobre la larga estructura de madera que conducía al mar me fui dando cuenta de que no estaba del todo solo. Una sutilísima melodía me seguía como mi sombra. Comencé a desesperarme cuando me resultó imposible explicarme de dónde provenían aquellas notas. No había barcos, no había gente y el sonido estaba ahí, cerca de mí, incesante, suave, tan suave y escondido que angustiaba. Lo único que había a mi alrededor era la plataforma de madera, la costa del Atlántico, algunas bancas inoxidables impecablemente pintadas de rojo y pequeños botes de basura metálicos que simulaban la forma de torpedos clavados en el suelo. Había uno cada cinco metros en ambos lados del muelle. Hasta ese momento no había reparado en lo extraño de esos pequeños contenedores. Opté por sentarme en una de las bancas para concentrarme en la dirección del sonido. Fue así como descubrí que a mi lado uno de esos artefactos para contener desechos emitía la música. Del interior surgía el tintineo de un piano que en vez de amenizar mi estancia taladraba mi conciencia sin dar tregua. La base de cada uno de esos torpedos tenía implementada una bocina de la que, junto con el olor rancio de algún resto orgánico, salía la perturbadora tonada de fondo. Como si el chasquido del agua estrellándose en las bases que sostenían el muelle no fuese suficiente para llenar la atmósfera en aquel ultracivilizado rincón europeo, cuyo principal y único atractivo es la Gran Duna de Pyla, la cual se erige imponente frente a la costa atlántica. Al día siguiente escalé la duna. En la cima, mientras la brisa se estampaba en mi cabeza, descansé al confirmar que aquel lugar aún no había sido sonorizado. ®
Gustavo
Emmanuel: la comparación entre el muzak y el jazz sí es común, pero es «estúpida» sólo si la hace alguien que tenga conocimientos de música.
Para el oído no entrenado (i.e. la mayoría de las personas) no es inusual confundir jazz con muzak, quizá debido a su caracter instrumental (no todo el jazz) y «relajante», por lo que si la gente las compara no es porque sea estúpida, sino ignorante, que es muy diferente. Saludos.
Emmanuel
Lo que siempre he considerado fascinante de las melodías de elevador es la poca atención que suscitan en los consumidores o transeúntes. Supongo que usted es un melómano, o por lo menos conocedor de algunas buenas «rolas». Cuando camino por los supermercados siempre saltan a mi oído lo inverosímiles de las versiones o covers que se hacen de las canciones (cosas como waka waka instrumental) pero, como dirían mis acompañantes «sólo yo reparo en esas cosas». Tal vez, una de sus principales funciones, retomando esa etiqueta de manipulación que le atribuye en el artículo, es el carácter desapercibido que debe de poseer la música de elevador, vaya, de fondo. El hecho de que esté presente, no imperceptible, pero si añorable cuando está ausente, es parte de su encanto. Nos envuelve en un manto que ni siquiera notamos.
Algo con lo que también me he encontrado en mi experiencia es la comparación, que se eleva casi al sinónimo, entre la muzak y el Jazz. No creo que tenga que agregar nada al respecto de dicha ofensa (más allá de una ofensa por el «valor» de cada género, es por lo estúpida de la comparación)