A finales del mes de noviembre se llevó a cabo la Sexta Semana de Teatro para Niños de Baja California, impulsada por los teatristas Michelle Guerra y Ray Garduño, dos promotores incansables en la creación y renovación de público en las áridas tierras del noroeste.
En tres sedes, Tijuana, Ensenada y Mexicali, se llevaron a cabo varias puestas en escena provenientes de distintos lugares del país pensadas para un público infantil.
Esta iniciativa teatral se ha convertido, con el paso de los años, en uno de los observatorios más cuidadosos de la proximidad del teatro mexicano con los niños y naturalmente con las poéticas contemporáneas dirigidas a este público. La afluencia de espectadores, con respecto al año pasado, mejoró notoriamente. Salas llenas de niños con sus padres y abuelos, de teatristas jóvenes del estado; espectadores primigenios. Alegra ver esfuerzos teatrales que llegan a la sociedad civil y no se quedan en el círculo gremial.
Hay que destacar el esfuerzo de los convocantes por mantener vivo el festival, a pesar de los retrasos en la erogación de los recursos, la nula publicidad —costaba encontrar un cartel o programas de mano— y de los montos para su realización, francamente muy por debajo de lo que ocurre en otras zonas del país.
Se presentaron siete obras para niños. Llamó mi atención la obra La escapatoria del grupo Teatíteres de Mexicali, para niños a partir de seis años, fincada en la propaganda medio ambiental y con una pobre actuación de Betty Mancilla, quien necesitaba micrófono para interpretar —por decirlo de alguna manera— un personaje que nos recordó el peor y menos contemporáneo teatro para niños, aquel que pretendía aleccionar, como si el escenario fuera un púlpito y no un espacio de exploración de la sensibilidad infantil. Un texto lejano de los paradigmas modernos y una propuesta temática tautológica hasta el paroxismo, desfasada del resto de la programación. Dirección ausente, utilizando los trucos de interacción con los niños menos imaginativos y de una cuestionable calidad técnica en la manipulación de títeres poco originales; debe señalarse que varios espectadores jóvenes, a pesar de las deficiencias técnicas y discursivas, parecieron disfrutar el espectáculo. El público más crítico —adulto en su mayoría— hizo notar el desinterés por la puesta en escena dejando semivacía la sala del Instituto de Cultura de Baja California (ISBC) en Tijuana, haciendo valer los derechos de todo espectador. Buen trabajo, por el contrario, el de Sueños para volar dirigida de forma brillante por Tania Hernández, del colectivo Febrero10 de Xalapa, para infantes a partir de seis años. Quizá el final de la pieza, de características edificantes, no terminó por cerrar un excelente trabajo de manipulación de objetos e imaginación en torno a la creatividad y vocación científica, utilizando la figura de Leonardo Da Vinci. La primera escena, dicho sea de paso, desde el punto de vista dramatúrgico es prescindible, pues la velocidad e intensidad de la pieza comienza después. Ahí nos atrapó y sedujo, a niños y adultos, a merced de una motivación temática poco vista en la escena mexicana: la ciencia vista de la mirada infantil.
Los niños asistentes a la puesta en escena no estaban precisamente interesados en la urdimbre de un amor más allá de la muerte sino en la ejecución de los elementos que los actores llevaban a cabo con auténtica maestría. Muchos de los guiños de humor, por ejemplo, suscitaban el interés de los mayores antes que de los niños, que parecían reír y deducir como por efecto retardado o simple imitación.
Otra puesta en escena destacada fue Post Mortem, de Cuerda Floja, proveniente de Durango, dirigida a niños a partir de ocho años, o así se anunciaba. ¿Realmente esta obra pertenece al espectro del teatro para niños? ¿Se verificó la poética y pertinencia de su programación en el festival para esa edad? Sucede a la inversa de la puesta en escena de Mexicali, que subestima la capacidad de los sistemas nerviosos más jóvenes; aquí, por el contrario se ofrecen imágenes de una belleza oscura que perturba. No hay una visión de la muerte desde la mirada infantil y aunque la calidad de los títeres y su manipulación es de primer orden (Ana Laura Herrera y Víctor Andrey Galván lucieron su destreza) así como la secuencia del texto, que con simpleza instala en el espectador una cosmogonía particular, los niños asistentes a la puesta en escena no estaban precisamente interesados en la urdimbre de un amor más allá de la muerte sino en la ejecución de los elementos que los actores llevaban a cabo con auténtica maestría. Muchos de los guiños de humor, por ejemplo, suscitaban el interés de los mayores antes que de los niños, que parecían reír y deducir como por efecto retardado o simple imitación.
Cuando hablamos de teatro para jóvenes audiencias hay que tener criterios de programación consustanciales al tiempo y el contexto que se habita. Al terminar la función de Post mortem una alumna del taller de dramaturgia que tuve la suerte y el privilegio de dictar en la sede tijuanense del ICBC, me preguntó si la puesta en escena de Durango podría presentarse en los teatros de Europa como programación infantil. Respondí con un rotundo no. Esto no implica que en Baja California, lugar con una vida vertiginosa y poco ortodoxa, los niños no puedan disfrutar de un espectáculo sólo tangencialmente dirigido a ellos.
Por su parte, Papá está en la Atlántida, de la compañía Imprudentes de Tlaxcala, llevó un limpio y sencillo montaje sobre este texto ya mítico de Javier Malpica. Aunque actoralmente el intérprete masculino Ermhy Méndez —quien también es el director— debe mejorar ciertos aspectos vocales y al ofrecer un trabajo fincado en la sencillez de la producción podría ser más contundente el uso de la música y aprovechar el espacio vacío para acentuar la iluminación y generar más atmósferas. Este trabajo destaca por la actuación de Samantha Araceli Romero, quien interpreta con habilidad a un niño, el hermano menor. Su trabajo, desde el punto de vista exclusivamente actoral fue quizá el más sorprendente de toda la semana.
Una Luna entre dos casas, de Suzane Lebeau, del colectivo Teatro en Espiral de Baja California, bajo la dirección de Michelle Guerra dirigida a niños a partir de tres años, es un remontaje —yo la había visto en una gira que hicieron en diversos estados del país durante el verano de este año— que gana en ritmo y cercanía con el público al que se dirige con este nuevo elenco, aunque sin duda se convierte en una puesta en escena más estridente. Lamentablemente, el texto padece la poca profundidad dispuesta por la autora, quien plantea la anécdota a través del desdén de un personaje por otro desde la primera escena, avanzando con lentitud hacia un desenlace previsible. La dramaturgia de Lebeau, señera autora quebecuá que comenzó a traducirse en México desde principios de siglo, es de una simpleza pasmosa. Uno tiene la impresión, al escuchar el juego verbal de los dos personajes, de que el teatro mexicano para jóvenes audiencias ahora le queda grande a esta autora preciosista, minuciosa, preocupada por la intimidad de los espectadores antes que tocar directamente su contexto y emociones. El texto dramático, cuya complejidad escénica estriba justamente en la nula acción, fue resuelto con prodigio por Guerra, una de las pocas directoras consolidadas para públicos específicos fuera de las ciudades hegemónicas del país.
También figuraron en el programa las obras dios es un Bicho (sobre tolerancia religiosa y el valor de los animales de compañía en la infancia) del grupo Inmigrantes de Baja California para niños a partir de seis años y público familiar, bajo la dirección de Ray Garduño, y No tocar —sobre amistad y abuso sexual a menores— del grupo Neurodrama, de Hidalgo, para pequeños desde los seis años.
Sin duda alguna, se trata de un acontecimiento teatral paradigmático en Baja California y en general en todo el norte del país. Sería deseable que para el año próximo crezcan las sedes, los grupos, las fechas y también la inversión para llevar las poéticas teatrales más interesantes de México a los niños bajacalifornianos. ®