Germanofilia y germanofobia

Faust, de Alexander Sokurov

Notable que un ruso sea precisamente quien dejara una de las versiones más críticas, oscuras, ambiguas, burlescas, aunque igualmente laudatorias y de admiración ante una parte no menor de la historia alemana, el clasicismo por un lado y la época nazi por otro.

Con antecedentes medievales e incluso manifestaciones en el teatro español (El esclavo del demonio de Antonio Mira de Amescua), la tragedia del doctor Fausto atrajo a plumas de la talla de Spies, Lessing y Marlowe, si bien no fue sino con Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) cuando alcanzó su forma más acabada y sublime, desde el punto de vista del idioma, ya que convirtió a su autor para el alemán —algo tardíamente, dicho sea con verdad— en eso que ya eran Dante, Cervantes, Camões, Shakespeare y Racine para sus respectivas lenguas nacionales. Murnau realizó la primera versión fílmica, Faust, eine deutsche Volkssaga (1926). A la sombra de este egregio precedente, en cuanto al tema, y de Tarkovski, en lo que respecta a la forma, Alexander Sokurov, el realizador ruso más grandilocuente y ambicioso, después de El arca rusa (2002), decidió tomar el desafío, armado de un reparto la mitad austriaco y la mitad de su propio país. Faust (2011) viene, en realidad, a cerrar la iniciada tetralogía del poder. Curioso que el personaje sea producto de la fantasía y de la leyenda, privado de la realidad histórica que caracteriza a los otros tres: Hitler en Moloch (1999), Lenin en Taurus (2000) e Hirohito en El sol (2005).

La adaptación es libre, aunque observa de cerca el espíritu y en ocasiones la letra de la primera parte de la tragedia que compusiera Goethe. Del texto original se salvan unos cuantos versos en alemán, a menudo yuxtapuestos o incluso encimados con los diálogos del filme. Este carácter difuso y más bien oscuro del sonido, que lo vuelve difícilmente descifrable, encuentra una correspondencia en la imagen. Los diversos filtros de colores, que hacen tender la película al verde, junto con las lentes que distorsionan los objetos, engendran esa extraña visión entre la realidad histórica y la fantasía satánica de la leyenda. El vestuario y el instrumental quirúrgico permiten situar la acción durante el siglo XIX en una aldea enclavada en el mundo alemán, llena de ecos de la Edad Media. La fotografía corrió a cargo del francés Bruno Delbonnel con marcada inclinación por los claroscuros de Rembrandt (La lección de anatomía, Buey abierto en canal, Autorretrato del pintor tocado con bonete), una referencia casi obligada. La cinta con resabios de Frankenstein y de Paracelso comienza con la imagen confusa del miembro viril de un cadáver, casi la única parte intacta de éste que, al colocarlo en un ángulo de 90 grados, se le salen las vísceras. Antes, con los títulos de la película, se había entrevisto el firmamento y las nubes, recordando —a quien conoce el texto— que la tragedia da inicio con un Prólogo en el cielo y es ahí donde parece concluir. Otras escenas de la obra serían Noche, Gabinete de estudios, Cocina de las brujas, Cantina de Auerbach, En la fuente. Ninguna está tal cual sino reducida a los mínimos elementos significativos para el director.

La adaptación es libre, aunque observa de cerca el espíritu y en ocasiones la letra de la primera parte de la tragedia que compusiera Goethe. Del texto original se salvan unos cuantos versos en alemán, a menudo yuxtapuestos o incluso encimados con los diálogos del filme. Este carácter difuso y más bien oscuro del sonido, que lo vuelve difícilmente descifrable, encuentra una correspondencia en la imagen.

Toda una creación constituyen los personajes, las dramatis personae, los intérpretes austriacos del teatro en Viena, Johannes Zeiler (Fausto, el doctor) y Georg Friedrich (Wagner, su aprendiz) y los rusos Antón Adasinski (Mauricius Müller, Mefistófeles), mimo de profesión y actor de clown, y la fresca e inmaculada Isolda Dychauk (Margarete), alemana de ascendencia rusa. Un Fausto completamente diferente al que hacía el legendario y lleno de contradicciones Gustaf Gründgens, cuya vida retrató Klaus Mann en su novela Mephisto (1936), luego llevada a la pantalla por István Szabó en 1981, afianzado su trabajo más bien en un teatro de la palabra. Una avejentada y enigmática Hanna Schygulla aparece como la consorte demente y estrafalaria por su vestimenta de un personaje incidental, el cambista, tema caro a la pintura. Con reminiscencias de Padre e hijo (2003), Alexander Sokurov le endilga progenitor a Fausto (Sigurður Skúlason), el hijo jamás aparece como viejo decrépito, tal cual sucedía en las versiones anteriores. Su decadencia es más bien moral, provocada por su sed de ciencia y de plenitud sexual. Habe nun, ach! Philosophie, / Juristerei und Medizin, / und leider auch Theologie / durchaus studiert, mit heißem Bemühn. Un pasaje que no podía faltar. Tampoco Mauricius Müller es un demonio habitual. Es sólo en una escena de baño, donde se funden y confunden Cocina de las brujas y En la fuente, casi propia de un hammam árabe, cuando se despoja de sus ropas que se revela su vientre deforme compuesto por innumerables y gruesos pliegues repulsivos, similares a los del intestino visto por dentro, pero de color extremadamente pálido, no estando su órgano reproductivo en su sitio sino en la espalda a manera de cola. Schwanz en alemán es la cola y a la vez el falo, dependiendo del contexto; un poco como en español peninsular la palabra rabo, porque siempre cuelga.

La única escena luminosa en toda la cinta es cuando Fausto descubre su acendrado sentimiento por Margarete. De un lirismo entre tarkovskiano y expresionista, la escena parece querer suministrar la única respuesta plausible ante las disputas por el poder y el odio entre los hombres: Amaos unos a otros. El amor egoísta y carnal de Fausto, con un fuerte ingrediente diabólico, parece transmutarse en algo sublime, que lava los pecados cometidos. La culpa de Fausto por haber dado muerte al hermano de Margarete. El perdón que ella parece tácitamente otorgarle. El ulterior influjo del demonio lleva al doctor, quien primero autografió un libro suyo y luego acabó sellando el pacto con sangre, hasta un punto donde no hay retorno. Cinta abstrusa, controvertida y manifiestamente oscura (en todos los sentidos posibles), Faust es una obra que permanece abierta a varias lecturas. Sokurov abrió su tetralogía —un término que de manera irremisible trae a la memoria el nombre de Richard Wagner y El anillo de los nibelungos— con un Hitler y su camarilla de risibles compinches (el apestoso Goering, el adusto Himmler, el enano Goebbels) y la cerró con Fausto, personaje atrapado entre el mito literario y la vaga referencia histórica. Buena parte de la germanofilia del director queda expuesta ahí pero también su germanofobia. Las posibles interpretaciones y corolarios se antojan inacabables, casi infinitos. Notable que un ruso sea precisamente quien —en el celuloide— dejara una de las versiones más críticas, oscuras, ambiguas, burlescas, aunque igualmente laudatorias y de admiración ante una parte no menor de la historia alemana, el clasicismo por un lado y la época nazi por otro, así abre y cierra la tetralogía del poder. ®

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Publicado en: Abril 2012, Cine

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