“Hija, es que yo soy un vago”

“Lloramos y lloramos”, narra la autora, “sus hijos, mi mamá y todos los parientes con quienes mi papá fue siempre generoso. Sabrá Dios cuántos hijos suyos no reconocidos estuvieron también en su funeral”. Así fue la vida de un padre vago y jugador.

Feria de San Marcos. Ilustración de los años veinte.

Después del intento de suicidio de mi mamá —que en realidad fue el tercero—, nada pudo detener la debacle que se dibujaba cada vez con más fuerza.

Mis padres se habían torturado mutuamente por muchos años y se habían vuelto a enamorar. Cada vez más lo primero que lo segundo, hasta que ya no aguantaron más y se separaron.

Arreglaron razonablemente bien lo económico —dicho sea de paso—; mi madre, asesorada por mí, le pidió a mi padre que le cediera parte de las propiedades que con el tiempo y el trabajo había ido adquiriendo. Y aunque no le dio ni un veinte por ciento de lo que constituía su riqueza, por lo menos mi madre tuvo un ingreso independiente con el cual vivir y seguir pagando la educación de mis hermanos menores, que todavía estaban en la universidad.

Mi padre se desentendió de ellos y se mudó a uno de los departamentos que tenía frente al parque Guadiana, a vivir su vida de soltero, que tanto le gustaba, y que no podía ejercer libremente porque mi mamá se interponía al exigirle fidelidad.

Me lo confesó un día sinceramente: “Hija, es que yo soy un vago”.

Al desaparecer la sexualidad pasional disminuyeron totalmente las hostilidades y pudimos convivir en las fechas de Navidad, cumpleaños y otras celebraciones importantes, como si fuéramos una familia unida.

Podría parecer que finalmente llegaron a un desenlace menos infeliz al hacer las paces y vivir cada uno por su cuenta.

Poco a poco se empezó a hundir y, en medio de su frustración y coraje, la tomaba contra mi hermano diciéndole que era él quien le echaba la mala sal.

Mi padre se dedicó a la vagancia, se volvió menos mujeriego, pues ya no tenía los mismos bríos. Y al juego.

Empezó a asistir a las ferias de Aguascalientes, famosas por sus juegos de azar. Las cartas y las leyes de probabilidades del póker lo apasionaban, no había otro tema de conversación con él que no fueran los relatos de los momentos de tensión que había vivido en la última noche de apuestas, y cómo al final había despelucado a todos los presentes y había salido del brinco sintiéndose tan afortunado, que lo único que anhelaba era que llegara la noche para volver a tentar su suerte al querer ganar nuevamente y así volverse más rico.

Una cosa trajo la otra, el mundo de las apuestas es un círculo negro que va asfixiando a quienes se dejan atrapar por él. Van toda clase de tahúres y estafadores que hacen alianzas para robar al más ingenuo.

Mi hermano lo acompañó muchas veces a la jugada para tratar de protegerlo de las aves de rapiña que lo rodeaban. Poco a poco se empezó a hundir y, en medio de su frustración y coraje, la tomaba contra mi hermano diciéndole que era él quien le echaba la mala sal.

Lo fueron dejando solo, porque así lo decidió, y al empezar a verse en problemas económicos quiso ser todavía más audaz en el tamaño de las apuestas para tratar de recuperarse. La pérdida de sus propiedades se aceleró y empezó a consumir cocaína para tener más lucidez y seguir despierto toda la noche, apostando, perdiendo y ganando. La droga que representa la adrenalina de estar a punto de quedar en bancarrota y repentinamente ganar era tan adictiva que lo atrapó totalmente.

Pero los demás fueron ganando y él perdiendo.

Una a una se esfumaron sus propiedades, los múltiples departamentos que había construido con tanto esfuerzo y que en un momento de generosidad se los había regalado a mis tías para que tuvieran un lugar seguro donde vivir. Y los que había comprado con más holgura ubicados en el parque Guadiana, la casa de playa en Mazatlán y el rancho que tanto le gustaba en las afueras de la ciudad, en el que construyó una casita igual a la que me dibujó cuando le pedí que me hiciera ese test del dibujo de la casa y el árbol. Me dijo: “Mire hija, aquí está la casita que le dibujé”, orgulloso de ser alguien capaz de llevar a cabo sus sueños… pero, desgraciadamente, también sus pesadillas.

Vino acompañado con la señora que lo asistía y que seguramente también con ella tenía sus queveres. Sentí que el corazón se me partía en pedazos al verlo tan asustado, solo y perdido. No era mucho lo que yo podía hacer por él.

Perdió todo, el edificio de la mueblería lo hipotecó y los acreedores no se hicieron esperar, todavía creían que tenía más propiedades que le pudieran quitar y un buen día salió destapado de Durango con unos cuantos triques en una camioneta para esconderse aquí en Guadalajara, en un motel de mala muerte. Allí lo fui a visitar. Vino acompañado con la señora que lo asistía y que seguramente también con ella tenía sus queveres. Sentí que el corazón se me partía en pedazos al verlo tan asustado, solo y perdido. No era mucho lo que yo podía hacer por él. Necesitaba dinero y lo poco que había ahorrado se lo di. Pero se lo llevó el torbellino sin siquiera hacerle cosquillas a la deuda.

Era enorme.

En la mueblería se quedaron mis hermanos haciendo frente a las demandas legales y haciendo planes de pago parciales, con promesas de llegar algún día a cubrir las deudas si los dejaban trabajar para empezar a pagar. Los acreedores particulares, la mayoría de ellos jugadores tramposos, accedieron y se hizo una lista larga de acuerdo a como iban llegando para ir pagando lo que mi papá les había firmado. También con el banco se libró un pleito legal que fue ganado porque mi papá había firmado como persona física, y el edificio pertenecía a la empresa, que era una persona moral.

Una vez que se calmaron las aguas regresó a la ciudad y volvió a tomar las riendas de la mueblería, tenía la esperanza de volverla echar a volar, como en sus inicios, y llegó a decirme que ese negocio era como abrir la llave del agua y que saliera dinero.

Pero la dependencia de la cocaína y la tentación del juego lo atraparon de nuevo. Su salud estaba ya muy quebrantada, padecía del corazón por la alta presión y no sé cuántas cosas más.

Una semana antes de su muerte vino a visitarnos a los hijos que vivíamos en Guadalajara. Estuvo tranquilo y contento. Lo escuché cantar por única vez en mi vida, tarareando una canción que le gustaba y que estaba sonando en el tocadiscos de mi departamento. No lo quise interrumpir, me quedé parada en silencio mirándolo desde el pasillo que da al baño. Estaba sentado en el sillón blanco, con cierta tristeza, cantando “estás perdiendo el tiempo pensando, pensando… Por lo que tú más quieras hasta cuándo, hasta cuándo… Siempre que te pregunto que dónde, cómo y cuándo, tú siempre me respondes quizás, quizás, quizás…”.

El domingo siguiente falleció de un infarto agudo al corazón, después de una noche larga de apuestas y cocaína, al llegar a su casa, un departamento que le prestaba mi prima.

Su vida fue como una estrella fugaz, intensamente luminosa y desapareciendo demasiado pronto en la negrura de la noche.

Llegamos por la tarde a Durango para asistir a su funeral, se llenó de gente desconocida, muchas mujeres lloraban y le decían “Nacho, cuánto te vamos a extrañar”; luego supe que algunas de ellas se dedicaban a la vida galante y eran amigas de mi padre de toda la vida. Lloramos y lloramos, sus hijos, mi mamá y todos los parientes con quienes mi papá fue siempre generoso. Sabrá Dios cuántos hijos suyos no reconocidos estuvieron también en su funeral.

Al irse despejando el lugar me quedé dormida, muerta del cansancio y de la tristeza justo en el sillón en frente de su caja.

Soñé que lo veía incorporarse, que de repente se sentaba, volteba a verme y con expresión de desconcierto me preguntaba: “Hija, ¿qué estoy haciendo aquí?”

No sentí temor al verlo revivir, no le quise decir que estaba muerto y lo estábamos velando… En lugar de eso le contesté “Nada, papá, vámonos”. Me acerqué para ayudarlo a salir del ataúd y nos fuimos caminando tranquilamente hacia afuera de la funeraria. Al ir bajando los escalones de la última puerta me desperté.

No quise decirle la verdad, preferí ayudarlo a salir del cajón para que siguiera siendo el vago que tanto siempre quiso ser.

Después de muerto hubo muchos testigos que dijeron haberlo visto entrar al Hotel Huicot con su maletín en mano para seguir en la jugada. ®

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Publicado en: Narrativa

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