«Como Miguel León-Portilla y Edmundo O’Gorman señalaron, la fusión entre creencias religiosas nahuas y cristianas, centradas en la figura de Guadalupe Tonantzin, es de importancia capital para entender la génesis del México moderno».
Con notable claridad, concisión y respeto hacia las creencias religiosas, el historiador británico David Brading aborda, en La canonización de Juan Diego (FCE-CIDE, 2009), la delicada cuestión de la historicidad de una figura a quien —hacia fines del siglo XVII— Carlos Sigüenza y Góngora, máximo humanista de la época, confirió el mote náhuatl de Cuautlatoatzin (águila que habla), haciendo eco de una tradición popular. Ya en 1883, en una carta al arzobispo Labastida, el historiador Joaquín García Icazbalceta ponía de relieve un escollo: no existía mención alguna de Juan Diego entre 1531, fecha de las apariciones en el Tepeyac, y 1648, cuando se publicara La imagen de la Virgen María del teólogo Miguel Sánchez, profundo conocedor de san Agustín y el Apocalipsis. Un año después Luis Laso de la Vega publicó el Huei tlamahuiçoltica, obra que se conocería más tarde como Nican mopohua que, en forma de diálogo, explica las apariciones. Por el alto estilo poético, plagado de giros de los antiguos cantares nahuas, se cree que un natural, Antonio Valeriano, fue el autor, discípulo de fray Pedro de Gante en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco.
Como Miguel León-Portilla y Edmundo O’Gorman señalaron, la fusión entre creencias religiosas nahuas y cristianas, centradas en la figura de Guadalupe Tonantzin, es de importancia capital para entender la génesis del México moderno. Por otra parte, surgen dudas y disputas por la manera de obrar de la Iglesia católica que por una parte borra del santoral a san Jorge, al que pintaban con espada venciendo al dragón y, por otra, se inscribe en la lista de los santos un personaje cuyo carácter histórico no se ha probado a suficiencia. No existen documentos, que no parezcan ser falsificaciones ulteriores, que aludan a Juan Diego antes de 1648, es decir ciento once años después de las apariciones. En fecha tan temprana como en 1556 en sus Declaraciones Alonso de Montúfar, segundo obispo de México (1551-1572), fraile dominicano, en sus diferencias con los franciscanos, alude a la imagen de la Virgen que pintó el indio Marcos. Se refiere a Marcos Cipac de Aquino, un pintor de San Juan Moyotla, discípulo de los franciscanos, cuyas obras podrían rivalizar con las de Miguel Ángel según la fervorosa opinión de Bernal Díaz del Castillo.
En 1982, una vez efectuado el traslado de la imagen al nuevo santuario el año de 1976, se realizaron diversos estudios, bajo la dirección del restaurador José Sol Rosales, los cuales arrojaron que el lienzo estaba compuesto de fibras suaves, de lino y cáñamo, mostrando huellas de anteriores retoques, arrepentimientos y repintadas, con salpicaduras de parafina, agua y hollín. La idea del ayate, compuesto en fibras duras de ixtle o henequén, no parece tener elementos reales en que sustentarse. Si la Iglesia aceptara algunas de las enseñanzas de los ortodoxos, preconizadas por san Juan Damasceno, respecto del carácter de los iconos, que junto con los textos, se consideran de inspiración divina y por tanto objetos sacros y de uso para el culto, aunque se hayan desprendido de manos humanas, no habría nada que objetar. La relevancia del Nican mopohua es la de un evangelio mexicano, basado en la existencia del dios fundamental Ometéotl quien se habría relevado incluso antes de la llegada de los españoles con la misión del pontífice Adriano VI. Lejos de arbitrariedades históricas, invocar fantasías, pretender cobijarlas bajo el dogma de la infalibilidad papal, la realidad cultural de Guadalupe Tonantzin es indiscutible, representación de la tierra, la luna, la diosa madre, sólo queda en cuestión el cómo de la canonización de un personaje que sirve para la exposición de un relato, un ente de ficción, tal como El hijo pródigo o El buen samaritano, salido de la imaginación de Miguel Sánchez, con interesantes paralelismos entre el monte Sinaí y el Tepeyac, Moisés y Juan Diego, el pueblo de Israel y el de México. ®