Quizá iba en la cuarta camisa planchada cuando lo entendí por completo. Una sensación de calma adusta, de tranquilidad y de confianza. Incluso sentí que podía dedicarme a planchar ropa ajena sin sentir amargura.
Pero no tomé ninguna decisión de inmediato y, si soy sincero, o congruente, o ambas, cualquier epifanía o reflexión que no provoque decisiones es tiempo muerto. Es frustración inmediata.
Comprendí esto último dos meses después de haberlo entendido todo. No fue de súbito, o inesperado, como la primera idea. Fue algo que cociné en mi cabeza. Sus vapores parecían deambular por mi sesera, y hasta sentí que los derramaba por la boca, la nariz y los ojos.
Era eso, o la presurización del avión que tomé con K. para ir de vacaciones a La Paz y Los Cabos. O era también la idea de gastar todo el dinero que había ahorrado, en vacaciones que no me satisfacían. Me volví a sentir ahogado, sumido en la contemplación de un contrato laboral que me concedía libertades esporádicas. Sentí que cualquiera de mis actos me pedía firmar un contrato laboral, o nuevas cláusulas. Comer, reír, dormir, hacer ejercicio, leer, cagar u orinar. E incluso caminar.
Le dije a K.: ¿Sabes por qué me despidieron del trabajo anterior? Y cuando meneó la cabeza, noté que con su boquita mordisqueaba una trufa de chocolate que había escondido en su bolso de mano. Las comisuras de su boca estaban levemente manchadas, y sentí el agobio de tener una mujer hermosa a mi lado.
Me quedé callado y no le respondí. Dejamos de mirarnos y yo volví a mi lectura y ella a comer chocolates. En ese momento tomé la decisión.
Yo no deseaba ir a La Paz ni a Los Cabos, pero tampoco deseaba ir a ninguna parte. Cuando llegamos al hotel en La Paz, pagado a través del programa de tiempo compartido, me tumbé en la cama y me puse a contemplar las líneas de mi mano. Recordé a la amiga de mi madre, una francesa gorda que pasaba días tranquilos en Calderitas, Quintana Roo. Ella me leyó la mano cuando tenía nueve años y me dijo que tendría muchas mujeres. El timbre de su voz calentó mi cuerpo, como un estremecimiento parecido a una erección.
K. me preguntó si pensaba quedarme en la cama. Cuando estuve a punto de decir que sí, decidí que lo mejor era escapar de la apatía que aparece antes de actuar, y me incorporé de un salto. Casi enseguida me puse los bermudas ridículos que me compró en San Diego. Como si fuera una decisión importante, K. me preguntó con mucha consideración si prefería ir a la playa o ir a la alberca. Sonreí y le dije que fuéramos a la alberca, que la playa era gratis y por la alberca estábamos pagando.
No le hizo gracia mi comentario. Traté de pensar si existía alguna mujer a la que le hubiera hecho gracia lo que dije.
Así me pasé tres días en La Paz. Pasaba del azoro al entusiasmo y del entusiasmo a la meditación casi catatónica de mis recuerdos. Incluso perdí el miedo o el enfado que provoca reconocer el inminente final de las vacaciones.
A ella no le preocupó mi estado de ánimo. Pero creo que al tercer día descubrió que su indiferencia sí era preocupante. Antes de que fuéramos a cenar me dijo: Nunca me platicaste por qué te despidieron de tu empleo anterior. Sonreí. Le dije que ya no importaba. Sentí piedad por ella, y amor. Sentí que la contemplaba desde la proa de un barco y ella nadaba en espiral como si fuera lobo marino mientras yo sentía temor de verla hundirse, de repente, inmóvil, hacia el fondo del Mar de Cortés.
Llegamos a Cabo San Lucas en la noche. También en un hotel de cinco estrellas, reservado y pagado a través de mi programa de tiempo compartido. Todavía recuerdo cómo lo compré: en Puerto Vallarta nos atajaron una pareja de vendedores y, a cambio de un bufet de comida mediterránea, un par de Black Velvets, un llavero personalizado y un par de camisetas polo, con nuestros nombres y el logo de su empresa bordados, yo firmé un contrato a veinte años.
Llegamos a Cabo San Lucas en la noche. También en un hotel de cinco estrellas, reservado y pagado a través de mi programa de tiempo compartido. Todavía recuerdo cómo lo compré: en Puerto Vallarta nos atajaron una pareja de vendedores y, a cambio de un bufet de comida mediterránea, un par de Black Velvets, un llavero personalizado y un par de camisetas polo, con nuestros nombres y el logo de su empresa bordados, yo firmé un contrato a veinte años.
Otro contrato, lo sé. Junto con el de las tarjetas de crédito, y el de la hipoteca, el del auto, el del teléfono, la luz, el agua, el gas por tubería. Si cierro los ojos, puedo sentir la presión de mi mano alrededor de la pluma y sobre el papel al momento de firmar. Una presión que podría arrancar dientes si se aplicara en dirección opuesta.
No me bajé del taxi: me bajaron. Me tomaron junto con mis cosas y junto con K., que llevaba un vestido ligero, casi vaporoso, nos llevaron a recepción y de ahí nos subieron al elevador. Sentí la lengua pegada al paladar y lo que confundí con sed, en realidad era miedo; un miedo atroz que me hacía sentir desnudo. Supe entonces que era tiempo, o al menos la ciudad o el lugar adecuado para hacerlo.
Pero no hice nada, y luego de lavarme los dientes me cambié de ropa y me metí a la cama. No es que haya cambiado de opinión; era el momento, sí, pero ¿de qué? y ¿cuál preciso momento debía escoger en cada uno de los instantes y segundos posteriores a mi determinación? Todo eso me azoró tremendamente hasta que me quedé dormido.
Soñé que habitaba una sonrisa. Por absurdo que suene —y quien pretenda darle sentido a los sueños ajenos pretende meter las narices donde no lo llaman—, soñé que el mundo era una enorme sonrisa. Ignoro si de oreja a oreja, porque sólo me supe habitando los dientes, los labios, las comisuras, e incluso las encías. La blancura del esmalte era tal que desperté, pero sin abrir los ojos, y a través de los párpados percibí la luz del sol matinal. Había amanecido.
Abrí los ojos y contemplé a K. dormida. Uno de sus muslos asomaba fuera de las cobijas. Sentí tanta compasión y luego una tristeza intensa, o una ira llena de impotencia. No lo sé. Estaba infinitamente atrapado en mí, e incluso el mundo que me rodeaba estaba aprisionado en mi pecho y en mi estómago. Mi cabeza estaba difuminada. Sólo veía imágenes o paisajes que carecían de sentido; ideas que primero supuse síntomas de locura, pero en realidad eran actos de ocio para una mente que ha procrastinado todo.
La desperté casi de inmediato. Quería dejar de sentir. Sí, tuve miedo de seguir sintiéndome así. Cuando se sentó en el borde de la cama, dándome la espalda, le dije que sí podía pagar los 250 dólares que costaba nadar con delfines; que yo no deseaba ir, pero que podía pagar y dejarla ahí, y que entendía que era uno de sus sueños, nadar con esos animales.
Cuando volteó por completo, exacerbada de felicidad, y mientras me abrazaba y me cubría de besos y se colgaba de mi cuello y de mi espalda para decirme que era el hombre más dulce y amoroso del mundo, recordé aquellas estadísticas o estudios, o ya no recuerdo si era en realidad un artículo sensacionalista, que informaba sobre intentos de ataques sexuales de delfines a seres humanos.
Si sonreí no fue porque sintiera placer de verla feliz, sino porque la frase “delfines violadores” me provocó muchísima gracia.
Renté un coche en el hotel. Cuando salí de la puerta principal del hotel para entrar a la oficina del arrendamiento me descubrí cínico, pero sobre todo socarrón. Tuve infinidad de impulsos, todos dentro de mí como un menú glorioso de actos que podía realizar, y ello me causó una placidez inusitada. Por supuesto, redescubrí las partes ridículas del mundo que habitamos. Todo era ridículo. Desde la banqueta, hasta los uniformes de los botones, cargadores de equipaje y meseros que paseaban por ahí. E incluso K. me pareció más ridícula que nunca y yo, con mis bermudas, era el cómico deambulando en un escenario con muchos recursos para recrear mi acto de comedia. Me sentí triunfal. Cuando tomé la pluma para firmar el contrato de renta del auto, recordé a mi abuelo materno, un semianalfabeto que garabateaba su firma cada vez que nos compraba zapatos con su tarjeta de crédito, en alguna tienda de California. Pensé en su firma, en su vida apisonada entre el trabajo y la nada. En la responsabilidad de ser. De ser cualquier cosa, pero sin posibilidad de lo contrario, sin posibilidad de ser impune a uno mismo.
Manejé feliz hasta la zona turística de Cabo San Lucas. Compré un emparedado para cada uno y un jugo energético para ella, para que pudiera nadar con delfines, le dije. Mientras pasaba por una calle empedrada contemplé mi rostro en el retrovisor, mis mejillas abultadas que nunca pude cambiar, el parecido malogrado que tenía con mis dos hermanos guapos, la imposibilidad de ser otro y la posibilidad de haberlo sido. Cuando me detuve frente al ridículo lugar que vendía nados con delfines, K. me guiñó el ojo y prometió regalarme una noche deliciosa.
No sé todavía cuál es su definición de noche deliciosa, porque cuando se bajó manejé lejos de ahí, y seguí manejando —todavía manejo, aunque ya olvidé hacia dónde— con el firme propósito de abandonar toda responsabilidad sobre mi vida.
¿No es ello la mayor impunidad a la que aspiran tantos seres humanos? ®