Conductor del desaparecido programa radiofónico Malasaña, de Ibero 909 en la Ciudad de México, el autor de esta diatriba confiesa su sincera aversión por los locutores compulsivos que hablan sin parar y por la programación complaciente de la radio mexicana.
No me considero dentro de los parámetros que la opinión popular establece para ser considerado una persona de radio. Sí un radioescucha, aunque en los últimos tiempos, bastante flojo. Antes de emprender la huida mi espectro radiofónico defeño se reducía al Fonógrafo, un par de estaciones más de AM, y sólo algunas mañanas, envalentonado por el estático tránsito de la Ciudad de México y la monotonía resultante de pasar horas en el interior de una caja de resistencias a pleno sol, me atrevía a girar la perilla para deambular por la frecuencia modulada, operación abúlica en noventa por ciento de las ocasiones. La FM es un cementerio de elefantes: yo mismo contribuí con un par de huesos. Durante años trabajé en Ibero 90.9 como guionista, además de conducir Malasaña, un programa sin orden aparente en el que me tomaba la libertad de programar guarradas fuera de toda lógica y leer en voz alta y para todo el Valle fragmentos de mi educación sentimental. La escaleta del programa era muy simple: ponía canciones y leía textos, discutía sobre recientes lecturas, invitaba amiguetes y despotricaba contra mis diminutos enemigos. Esto último no es de ningún modo una novedad. Se hacía antes de mí y tengo por seguro que en breve alguien más lo volverá a hacer. El antiprograma es más bien ya un clásico en sí mismo, eso sí, muy fácil de quemar. Las grandes ideas están todas vendidas. A pesar de eso, Malasaña iba bien; encaraba y en ocasiones podía escapar de los clichés, aunque no siempre ileso. En cuanto a Ibero 90.9, he de confesar que la escuchaba poco. La mayoría de las veces la sintonizaba justo antes de Malasaña para saber cuánto tiempo efectivo me quedaba antes del corte de la hora y así evitar llegar tarde al programa, lo cual, si soy sincero, sucedía a menudo. A decir verdad, prefería los programas nocturnos, siempre más osados que la cotidianidad pastelera a la que toda estación de radio se adhiere para no quedarse sin orejas: las discusiones bizantinas de Warkentin y Prado Galán a las que a veces era invitado, el ruido de Óscar Adad y su programa sobre jazz donde lo único que no se tocaba era jazz, el situacionismo sonoro de Triscerable, las sesiones de música en directo gestionadas por Uriel Waizel. Esos espacios bien valían una parrilla en la que había más de una propuesta roma y adquirida en saldos.
Si antes dije que no me considero una “persona de radio” se debe a mi imposibilidad para adaptarme al medio. Un profesional de la radio tiene la indudable habilidad de cambiar con las tendencias, ofrece al radioescucha lo que busca antes de que sepa que lo está buscando, puede estar un día lanzando metralleta desde los micrófonos de una estación grupera y al siguiente poniéndole las tildes a la sinfonía de Schubert para una emisora del género. A un profesional de la radio le preocupa más tener boletos o electrodomésticos para regalar al aire (porque recordemos, es lo que quieren los radioescuchas) que hacer una digna y cuidada selección musical. Ya ni siquiera quedan secuelas de la pomposa payola noventera que mandó de vacaciones todo pagado o le consiguió un último modelo a más de un gerente: nadie da un duro por la radio, ahora todo se trata de egos. Muchas veces ni siquiera se piensa en ello: para preocuparse de esas nimiedades existe la sombría figura del programador, para realizar los trazos sonoros por el profesional de la radio y que éste pueda concentrarse a cien en su cuenta de Twitter. Por supuesto, su medida y tasa se perfilan por la vía de la popularidad; la calidad es un artículo de lujo, obsoleto y que quita tiempo. Un estorbo, vaya. Como no se ha tomado la molestia de seleccionar las canciones adecuadas para su programa, el profesional de la radio no duda en recurrir al astuto truco de las complacencias, alegando apertura y pluralidad cuando en realidad las únicas pautas que moldean su criterio son la displicencia y el lugar común. Los hay más sinvergüenzas: en vista de lo complicado que resulta ofrecer material preparado al aire (¡qué lata rellenar tantos silencios!) el profesional de la radio mete llamadas del público, que obediente y engolosinado por sus dos fútiles minutos de fama manda saludos, vota por alguna u otra canción, se humilla al aire para conseguir una entrada o simplemente es blanco de las burlas de los locutores en turno, quienes, sin ingenio de ninguna clase, blanden albures de ínfima categoría para provocar carcajadas apagadas. ¡Qué buena idea, que sea la gente la que construya la radio!
Por estos motivos y otros tantos no fui nunca un profesional de la radio. Era un lector haciendo radio, y por ello, acepto con humildad todos mis fallos. La recuerdo con cariño: para mí no había un momento más epifánico en el día que el de los largos silencios que dejaba correr luego de encender el micrófono.
Por estos motivos y otros tantos no fui nunca un profesional de la radio. Era un escritor haciendo radio, y por ello, acepto con humildad todos mis fallos. La recuerdo con cariño: para mí no había un momento más epifánico en el día que el de los largos silencios que dejaba correr luego de encender el micrófono, mitad por hacerme el interesante, mitad para fastidiar al ingeniero de audio, que salía enfurecido de su oficina para ver qué cable había fallado en la transmisión. Luego venían las palabras, se me soltaba la lengua y mis manos ardían por colocar la aguja en el surco indicado para disparar las canciones que había elegido esa misma mañana. No pocas veces llegué a la cabina borracho, lo acepto, pero también es cierto que cuando esto sucedía trataba de reducir mis intervenciones al máximo y prefería extender la selección musical para chocar cristales con mis radioescuchas a la distancia. La audiencia no tiene por qué soportar las necedades de un ebrio, eso está claro. Bastante tienen con la paupérrima oferta radiofónica, con las repeticiones ad infinitum deéxitos efímeros que se les trata de acomodar en el seso a toda costa y con locutores antipáticos, aun en sus cinco sentidos.
He dicho antes que me consideraba un radioescucha a pesar de que ahora escucho muy poca radio. En la actualidad, permanezco únicamente conectado a ese candoroso fetiche llamado Flor de Pasión, un programa que siempre ha sido para mí el ejemplo exacto de cómo hacer las cosas frente a un micrófono. Quizá de ahí viniera mi incapacidad de reírme con esas radios “chistositas” que proliferaron desde principios de los noventa y que destacaban por manufacturar promocionales casposos como si se trataran de obras de alta comedia, atentados contra la mediana inteligencia disfrazados de “gags”. Por supuesto, se nota cuando un publicista se encuentra detrás de los termómetros: había algo plástico en todo aquello, algo incriminatorio y rimbombante. Camadas enteras han venerado esa manera de hacer radio “desenfadada” y “contestataria”. Incluso hay quienes han grabado y atesorado esos promocionales. Sé que aún los escuchan sin parar, una y otra vez, como señal inequívoca de lo que ellos consideran tiempos mejores, y yo, entumecimiento mental. Claro que hubo otra radio en México, la que hacían Nacho Desorden, Willy Damage y sus posteriores encarnaciones, que tenía poco que ver con aquella otra de maneras megalómanas y que intentaba construir ídolos y “líderes de opinión” a toda costa; aunque es una lástima que pocos se acuerden ya de esa radio. Eran épocas en las que no había Internet y, por tanto, qué le vamos a hacer, la comparativa se establecía con estaciones gubernamentales que se caían a pedazos y las eternas pilas de mierda que Televisa se ha encargado, generación tras generación, de hacer pasar por estaciones “juveniles”. En cambio, Flor de Pasión, conducido desde hace más de treinta años por Juan de Pablos en Radio 3, España, me parecía una emisión de otro planeta. En primera, el locutor no hacía inflexiones exageradas de voz ni tenía la obligación moral de hacer reír al auditorio. Tampoco hablaba rápido ni se desvivía por ofrecer artículos inútiles a la audiencia a cambio de simpatía y fidelidad. No se sentía una estrella de rock. Juan de Pablos, que en la actualidad continúa al frente de Flor de Pasión, se dedica a confesar su obsesión con los discos pop de las décadas de los cincuenta y sesenta. Y luego los pone. Así de simple. Alguna vez hablé con él. Fue hace unos cinco años, en Madrid, cuando lo busqué para proponerle transmitir unos cuantos de sus programas en Ibero 90.9. Era un tipo callado, serio, que no tenía mucho tiempo para hablar, pues su esposa lo esperaba en casa con la cena servida. Nos vimos en una cafetería cerca de —¿dónde más?— Malasaña. Flor de Pasión se emitía por aquellos tiempos a la una de la madrugada, todos los días. La entrevista fue breve, pero no por ello dejé de atosigarlo con mis preguntas de aficionado, pues durante aquella época se habían agudizado mis preocupaciones sobre el quehacer radiofónico. Mi principal anhelo era descubrir a quién le hablaba en sus programas y, sobre todo, cómo había hecho para dar con el tono adecuado y “tocarles la patata” a todos aquellos que acompañaban la víspera con su voz. Juan de Pablos respondió con su consabido tartamudeo: “Yo le hablo al Oyente Ideal, y lo trato como si lo conociera de toda la vida”. Vaya definición, pienso aún ahora, y aunque sea imposible hallar a ese personaje, cada vez más me doy cuenta de que ese Oyente Ideal, en caso de que exista, se parece muy pero muy poco al locutor, y menos aún a toda esa fauna invisible que se halla detrás de los micrófonos y se enmaraña con conceptos de rating y pautas. Lo llevo claro: el radioescucha tampoco es gente de radio. ®