La descomunal producción, los efectos especiales y la tecnología 3D están en función de una anécdota intimista, de una única trama persistentemente psicológica. Sandra Bullock tiene tiempo suficiente para convencernos de su opresiva carga mental, de su pasado trágico y de su desesperada lucha por la supervivencia.
Inevitable el reencuentro con Kubrick. Nada más cerca del clásico 2001, una odisea del espacio que esa secuencia en la que Sandra Bullock ingresa a la nave Soyuz y queda flotando como un feto en su placenta, en la redondez del módulo y con cables flotantes a modo de cordón umbilical. Finalmente una obra fílmica regresa con dignidad al espacio y convierte a su argumento en obra de arte, en impecabilidad visual y auditiva, en algo más que pistolas de rayos láser, robots gigantes o babeantes alienígenas.
Alfonso Cuarón parece haber bebido directamente del espíritu del director neoyorquino fallecido en 1999, y en una época en la que florecen las tecnologías 3D, redimensiona y remata su sinfonía visual con una perfección casi morbosa. Desde el larguísimo plano secuencia del comienzo, impregnado de volúmenes y matices imposibles de conseguir en luz intraatmosférica, parece que ya queda definido que la película correrá a través de un placer agonizante, de un brutal goce que sólo es posible cuando las sensaciones tridimensionales van de la mano con una historia creíble, humana y simple.
La fotografía de Emmanuel Lubezki —en un dueto con Cuarón ya vigente desde La Princesita (1995)— forma parte indisoluble de la trama. El concepto fotográfico maneja con aplomo la relatividad espacial, la no existencia de un “arriba” o un “abajo” definidos, sino consecuentemente ingrávidos. Nos acostumbra a una perspectiva mutante, al menos mientras acontecen las caminatas espaciales y los impactos de basura satelital. La iluminación, también en el convenio de las fuentes de luz cósmicas, aporta a la fotografía volúmenes y reflejos inmarcesibles, dejándonos abierta la puerta a un tipo de cine en el que la magnificencia visual gobierna por sobre todo lo demás.
Finalmente una obra fílmica regresa con dignidad al espacio y convierte a su argumento en obra de arte, en impecabilidad visual y auditiva, en algo más que pistolas de rayos láser, robots gigantes o babeantes alienígenas.
No quiere decir esto que las interpretaciones resulten menores. Paradójicamente, en Gravity la descomunal producción, los efectos especiales y la tecnología 3D están en función de una anécdota intimista, de una única trama persistentemente psicológica. Sandra Bullock tiene tiempo suficiente, entre telones azules y trucajes que no puede ver mientras actúa, para convencernos de su opresiva carga mental, de su pasado trágico y de su desesperada lucha por la supervivencia. Alfonso Cuarón —en el guión que comparte con su hijo Jonás— bordea con displicencia los límites de la sensiblería, salvando escenas de trasfondo sentimental con buen gusto. Quizás en otras manos el plano de las lágrimas flotando en ingravidez habría resultado cursi, pero no es el caso. Tanto la mesura de la actriz como la dirección de Cuarón emergen airosas, plenas de capas que van desde el miedo hasta la aceptación de la muerte o el manejo del pánico. La presencia casi efímera de George Clooney, más que recrear una actuación memorable (cosa que ya hizo recientemente en The Descendants), no va más allá de encarnar al compañero ideal, al veterano comandante Matt Kowalsky, contraparte positiva que habrá de equilibrar, incluso en situación mística o subconsciente, al desánimo visceral de la doctora Ryan Stone. Sin el encanto de Clooney, la tragedia de tantas muertes, tanta indefensión y tanto catastrofismo habrían resultado, desde el comienzo, un caldo demasiado caliente para el espectador.
Tampoco las precisiones científicas pasan por encima del paquete artístico. Si bien muchas de las situaciones que aparecen en pantalla —como esos propulsores capaces de atravesar larguísimas distancias, el ágil desenvolvimiento de los astronautas en trajes que en la realidad son muy rígidos, o la conveniente alineación de estaciones espaciales que de ordinario suelen ocupar órbitas diferentes— sobrepasan las posibilidades reales de una misión espacial moderna, no dudo que las licencias hayan sido sopesadas por el director en beneficio de un mejor cauce para su historia. No parece tan definitivo el respeto estricto por la autenticidad técnica como la compleja lucha por la supervivencia de un ser humano en el ambiente menos propicio de todos, y unas cuantas licencias apenas parece cosa de tomar en serio para un subgénero cinematográfico que, habitualmente, recurre a hipérboles y soluciones injustificadas, dejando en planos de realidad probable tantas tecnologías y magias de anticipación.
Lo que le enlaza con Kubrick también lo diferencia. En aquella 2001, que en el temprano 1968 apenas usaba maquetas y efectos incluso antecesores por casi una década a la Industrial Light & Magic de Star Wars, el peso de la puesta en pantalla caía sobre el autor mismo, sobre la riqueza y profundidad del argumento y sus complicados personajes, amén de una esmerada dirección de arte. En Gravity gana por paliza la visualidad, el encantamiento del 3D, la coreografía de las formas, dejando que una situación bastante simple, en este caso la superación de obstáculos en medio de un puntual riesgo de vida o muerte (acaso con esos dos únicos desenlaces posibles), se haga cargo del relleno interior.
Pero eso no significa superficialidad o falta de talento en el manejo de la dramaturgia. Sería insensato, refiriéndonos a alguien que escribió historias tan complejas como Y tu mamá también (2001) o Children of Men (2006), pensar que es una pifia la selección del minimalismo dramático como medio expresivo. El homenaje a Kubrik llega fresco y original, pero no es Kubrik ni pretende serlo. Es un Cuarón con todas las de la ley, con la selección intencional de una trama sencilla en un marco de superpoderes plásticos, como si hubiese fabricado un ballet a partir de un haikú.
Me inclino por la inversión de prioridades, tal y como el propio título de la película apunta a lo contrario —y al mismo tiempo el objetivo final de tanto esfuerzo— de lo que se vive en todo el metraje: la gravedad. ®