Una guerra es un malentendido a veces inevitable. Hay soldados que luchan negándose a la guerra en vez de abanderarse con perversos símbolos idiotas. Hay otros como Los pichiciegos, de Rodolfo Fogwill (Buenos Aires, 1941-2010), que prefieren crear una estrategia de supervivencia, no tanto por el odio, sino por el desconcierto de lo que se avecina. 
 Tranzar con el enemigo es tarea imposible pero ellos, muertos de hambre, asumiéndose muertos en vida, salen en busca de alimento o baterías y tienen su pichicera lista para el ataque. La mayor parte ha venido de provincia a conformar ese batallón donde los Reyes Magos desatan el truco que los salva y aman su país y sueñan con regresar a casa pronto, pero admiran la sofisticación del armamento inglés, cuyos soldados bien alimentados, rosados y de ojos grises, miran con lástima al enemigo argentino. El cielo es la fiesta de los Harriers que lanzan proyectiles y calientan el aire con su sobrevuelo y peor aún son los helicópteros que recorren la isla que se ha convertido en una trampa. Pero todo llega, tarde o temprano, como se dice, incluso el día de la rendición, cuando no queda mayor remedio que correr con un papelito en la mano y hacer la cola entre los rendidos. Según dicen, Los pichiciegos (Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1983; Periférica, 2010) fue escrita en el transcurso de dos semanas, aunque hay quienes aclaran que fueron sólo dos días, haciendo un paralelo con el corto tiempo que se tomó Kerouac para escribir En el camino. Cierto o no, Los pichiciegos es la conclusión antes del fin. En sus más de doscientas páginas se desata desde un inicio la trama de lo que en adelante será el eje conductor de la historia de aquellos que se ocultan al igual que animales en el campo. Fogwill se recrea con el lenguaje, hace pausas justas y nos conduce por su inagotable laberinto de palabras, fabula con maestría, sumergiéndonos en paralelismos de los que aflora con casco de soldado e ileso como un pichiciego.
Tranzar con el enemigo es tarea imposible pero ellos, muertos de hambre, asumiéndose muertos en vida, salen en busca de alimento o baterías y tienen su pichicera lista para el ataque. La mayor parte ha venido de provincia a conformar ese batallón donde los Reyes Magos desatan el truco que los salva y aman su país y sueñan con regresar a casa pronto, pero admiran la sofisticación del armamento inglés, cuyos soldados bien alimentados, rosados y de ojos grises, miran con lástima al enemigo argentino. El cielo es la fiesta de los Harriers que lanzan proyectiles y calientan el aire con su sobrevuelo y peor aún son los helicópteros que recorren la isla que se ha convertido en una trampa. Pero todo llega, tarde o temprano, como se dice, incluso el día de la rendición, cuando no queda mayor remedio que correr con un papelito en la mano y hacer la cola entre los rendidos. Según dicen, Los pichiciegos (Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1983; Periférica, 2010) fue escrita en el transcurso de dos semanas, aunque hay quienes aclaran que fueron sólo dos días, haciendo un paralelo con el corto tiempo que se tomó Kerouac para escribir En el camino. Cierto o no, Los pichiciegos es la conclusión antes del fin. En sus más de doscientas páginas se desata desde un inicio la trama de lo que en adelante será el eje conductor de la historia de aquellos que se ocultan al igual que animales en el campo. Fogwill se recrea con el lenguaje, hace pausas justas y nos conduce por su inagotable laberinto de palabras, fabula con maestría, sumergiéndonos en paralelismos de los que aflora con casco de soldado e ileso como un pichiciego.

Fogwill
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