Tras 36 años al fin ve la luz la reedición definitiva de la novela más emblemática de Martré, Los símbolos transparentes. Autor de “culto”, para muchos de sus lectores, ahora este escritor sarcástico trata de ganarle tiempo al tiempo y escribe una novela sobre Fantomas.
Es de los duros de la literatura mexicana, satírico por excelencia. ¿Enemigos? ¡Por montones! Hablan mal de su prosa, de su comportamiento, lo califican de conflictivo tras quedar como segundo lugar en un premio de novela y negarse a que lo censuraran. ¿Amigos? También por montones, fieles lectores que lo siguen lo mismo en sus novelas que en sus cuentos. Hablar con Gonzalo Martré es una toda aventura: nunca sabes qué te contará, a quién se llevará por delante, qué grado de acidez pondrá en sus palabras. ¿El motivo? Tras 36 años al fin ve la luz la reedición definitiva de su novela más emblemática: Los símbolos transparentes (Alfaguara 2014).
Me recibe en su casa un viernes por la tarde. Hay que ver la fachada para saber que ahí vive Gonzalo Martré. Minutos antes alguien me había dicho por teléfono que iba a reconocer la casa por unos murales. Busco una casa con esas características por la avenida. Ahí están: caricaturescos murales donde lo mismo aparece una endemoniada Elba Esther Gordillo junto con otros personajes de la política mexicana que una deforme televisión tachada con una leyenda: “Apágala y lee”.
Es una casa grande, pero cualquiera podría decir que también es parte de un museo. Enormes calaveras de cartón cuelgan en lo alto de un travesaño; muebles estilo sesenta y setenta. De la puerta de entrada con vidrios esmerilados cuelga una gran manta plastificada con la portada de Los símbolos transparentes, al lado un recordatorio para Martré escrito en una cartulina acerca del aparato auditivo que usa. No lo olvides.
Trae puesta una playera negra estampada con la figura de la leyenda de Fantomas. Sombrero. Pantalón café. Me señala un sillón para que nos sentemos. Ahí va a ser la entrevista. Comenzamos.
—Esta edición de Los símbolos transparentes es ya la definitiva…
—Es el término de un larguísimo camino que abarca casi cuarenta años para poder llegar a una editorial de primer nivel, como lo es Alfaguara.
—La primera edición, de 1978, tuvo mucho éxito, en la Editorial V Siglos.
—Sí, se hicieron cerca de siete reimpresiones en un año; luego, al no contar con buenos títulos, la editorial quebró, aunque a mí aún alcanzó a publicarme otro libro: El Chanfalla, la primera parte de una trilogía, y se vendió bien, pero no como Los símbolos transparentes.
—Vamos al inicio, ¿cómo concebiste la novela?
—Yo formé parte del movimiento del 68. Era profesor de la Preparatoria 1, la cual tenía dos accesos, el que daba a la calle de San Idelfonso, y el de la calle Justo Sierra, cuya puerta estilo barroco fue derribada por un bazucazo el martes 30 de julio de 1968.
—Hecho que señalas en la novela…
—Así es. Yo era profesor en el turno de la mañana, y aunque por esos días me uní al movimiento, no iba yo por las tardes, así que el bazucazo no me tocó. Pero sí les tocó a algunos de mis alumnos, y de ellos recabé el testimonio; después vino el 2 de octubre…
—¿Ahí sí estuviste?
—Estuve en la Plaza de las Tres Culturas, y si bien ninguna bala me rozó, ninguna bayoneta apuntó a mi barriga, sí consideré que había corrido con mucha suerte, no caí muerto o mal herido por un azar totalmente bondadoso conmigo, así que me dije: bueno, ¿y ahora qué hago? Si seguía en el movimiento iría a parar a la cárcel o iba a caer muerto en una emboscada. Así que dije: voy a hacer lo yo sé hacer, escribir una novela, y ésa va a ser mi contribución al movimiento del 68.
—La metiste al concurso de la editorial Novaro.
Estuve en la Plaza de las Tres Culturas, y si bien ninguna bala me rozó, ninguna bayoneta apuntó a mi barriga, sí consideré que había corrido con mucha suerte, no caí muerto o mal herido por un azar totalmente bondadoso conmigo, así que me dije: bueno, ¿y ahora qué hago? Si seguía en el movimiento iría a parar a la cárcel o iba a caer muerto en una emboscada. Así que dije: voy a hacer lo yo sé hacer, escribir una novela…
—Cuando la concluí la represión de Gustavo Díaz Ordaz era intensa, no hacia mí, hacia la televisión, los medios impresos, las editoriales, hacia toda la nación. Vi claramente que no iba a tener quién me publicara la novela. Hasta que se dio lo de la convocatoria al Concurso Internacional de Novela México de la Editorial Novaro. La mandé al concurso y por poquito y lo gano, porque la novela, sin duda alguna, era la mejor, de mucha actualidad, bien estructurada, bien escrita.
—¿Sabes más o menos cuántas novelas concursaron?
—Más de 400 novelas del mundo de habla hispana… Mi novela llegó a finales. La primera mención la obtuvo Los símbolos transparentes, la segunda fue para El tren que se perdió en el verano, del argentino Alberto Claudio Blassetti, quien al año siguiente metió la misma novela al Premio Casa de las Américas y ganó —tiempo más tarde sería asesinado durante la dictadura de Videla—, y la tercera para La envoltura del sueño, del ecuatoriano Adalberto Ortiz, quien también tardó ocho años en publicarla. El jurado estuvo conformado por Bejamín Carrión, de Ecuador, Andrés Henestrosa, de México, Juan Marsé, de España, Ernesto Mejía Sánchez, de Nicaragua, y Augusto Roa Bastos, Paraguay.
”Jorge Ibargüengoitia ganó con la novela Estas ruinas que ves.Sin embargo, en el postfacio de esta edición definitiva de Los símbolos transparentes aparece parte de un artículo en el que Vicente Leñero confiesa una charla ocurrida en 1974 con Jorge Ibargüengoitia, quien le anuncia que terminó una novela:
—Felicidades, qué bien. ¿Ya le pusiste título?
—Estas ruinas que ves, aunque no estoy seguro.
—Es un buen título. Se oye a toda madre. ¿La vas a publicar con Joaquín? [en referencia a la editorial Joaquín Mortiz].
—Lo que pasa es que me habló Piazza. Luis Guillermo Piazza de editorial Novaro. Sabía que estaba terminando una novela, se lo dije hace tiempo, no sé dónde, y me propuso que se la diera para el premio ése que inventaron, el de Novela México.
—¿El que le dieron a Juan Marsé el año pasado?
—Dice que ya llegaron novelas de todas partes de un montón de concursantes, pero quieren dármelo a mí dizque para conservar el prestigio del premio, ¿tú crees? Así, sin entrar a concurso, sin leerla siquiera. Me lo dan y ya, como si la hubiera mandado. Es una buena lana, tú sabes, y el ruido de la promoción. Yo le dije que lo iba a pensar, pero me da no sé qué. Es como pasarse por el arco del triunfo a los concursantes, como hacer trampa. Ya sé que los premios son así, pero no sé, me siento mal, no me gusta. La novela está bien, creo, y un premio siempre sirve. ¿Tú qué harías? Si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías.
Miré los labios torcidos de Jorge, como de fuchi, y me tomé unos minutos para pensar, antes de contestar.
“Lo que sea de cada quien”, Revista de la Universidad de México, Nueva época, número 37, mayo de 2007, p. 104.
—Eso a mí jamás me pasó por la mente.
—¿Te enteraste después?
—Me enteré cuando apareció el artículo de Vicente Leñero.
—¿Te dio coraje?
—Ya no: habían pasado casi cuarenta años. No, ya no me dio coraje, me sirvió para entender lo que había sucedido con el mecanismo del concurso. Entonces sí, concluí: jamás lo hubiera ganado…
—Ése estaba ya bien puesto para Ibargüengoitia.
—Sí, otorgado para otro, y ese otro no era yo, ni nadie más que Jorge Ibargüengoitia, que ya estaba apuntado, y que deshonestamente aceptó que le dieran el premio.
—Eso le da más valor a Los símbolos transparentes, porque, viéndolo de otra manera, es la novela ganadora.
—¡Pues claro que sí! Al quedar yo en segundo lugar del premio, y según las bases de la convocatoria, las cinco novelas finalistas iban a ser publicadas, puesto que el concurso tenía como miras hacerse de autores nuevos. Y bueno, tras adjudicarle el primer lugar a Estas ruinas que ves pensé que iba a ser publicado por haber obtenido ese segundo lugar. Pero no fue así. Sólo se publicó la del ganador, y las otra cuatro no. A las otras tres se les prometió publicación y a la mía de plano no, a mí me rescindió el contrato la editorial Novaro.
Al quedar yo en segundo lugar del premio, y según las bases de la convocatoria, las cinco novelas finalistas iban a ser publicadas, puesto que el concurso tenía como miras hacerse de autores nuevos. Y bueno, tras adjudicarle el primer lugar a Estas ruinas que ves pensé que iba a ser publicado por haber obtenido ese segundo lugar. Pero no fue así.
—¿Qué motivos te dieron para rescindir el contrato?
—Ah, hay una cláusula, a su antojo la editorial o el autor pueden rescindir el contrato si no les conviene; invocando esa cláusula me dijeron No vamos a publicar la novela porque nos va a traer muchos problemas.
—¿Y eso era cierto?
—¡Pura mentira! La editorial Novaro no podía tener problemas graves dado que era propiedad de dos hombres que contaban, uno con un capital político muy fuerte, Miguel Alemán, y el otro con un capital financiero muy fuerte, Bruno Pagliai, que equivalía entonces a lo que ahora es Carlos Slim: uno de los hombres más ricos del país. Simple y sencillamente fue idea del gerente de Novaro para sacudirse la monserga de tener algunos problemillas —ni siquiera problemas— con la novela.
—Y a partir de ese momento se te complicó publicar.
—¡Claro! No te creas que me preocupó mucho la rescisión; al contrario, me alegré, dije: a esta rescisión le voy a sacar jugo publicitario, porque tenía muchos amigos en los medios periodísticos culturales. Así que me cayó de perlas porque, además, en caso de publicar Los símbolos transparentes la editorial Novaro me exigía muchos cambios.
—Que no habrías hecho, por supuesto…
—Dígamos que del total de los cambios que me propusieron habría yo aceptado aquellos que en realidad no distorsionaban el espíritu contestastario de la novela, prácticamente cambios formales, pero como salieron con la rescisión dije, mejor, así llevo mi novela a otra editorial y sin cambios.
—Llegas entonces a la editorial Era.
—Que en aquel entonces publicaba materiales que las otras editoriales rechazaban por su contenido político. La dueña había sido cuata mía hacía muchos años, Neus Espresate, española. Le dije: Mira, ya sabes lo que me pasó. Pues sí, dijo, todo el mundo en el ambiente literario lo sabe. Bueno, pues aquí te traigo la novela, es tuya. ¡Ay, Martré, ay, Martré!, mira, yo no puedo publicártela, yo creo que lo mejor es que aceptes los cambios que te proponen y la publiques en Novaro (todavía no me rescindían el contrato). Pero Neus, cómo crees, esos cambios van a desvirtuar la novela. Pero es lo que te conviene: estás en segundo lugar de un premio muy importante y te van a hacer una muy buena publicidad, tu novela se va a vender, pues realmente les pertenece a ellos. Así que me fui con Joaquín Mortiz y tuve la misma respuesta.
—En ese entonces eran pocas las opciones editoriales…
—Los autores mexicanos no publicaban en grandes editoriales en México ni en el extranjero, simplemente no publicaban, no había mercado; ya se había abierto, sí, pero en los tiempos de Gustavo Díaz Ordaz se restringió. Así que dije: ahora sí, ya me jodí, porque voy a tener que ir con los de la editorial Novaro y aceptar los cambios. Fui a ver a Luis Guillermo Piazza, que era entonces el director editorial (obviamente sin contarle que había yo dado la vuelta por varias editoriales, aunque seguramente lo sabía, porque el mundo literario era muy pequeño). Bueno, pues aquí están señalados los cambios, y me regresó el engargolado pero erizado de papelitos de colores que salían de las hojas. A primera vista supe que la novela iba a ser cambiada.
—Te pedían que escribieras otra.
—Prácticamente. De modo que no le dije ni que sí ni que no. Agarré el original. Ni siquiera me preocupé por hacer uno solo de los cambios. Le eché un vistazo, vi que iba a ser otra novela y dije no, esto no, mejor me espero. En eso Piazza me vuelve a llamar: ¿Ya tiene usted los cambios?, y le dije que sí, que había hecho cambios de estilo. Pues aquí está. Y él no revisó los cambios, la mandó directamente al proceso editorial, o sea que la novela pasó a ser transcrita, luego pasó a ser impresa para las pruebas finas y ya no me preocupé. Si Piazza no me ha llamado es que no la leyó, que no se dio cuenta de que nada más hice cambios superficiales. Pero estaba equivocado, porque alguien sí leyó la novela ya formada, ya lista para irse a negativos y se dio cuenta. Llamaron a Piazza a rendir cuentas: ¿Qué pasó? Esto no lo podemos publicar. No, pues ya tiene los cambios. ¡No, hombre, Martré hizo cambios pero la dejó igual! Esto no tiene remedio, este hombre no va a hacer los cambios, así que vamos a rescindirle el contrato.
—A partir de ese momento te convertiste en uno de los escritores marginales de la literatura mexicana.
—Ya lo era. Mi primer libro fue edición de autor. Los dos siguientes, que fueron novelas cortas, los publiqué en una editorial pequeña, la Federación Editorial Mexicana, de un gran amigo mío, Rogelio Villarreal Huerta, a quien recuerdo porque se atrevía a publicar autores que en ese entonces nadie quería publicar.
—Y en el mundo editorial hay que tener valor para aventarse esa bronca…
—¡De verdad que sí! El caso es que publiqué un libro de cuentos con Edamex, editorial que llegó a tener un buen catálogo de autores, que llegó a ser una editorial de cierta importancia, pero que luego se dedicó a cobrar por publicar (a mí nunca me cobró), y entonces empezó a sacar basura. No le importaba de qué se trataba sino simplemente que le pagaran la edición.
—Comprobaste de qué está hecha una parte de la literatura mexicana.
—Desde luego. Y pasé a ser un autor marginado, porque el escándalo que se dio alrededor de las vicisitudes de Los símbolos transparentes me configuró como un autor conflictivo, así que cuando empecé a llevar otros libros no tuve cabida en una editorial grande, puras editoriales marginales y párale de contar…
—¿Hasta que llegaste a Alfaguara?
—¡Oh, bueno, me siento soñado! Por fin llegué a uno de los sellos editoriales más importantes en el mundo de habla hispana.
—Sabías que iba a ocurrir…
—Aunque parezca falta de modestia y jactancia, estaba seguro de que algún día iba a suceder, nada más que yo calculaba unos diez o veinte años después de muerto. Tal vez algunos estudiosos de la literatura descubrirían a ese autor que ya murió hace tantos años, lo empezarían a estudiar, lo exhumarían y alguna editorial empezaría a publicar sus libros postmortem, y ¡qué felicidad, Martré! (risas), pero ¿cuál felicidad? Los muertos no sienten felicidad, ni frío, ni calor…
—Samuel Gordon afirma que son diez o veinte años lo que se tarda en ocasiones en valorar a un autor.
Estaba seguro de que algún día iba a suceder, nada más que yo calculaba unos diez o veinte años después de muerto. Tal vez algunos estudiosos de la literatura descubrirían a ese autor que ya murió hace tantos años, lo empezarían a estudiar, lo exhumarían y alguna editorial empezaría a publicar sus libros postmortem, y ¡qué felicidad, Martré!
—Exacto. Yo sabía que lo que estaba escribiendo tenía un valor.
—Nunca perdiste la confianza en tu trabajo.
—Claro, y nunca cambié mi línea: seguí escribiendo no de acuerdo con las modas literarias sino con lo que a mí me gusta. No voy a ser tan vanidoso como Salvador Elizondo, que siempre dijo que escribía únicamente para él y que no le importaban los demás. No es cierto, a mí sí me importaban, yo escribía para un público lector inexistente en esos momentos, pero que sabía que algún día se iba a dar, ahí iba a aparecer ese público, y por lo tanto seguía escribiendo como a mí me gustaba escribir, cada vez acentuando el tono satírico de los cuentos y de las novelas, que es lo que siempre me ha llamado la atención.
—Hay un gran público que te sigue, que te considera un autor de culto.
—Puede ser, pero ahora, gracias a Alfaguara, ya voy a ser un autor comercial.
—En México no han cambiado mucho las cosas en cuanto a las cuestiones políticas y sociales que tratas en la novela.
—Todos esperábamos que debido al movimiento del 68 México tuviese un cambio radical, pero no fue así. El sistema político mexicano es muy hábil. Aparentó cambios. Sí, desde luego. Dejó de proscribir al partido comunista. Abrió la cámara de diputados y senadores a partidos menores, pero siempre mantuvo el control. Hasta que luego de 32 años llegó el PAN en el 2000. Pero ¿qué sucedió? ¿Hubo cambios? No, ¡exactamente la misma radiografía!, calca del sistema priista durante estos doce años: autoritarismo, corrupción, entreguismo, falta de democracia, todo siguió igual. El sistema se las arreglaba para simular, poco a poco, sin mano dura, excepto cuando era necesario, pues asesinaba por acá a un líder, asesinaba por acá a un ideológo, o de preferencia los compraba.
—Les llegaban al precio por muy honestos que fueran…
—¡Ah, hasta compraron a Octavio Paz! No cerremos los ojos ahora en el centenario de su nacimiento. Todo mundo ha vertido loas, como cataratas, sobre la memoria de Octavio Paz, excepto unos cuantos que saben la verdad y que la han publicado: pero es que ya se les olvidó que Paz se entregó a Carlos Salinas de Gortari y a Televisa, que sus últimos años fue hombre del sistema, fue intelectual del sistema, que se cagó sobre sus propios principios cuando dijo: el intelectual debe mantener una sana distancia con el príncipe, textual, y qué pasó, se arrojó a los brazos de Salinas y de Televisa… Paz es el claro ejemplo de lo que es capaz este sistema. También compró a Héctor Aguilar Camín. A éste le costó mucho menos, claro.
—Por ahí circula la fotografía donde aparecen Aguilar Camín, Poniatowska y Monsiváis con Salinas.
—Aunque el sistema no pudo comprar, por ejemplo, a Elenita Poniatowska, quien se ha mantenido vertical en su línea ideológica hasta la fecha. Nunca ha sido gente del sistema. A ella se le cuece aparte. Carlos Monsiváis, aparentemente también, pero Monsi sólo coqueteaba, no era tan radical como Elena, y hay que admirarle eso a la Poniatowska. La han premiado mucho, yo creo que más que nada por esa verticalidad ideólogica, porque como novelista es mala; en cambio, como cronista, como periodista es excelente… pero sus novelas son infumables.
—¿Cómo ves ahora el ámbito literario en comparación con esos años?
—Hay más libertad de expresión, eso sí. Comparada con la producción actual de novelas, para no ir muy lejos: las novelas de la guerra sucia de los años setenta. Son unos quince autores. Carlos Montemayor, desde luego, el más importante, otro de los que no se dejó comprar jamás. Salvador Castañeda también, pero no con las dimensiones literarias de Montemayor. Todas esas novelas se han publicado gracias a que hubo un cambio después del 68. ¿A qué se debe? ¿A que el cambio proviene del gobierno? Claro que no, el sistema sigue igual, lo que pasa es que ha bajado el número de ejemplares publicados de cada novela. En los años sesenta era común que las novelas tirarán tres mil ejemplares, qué pasa ahora, se tiran mil ejemplares. Claro, hay excepciones. El sistema, que es tan hábil, permite que aparezca una novela muy ácida, muy crítica en contra del sistema, porque sabe que no la van a leer más de mil personas.
—Y eso en caso de que se venda toda la edición, lo cual es poco probable…
—Así es, aunque la lean dos mil porque se la prestaron, ¿qué son dos mil en un país de ciento quince millones de habitantes? ¡Nada! Eso lo sabe el sistema y permite que se diga todas las atrocidades en su contra, porque mil ejemplares de una novela no levantan polvo ni hacen escándalo. Así que una novela, aunque le miente la madre al presidente, no causa escándalo político en este país… ¡nada! Ni siquiera literario.
—En Los símbolos transparentes dejas vivos a tres personajes; dos de ellos deciden darle la espalda a la lucha política, darse por vencidos. ¿Planteas así el final de la utopía revolucionaria del 68?
—Así es. El sistema recibió un susto en el 68. A partir de eso vino la guerra sucia y después ha afinado sus instrumentos para la represión. De modo que si surgiera un movimiento armado no tendría mucho problema para reprimirlo.
—La apuesta, al final de la novela, es por eso. Lo que le dices al lector es que la única manera de cambiar al país es mediante un movimiento armado, una guerrilla.
—Sí, esa es exactamente la apuesta. Ahora, pongámonos a reflexionar: en el 2014, en el regreso del PRI, cuando el movimiento entreguista de los recursos naturales es tan cínico, ¿podría darse otro movimiento guerrillero urbano y rural como el que se dio en esos años? Puede darse, pero sería aplastado. Y no me cabe la menor duda de que estén utilizando los mismos procedimientos represivos en estados como Guerrero. Algún día lo sabremos.
—Hay una gran comilona en la novela, justo cuando están esperando, ansiosos, que llegue el presidente de la república. Ahí haces referencias indirectas a Pedro Ferriz y a Jacobo Zabludowsky, a quienes incluso caricaturizas, ¿por qué no dejarlos con sus verdaderos nombres?
—Es un subterfugio, sobre todo de los escritores satíricos, para evitar ataques frontales. Dibujar al personaje, acercar el nombre lo más posible; de otro modo, al escritor lo espera la cárcel por difamación y daño moral. El escritor debe de cuidar el flanco por ese lado de tal manera que, al dibujarlo, al lector no le quede ninguna duda de quién se trata. Aparecen otros y con sus nombres reales, como Carlos Hank González; eso sí, no me preguntes por qué a Zabludowsky lo enmascaré y a Hank González no. Había pensado ponerle Juan González… todo lo que relato de Carlos Hank González lo tengo documentado.
—Cuéntame de tus proyectos a futuro.
—La segunda parte de El regreso del Fantomas, como novela, y eso lo estoy haciendo así porque es una novela episódica; si no la termino, por razones de salud, no de flojera, pueden aparecer los capítulos que haya terminado.
—¿A qué se debe eso?
—Hace catorce años tuve un infarto al miocardio que casi me tumba. Me salvaron en el hospital del ISSTE, donde los médicos no daban muchas esperanzas, pero salí. Desde ese momento tengo problemas cardiacos, en el año 2011 se recrudecieron un poco, me apareció una insuficiencia respiratoria, corrí al ISSTE y me la controlaron, pero me quedó la insuficiencia cardiaca. Le pregunté al médico cuál es mi pronóstico de vida, cuánto me queda, dos cardiólogos distintos, uno del ISSTE y otro del Instituto de Cardiología, me dijeron exactamente lo mismo: tal como está, no podemos garantizar que usted viva hasta mañana… pero puede vivir hasta la semana que entra, o puede vivir hasta el mes que entra, o puede vivir todavía otro año o dos, pero con exactitud, nada, con aproximación, tampoco; su mal es de tal naturaleza que un día se le acaba el relojito, se para y ahí quedó.
—¿Y cómo te sientes ante esas noticias?
Gonzalo Martré toma el ejemplar de Los símbolos transparentes de la mesa. Tarda en contestar. Inclina un poco la mirada. Suspira. No podría decir que su mirada es vidriosa.
—Pues ya no puedo escribir una novela como ésta. Tengo que escribir una novela como el Fantomas pero en partes, porque de que sigo escribiendo, sí, lo sigo haciendo… Y también cuentos, pero los voy almacenando. Ahora ya sé que mi novela tendrá editor, y mis cuentos también, por eso no me preocupo gran cosa.
—Sin que tengan que pasar esos veinte años de los que hablábamos al principio.
—(Risas) No, no, además, no creo que viva más de dos años. Me fatigo mucho. Sobre todo al caminar. Hace seis años yo podía escribir cuatro horas en la mañana y cuatro horas en la tarde, corridito, escribir y corrregir, ya no puedo. Actualmente, a la hora y media, máximo a las dos horas ya me cansé, tengo que dejar lo que estoy haciendo y ponerme a hacer algo muy distinto para descansar.
”Me tomo una siesta después de comer porque me lo exige mi organismo, y a veces duermo una hora, a veces dos y a veces hasta tres horas y con eso la tarde se reduce; porque por ahí de las ocho y media de la noche ya me cansé, y entonces me pongo a ver una película, pero no de la televisión, yo voy a Tepito y compro mis películas en los puestos de cine de arte.
—Además eres conocido en La Lagunilla.
—No tanto, no tanto (risas) ¡Yo no soy coleccionista de libros, eh! Yo no voy a dejar una biblioteca…
—Como la que dejó José Luis Martínez…
—(Risas) ¡Imagínate! Cuarenta mil ejemplares… No, hombre, yo he ido regalando todos los libros. Tenía una pequeña biblioteca de cuatro mil ejemplares y los regalado todos, no a cuates sino a pequeñas bibliotecas.
—Muchos de ellos dedicados, supongo.
—Ah, claro, aún tengo uno de Gabriel García Márquez.
Permanece pensativo durante unos segundos. Luego se entusiasma. Alza un poco el tono de voz.
—Es necesario que te cuente esta anécdota. Unos tres años antes de que Gabriel García Márquez fuese Nobel de literatura, un día un paisano suyo, el escultor Rodrigo Arena Betancourt, que era mi amigo, me invitó a mí y a otros a la celebración de su cumpleaños en su casa. Fuimos Xorge del Campo, al cual conoció Rogelio Villarreal Macías porque su papá le publicó, Manuel Blanco, mi mujer y yo. Llegamos a casa de Rodrigo y encontramos a García Márquez. Ahí estuvimos. Bebimos. Jorge, Manuel y yo bebíamos mucho en aquel entonces. García Márquez bebió, pero no tanto. Había también otros cuatro o cinco colombianos. No estaba Álvaro Mutis porque no se llevaba con Rodrigo Arenas. La fiesta tranquila: cenamos, luego la sobremesa, más bebida, y en una de esas Rodrigo le dijo a García Márquez: Oye, Gabo, cuéntales lo que te pasó con Emmanuel Carballo. Y él nos dijo que cuando terminó Cien años de soledad a la primera editorial que la llevó fue el FCE [Fondo de Cultura Económica], donde el dictaminador principal era precisamente Emmanuel Carballo, quien la leyó y la rechazó; dijo que era una novela costumbrista, que la novela ya tenía que pasar a otras etapas, que era una imitación de la novela de caballería, y que por lo tanto, no recomendaba su publicación.
—Lo mismo ocurrió con Alí Chumacero cuando rechazó Pedro Páramo.
—Alí Chapucero trabajó toda su vida en el FCE, hasta que se murió. Pero el FCE en cambio sí publicó a Juan Rulfo, y cuando salió Pedro Páramo la reseña más vitriólica fue la de Carballo, dijo que eso no servía.
—Además de la travesía de Los símbolos transparentes para llegar finalmente a esta edición ,¿qué otro libro tuyo ha sufrido algo parecido?
—Unas cuatro o cinco novelas, pero el libro que se acerca a Los símbolos en cuanto a marginación y rechazo es mi trilogía de El Chanfalla, la cual fue publicada el mismo año en que apareció la primera edición de Los símbolos transparentes y por la misma editorial; tuvo su curso, quizá arrastró un poco la problemática de aquélla, y luego desapareció la editorial. El Chanfalla fue publicado unos diez años después, y en 1993 yo había terminado ya la segunda parte y había sido publicada en Edamex, había terminado la tercera parte, ya tenía cinco años con la novela guardada, y no quería un editor pequeño porque consideraba que, sobre todo la segunda y tercera parte, era una novela de gran aliento…
Concluye la entrevista. Le doy las gracias. “Espera”, me dice. Entra a otra habitación, sale y me obsequia dos libros de la trilogía. Luego me hace la seña de si traigo una bolígrafo. “Acá tengo, no te preocupes. Son para ti”. Salgo a la calle. Llueve. Al llegar a casa me ocupo toda la tarde en escuchar una y otra vez la grabación de la entrevista, hasta que la pila se acaba. Entonces leo nuevamente el epígrafe de Octavio Paz —un fragmento de Posdata— con el que Martré inicia Los símbolos transparentes: “… esa tarde la historia visible desplegó, a la manera de un códice precolombino, nuestra otra historia, la invisible. La visión fue sobrecogedora porque los símbolos se volvieron transparentes”. Y me tiro a dormir. ®