Concebir la historia como un puzzle armable a modo, mentir, deformar, seleccionar o echar mano de cualquier zascandil petulante para fundamentar una postura, para satisfacer un encono visceral, servir a una arraigada fobia ideológica y política o para denigrar a alguien, ya es demasiado.
Leer lo que nunca fue escrito.
—Hugo von Hofmannsthal
La paja en el ojo ajeno
Se ha convertido en lugar común, tan incontrovertible casi como un axioma, la noción según la cual la recurrente actitud de mirarlo todo en blanco y negro, sin más matiz acaso que el grisáceo, pertenece en exclusiva a quienes —lo logren o no— pretenden analizar el mundo, los personajes, los actos y los acontecimientos desde la izquierda.
Bien es cierto que la porción mayoritaria de ese sector —la menos informada, la más endeble y más lenguaraz— se ha ganado la fama a fuerza de ejercitarla. Pero este esquema mental, este oxidado engranaje del pensamiento velado por los pre-juicios extiende su manto mucho más lejos. Observar, asumir e interpretar todo a través de lentes bifocales, con una nítida e inamovible línea que divide sin remisión y sin posibilidad alguna de entremezcla por un lado a los buenos y por el otro a los malos, es un ejercicio de caquexia intelectual que también encuentra entusiastas y abundantes ejemplos en el otro extremo, el de una derecha igualmente silvestre e incluso entre aquellos que —sin saber bien a bien lo que con ello quieren significar— prefieren autodenominarse como “liberales”.
(Constituye un fenómeno insólito –solamente lo indico para no incurrir en digresión– el que desde hace algunas décadas “la derecha” pareciera haber desaparecido de la haz de la Tierra. Salvo algunos pocos casos cada vez más inusuales y extravagantes, todos dicen ser “liberales”. De modo que —también con escasas pero muy honrosas excepciones— si los criterios de diferenciación ideológica han de tener algún sentido, el liberal suele ser el avergonzado derechista de nuestro tiempo.)
El lenguaje estridente, la mirada gruesa, las conclusiones preestablecidas, el convencimiento inmune a las realidades, las opiniones recibidas de fuera de la propia cabeza y adoptadas como propias, las filias y las fobias elevadas a la categoría de instrumentos de análisis y criterios de evaluación. Esta esclerosis del pensamiento, en resumen, carece de exclusividad ideológica y política. Rutilantes y copiosos ejemplos de ello los encontramos por todas partes, con la única diferencia de que los buenos y los malos intercambian sus lugares dependiendo de quién lo diga. Suena absurdo, y efectivamente lo es.
En un intercambio de certezas adquiridas1 ambos bandos se lanzan acusaciones y recuerdan viejos agravios. Cerrando un ojo y abriendo demasiado el otro arrojan al rostro del inamovible adversario masacres, represiones y comportamientos dictatoriales; desenmascaran a héroes que —dicen los adversos— no fueron más que rufianes, desde gobernantes ejemplares para los unos que son dictadores e incluso asesinos para los otros, hasta intelectuales intachables para los partidarios y poco menos que idiotas, gacetilleros a sueldo o individuos cegados por “la ideología” para sus detractores.
A la manera de los universos paralelos —no para lelos, conviene puntualizar para que nadie se llame a ofensa—, al leer esas diatribas disfrazadas de análisis político o de ensayo histórico uno tiene la impresión no de que la historia tiende a repetirse, sino de que ella ha ocurrido dos o más veces al mismo tiempo. Es precisamente la historia la gran damnificada aquí.
Desde la Comuna de París, pasando por las revoluciones rusa y mexicana, la Segunda Guerra Mundial, las guerras de Corea y Vietnam y la Revolución cubana hasta los tiempos actuales (Irak, Afganistán, el eterno conflicto palestino-israelí, Venezuela), estos ítems y muchos más han conformado el tapiz en el que se entretejen y entrecruzan aquellas querellas.
A la manera de los universos paralelos —no para lelos, conviene puntualizar para que nadie se llame a ofensa—, al leer esas diatribas disfrazadas de análisis político o de ensayo histórico uno tiene la impresión no de que la historia tiende a repetirse, sino de que ella ha ocurrido dos o más veces al mismo tiempo. Es precisamente la historia la gran damnificada aquí: despojada de toda posible objetividad, diluida la trabazón de las interrelaciones que pueden hacerla inteligible, se la reduce a un caótico suceder azaroso en el cual no sólo los acontecimientos serían sistemáticamente casuales —valga la expresión— sino que cualquier historia es válida y ha de ser real, puesto que está a expensas y es construida por “la mirada”, las opiniones previas e incluso los rencores o las simpatías del “historiador”.
Las leyendas negras
Como si no fuese suficiente con el boom de la novela “histórica”, que con el solo adjetivo sustituyó en los estantes de algunas librerías a los libros de historia como sustantivo, ésta se ha visto atacada por otro flanco: el de la desmitificación. Sin mucho éxito editorial, por fortuna, pululan aquí y allá las “verdaderas historias de…”. Acontecimientos y personajes, particularmente aquellos previamente entronizados como “héroes”, se ven sometidos al desvelamiento efectuado por la verdad del desmitificador. Para ello se eligen y se fuerzan sucesos mientras otros —los que no encajan en la nueva verdad que se pretende revelar— simplemente se obvian o se ocultan. Los más entusiastas sencillamente se los inventan. Antipatías y simpatías, según sea el caso, suelen actuar aquí como hipótesis de trabajo que contradicen su propio concepto al ser en realidad conclusiones previamente adoptadas.
En este tejer de historias a modo —honor a quien honor merece— han sido los “liberales” los más prolíficos y exaltados. Una superficial indagación hemero-bibliográfica lo probaría. Sin embargo “la izquierda” no marcha muy a la zaga. Pedro Salmerón Sanginés por ejemplo —para no acudir a la miríada de casos verdaderamente lamentables, muchos de ellos incluso de una involuntaria comicidad—, aunque ciertamente sin descender a los niveles subterráneos comunes en el bando contrario, ha hecho cierta fortuna con su campaña contra “los falsificadores de la historia”.2 Se tiende, sin embargo, a doblar el mango para enderezar el bastón, cuando el solo restablecimiento de la historia sería suficiente, y todo ello, además, con el uso abundante de los lugares comunes propios para oponer a los lugares comunes ajenos y contrarios. Gemelos enemigos, en una palabra.
Se construyen así hagiografías y diatribas, y la paremia —aquella que hace depender todo del cristal con que se mire— se eleva al rango de fundamento suficiente para la validación de “la historia”; de esa “historia”, justamente, de la que Pierre Vilar decía se dedica a difundir los mitos y las pasiones.
Sin necesidad de ir lejos en busca de ilustraciones, tenemos en el número anterior de Replicante el texto de Daniel Herrera, “La furia de Villa”. No deja de ser curioso que el autor declare que “no desea entrar en una discusión estéril y pasional”, tan sólo para informar enseguida que, en su familia y desde la revolución, “ha existido un odio visceral contra el villismo”. En línea con la leyenda negra del propio villismo y de Villa, Herrera marca el tono desde el inicio: “la herencia de sangre y muerte que el bandolero dejó”.
Mientras Friedrich Katz es sólo un “biógrafo enceguecido por la imagen celestial” del “bandolero”, Herrera ofrece un resumen de todas las atrocidades que se le han atribuido a Villa, en esta ocasión explícitamente tomadas de la recopilación hecha por su tía abuela, Celia Hererra, en 1939: Francisco Villa ante la historia. A través de una serie de estampas todas ellas sangrientas y escalofriantes, al final sólo queda la imagen de un monstruo que igual asesinaba hombres, ancianos, mujeres y bebés, y que además tenía según el autor “un increíble gusto por quemar vivas a sus víctimas”. Es comprensible, en medio de este compendio de horrores, que a Herrera sólo le parezca “hilarante” el que, por venganza, su tía abuela manipulara pasajes de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán para “deslizar un supuesto enamoramiento homosexual” de éste por Villa.
Para Daniel Herrera, si Villa viviese ahora “probablemente pertenecería al crimen organizado”. Eco lejano y actualizado de lo que el general Maclovio Herrera decía de aquel en su “Manifiesto a la nación mexicana” en 1915: un “ladrón de camino real y asesino desalmado” para el cual el general pedía el patíbulo y “un segundo Cerro de las Campanas”, y a quien catalogaba, por increíble que parezca, como el enemigo de la Revolución y de la Patria y “el único obstáculo para la paz y el bienestar de la República”.
En la nota 17 correspondiente al prólogo del volumen 1 de su Pancho Villa, Katz indica:
La autora [esto es, Celia Herrera] no ofrece ninguna prueba de lo que sostiene, excepto en un caso, lo cual sin embargo no significa que Villa no cometiera algunos de esos crímenes. No dice de dónde viene su información, dónde fue publicada o si lo fue en efecto, ya fuera por los historiadores o por las autoridades porfirianas contemporáneas. Los orígenes de tales atribuciones aparecen más claramente en un memorándum que el gobierno de Huerta entregó a la legación británica en México bajo el título Expediente criminal de Francisco Villa. Este documento enlista una larga serie de delitos, algunos idénticos a los que describe Celia Herrera. En ningún caso se ofrecen pruebas excepto diciendo que estos crímenes fueron ampliamente comentados en los periódicos del momento, y ni siquiera se afirma específicamente que en dichas publicaciones Villa fuera citado por su nombre como autor de los delitos.
El párrafo, me parece, hace superfluo cualquier comentario adicional. En todo caso, sería un ejercicio ilustrativo confrontar el encendido discurso y el terrible retrato que de Villa hizo Celia Herrera con los Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa, texto de inspiración y contenido diametralmente opuestos publicado tan sólo un año después, en 1940, por Nellie Campobello, escritora, poeta, bailarina y coreógrafa.
La historia con designio
En el caso anterior nos encontramos con un claro ejemplo de historia con designio, específicamente surgida y mantenida viva desde el tempestuoso rencor y la malquerencia familiares. No es necesario, desde luego, este peculiar pecado contra la sindéresis para construir historias que no son historias; es decir, lo que en el idioma inglés claramente se distingue con los términos history y story.
Lo habitual en aquella muy transitada ruta blanquinegra —a la vez motivo, explicación y sustento— son las diferencias ideológicas y las directamente políticas. Todo mundo, incluso el historiador, tiene derecho a albergarlas; de hecho es imposible que así no fuese. Lo injustificable es que ellas guíen, impulsen e inspiren la investigación, al grado de que esta muchas veces se emprende sólo para “documentar” conclusiones asumidas anticipadamente. Esto equivale a emprender la labor historiográfica revisando con una lupa lo que interesa resaltar, mientras se pasa con los ojos cerrados ante todo aquello que no encaja en lo que demostrarse quiere.3
Un panorama tal es aún más evidente cuando se emprenden cruzadas: el encono, las fobias como criterio ético e incluso como “marco teórico”; el mundo en blanco y negro, una vez más. En ese sentido y por ejemplo, algo similar sucede en estas mismas páginas con Darío Acevedo Carmona y su doble idée fixe: las FARC y los últimos gobiernos venezolanos.
Pero si quisiera mostrar un ejemplo paradigmático de todo esto, ni hecho por encargo lo encontraría mejor que el texto de Luis Thonis contra “el negacionista” Eric Hobsbawm, también en el número anterior de Replicante. Todo, o casi, está ahí.
El mal existe en un solo lado, de modo que podemos dejar al margen a “los millones de muertos de los genocidios del comunismo, la ideología más criminal de la historia en número de víctimas”, banalidad propia de un intelecto selectivo y tuerto repetida con ligeras variantes no sólo por la dudosa autoridad de Castoriadis invocada por Thonis, sino por un número considerable —y no se crea que ello es casualidad— de funámbulos que antaño habían sido comunistas radicalísimos. De nada serviría oponer a esto, como si de un concurso se tratase, los otros millones de otros muertos de otros genocidios, o las miles de víctimas colaterales, pueblos arrasados y demás efectos de las muchas guerras preventivas, invasiones y combates llevados a cabo en territorio ajeno bajo la oriflama de la libertad y la democracia. Una confrontación así, éticamente obscena e intelectualmente zafia, no es lo nuestro.
Con el único propósito de destacar la también obscenidad ética ínsita en la propagada costumbre de mirar sólo con un ojo —a riesgo de parecer que incurro en aquello “éticamente obsceno e intelectualmente zafio” y encomendando mi espíritu a la inteligencia discernidora del lector—, me es imposible dejar de señalar lo curioso y a la vez sintomático que resulta el hecho de que a Thonis sólo le escandalicen ciertas ausencias.
Dejemos de lado también a León Poliakov y Jacques Baynac. Thonis se queja de que Hobsbawm los haya “desconocido olímpicamente”, como si un historiador que intenta resumir casi todo un siglo (tómese en cuenta que Hobsbawm estudia lo que él llama “el siglo XX corto”) en poco más de 600 páginas estuviera obligado a incluirlo todo, o por lo menos a quienes nosotros queremos y creemos que debiese incluir. Por lo demás, Thonis parece señalar aquello como una omisión monumental equiparable a un historiador del siglo XVI que “desconociera olímpicamente” a Cervantes, a Shakespeare y a Tycho Brahe.
Con el único propósito de destacar la también obscenidad ética ínsita en la propagada costumbre de mirar sólo con un ojo —a riesgo de parecer que incurro en aquello “éticamente obsceno e intelectualmente zafio” y encomendando mi espíritu a la inteligencia discernidora del lector—, me es imposible dejar de señalar lo curioso y a la vez sintomático que resulta el hecho de que a Thonis sólo le escandalicen ciertas ausencias.
Como dije, se necesitaría un equipo de historiadores que elaboraran no un libro de 600 páginas, sino una enciclopedia de muchos volúmenes para cubrir todo el siglo XX —o cualquier otro siglo—. De este modo, entre las muchas “omisiones” en el libro de Hobsbawm podría señalarse la de Klaus Barbie, oficial de las SS y miembro de la Gestapo que en Lyon hizo torturar hasta la muerte a Jean Moulin, jefe de la Resistencia francesa. Con su bien ganado apodo de “el carnicero de Lyon”, mandó torturar y en ocasiones torturó él mismo incluso a simples sospechosos e hizo deportar a los campos de concentración a varios convoyes de judíos, entre ellos uno que transportaba a 41 niños de entre tres y trece años de edad. Buscado como criminal de guerra en la Alemania de la inmediata posguerra, fue reclutado durante la Guerra Fría por los servicios de inteligencia estadounidenses como especialista en la cacería de comunistas. En 1952 aquellos servicios consideraron “prudente” enviarlo a Sudamérica. Todavía en 1980 figuraba como coronel de reserva en los servicios de inteligencia de Bolivia bajo el régimen de Hugo Banzer, otro “omitido” por Hobsbawm, por cierto, lo mismo que Videla, Ríos Montt, Jean Bedel Bokassa, Idi Amin y muchos más que no necesitaron ser comunistas para ser dictadores, criminales y genocidas.
Aunque Hobsbawm se refiere en varios lugares a la guerra de Vietnam, no hay una sola alusión a la masacre de My Lai. O quizá sea mejor llamarla sólo “matanza”, porque la calidad superior de “masacre” estaría reservada, según el criterio discriminador de algunos, para eventos como el de Kronstadt, a pesar de que ahí se trató de un enfrentamiento militar y en My Lai de un asesinato múltiple perpetrado por soldados estadounidenses sobre una aldea indefensa. Cuatro horas durante las cuales los defensores de la democracia violaron a niñas y mujeres, incendiaron la aldea y después acribillaron a todos los habitantes, entre 300 y 500. Cuando un fotógrafo militar denunció los hechos con documentos y fotografías a Jacob Javits, senador por Nueva York, el ejército norteamericano negó que aquello hubiese sucedido. Justo como aún ahora algunos alucinados continúan sosteniendo que el Holocausto no tuvo lugar. En el proceso correspondiente hubo un solo castigado, el ex teniente William Calley: condenado a cadena perpetua cumplió sólo tres años bajo arresto domiciliario y fue luego indultado por Richard Nixon.
Tampoco menciona Hobsbawm a Lídice, el poblado checo borrado del mapa el 10 de junio de 1942 por las tropas alemanas en represalia por la ejecución del jefe de la SS Reinhard Heydrich, ni a los 340 de sus hombres, mujeres y niños asesinados. Todo ello y mucho más fue “ignorado olímpicamente” por el historiador británico, pero la mirada selectiva no siente necesidad alguna de señalarlo.
Al final la antigua canción estaba en lo cierto y efectivamente hay ausencias que triunfan, en particular aquellas que se denuncian con el corazón y el cerebro igualmente encendidos. Las otras, ¿a quién le importan, si no es historia sino propaganda lo que se desea escribir?
Pero el testigo estrella de Thonis en su breve y expedito juicio denigratorio de Hobsbawm, el sustento intelectual suficiente para demoler a un historiador premiado y reconocido por afines y adversarios (“quizás el intelectual británico más admirado y respetado en el mundo”, según Walter Oppenheimer; “titán de la historiografía del siglo XX”, de acuerdo con el mismísimo diario español ABC; “probablemente el historiador más leído del mundo”, a decir de Josep Fontana; un historiador, en fin, cuya obra ha sido traducida a cuarenta idiomas) es un tal Maurice G. Dantec, antiguo integrante de grupos musicales underground y autor de una mala novela de la peor ciencia ficción, la llamada ciberpunk, que dio origen a la película Babylon A.D. protagonizada por un gigante de la actuación llamado Vin Diesel.
De la mano de esta luminaria, con la sutileza propia de los pensadores más refinados, Thonis califica a Hobsbawm como “delincuente intelectual”, le echa en cara —en palabras de Dantec que aquél rubrica— el ser “octogenario” —cuando lo era, pues Hobsbawm murió a los 95 años— y habla de su “cerebro reblandecido”.
Thonis nos informa de que Dantec “ha hecho un comentario contundente sobre el libro de Hobsbawm” Historia del siglo XX. Lo cierto es que el comentario contundente no tiene desperdicio. Para empezar —como si el célebre, reconocido y laureado fuese él y el desconocido el historiador—, Dantec habla de “cierto Eric Hobsbawm” y a continuación relata, a imagen y semejanza de alguien que se dispone a colocar la soga en su propio cuello: “Me falta lugar, y una forma de decencia me prohíbe explicar a mi manera las perlas de esta obra, hojeada en una librería en una pequeña media hora; es toda una joyita de exposición. Para no citar sino un ejemplo, que creo de entrada sitúa el nivel de este enorme pensum ilegible (¡novecientas páginas de mentiras apretadamente escritas!), tengo que informar a los lectores que el periodo que ha transcurrido entre 1945 y 1973 es nada menos, según el cerebro reblandecido de este apparatchik–filosófico, ¡la edad de oro del siglo XX!”
Una “forma de decencia”, cualquiera que ella fuese, lo que debería haberle prohibido a Dantec era opinar, como si lo hubiese leído de cabo a rabo, sobre un libro no de 900 páginas sino de 600 que se “hojeó en una pequeña media hora”. Las “perlas” no son del libro de Hobsbawm; la perla es hablar con desparpajo y además entre teatrales signos de admiración de “páginas de mentiras apretadamente escritas”, sean 600 o sean 900 —después de todo si Cristo multiplicó los peces y los panes, ¿por qué no habría Dantec de multiplicar las páginas?—, que se hojearon “en una pequeña media hora”.
Una “forma de decencia”, cualquiera que ella fuese, lo que debería haberle prohibido a Dantec era opinar, como si lo hubiese leído de cabo a rabo, sobre un libro no de 900 páginas sino de 600 que se “hojeó en una pequeña media hora”. Las “perlas” no son del libro de Hobsbawm; la perla es hablar con desparpajo y además entre teatrales signos de admiración de “páginas de mentiras apretadamente escritas”, sean 600 o sean 900…
Pero Dantec es exhaustivo. No conforme con autoexhibirse de ese modo, aquella “forma de decencia” lo compele a la completitud. Partidario del minimalismo y de la norma del menor esfuerzo, le parece que un solo ejemplo bastará para dar cuenta de la clase de bodrio que es el libro de Hobsbawm. De ese modo, entonces, informa a los lectores —con un tono de escándalo subrayado de nuevo por los signos de admiración— que el cerebro reblandecido de éste afirma que “el periodo transcurrido entre 1945 y 1973 es la edad de oro del siglo XX”.
Como treinta minutos escasos alcanzan apenas para leer las solapas, la contraportada, el índice, el prólogo —si es breve— y poco más, seguramente Dantec leyó en el sumario: “Segunda parte. La edad de oro”. Si la pequeña media hora le hubiese dado para leer no la segunda parte completa sino tan solo el inicio del capítulo IX, “Los años dorados”, Dantec se habría percatado de que Hobsbawm no se refería a lo que él cree —con la suspicacia anticomunista a flor de piel— por andar hojeando en treinta minutos libros de 600 páginas que a él le parecieron 900, sino al repunte mundial de la economía. La calificación de ese periodo ni siquiera fue acuñada por Hobsbawm, únicamente la retomó de otros que sólo en sus propias pesadillas podrían verse “marxistas”:
Un primer ministro conservador británico lanzó su campaña para las elecciones generales de 1959, que ganó, con la frase “Jamás os ha ido tan bien”, afirmación sin duda correcta. Pero no fue hasta que se hubo acabado el gran boom, durante los turbulentos años setenta, a la espera de los traumáticos años ochenta, cuando los observadores —principalmente, para empezar, los economistas— empezaron a darse cuenta de que el mundo, y en particular el mundo capitalista desarrollado, había atravesado una etapa histórica realmente excepcional, acaso única. Y le buscaron un nombre: los “treinta años gloriosos” de los franceses; la edad de oro de un cuarto de siglo de los angloamericanos. El oro relució con mayor intensidad ante el panorama monótono o sombrío de las décadas de crisis subsiguientes.4
Dejando a un lado la trascendental cuestión de a quien, en realidad, pertenecería el cerebro reblandecido, si al francés o al británico, lo verdaderamente pasmoso es que alguien recoja estas espectaculares tonterías de Dantec y las esgrima como argumentos de autoridad.
Los muertos que no han muerto
Pero eso no es todo. Yo no sé ni puedo saber si Thonis leyó cuando menos la mayor parte de la Historia del siglo XX o si creyó también, como Dantec, que era suficiente con hojearla durante una pequeña media hora. Sin embargo, de su propia cosecha —al menos eso supongo— Thonis indica que “en vano encontrarán [deduzco que quiso decir: “en vano buscarán”] en su Historia del siglo XX a Mengistu Hailé Mariam, dictador comunista de Etiopía que asesinó…” y ya puede imaginarse lo que sigue a los puntos suspensivos. Aunque aquí valdría también lo que he dicho sobre las “omisiones” de Poliakov y Baynac, el hecho es que sí se encuentra una mención en Hobsbawm, y no de menor entidad. No habla de “los millones de muertos”, pues de eso ya se encargan Thonis, Castoriadis, Dantec y demás, pero sí apunta —en la página 180— que no sólo aquella Etiopía, sino también Somalia antes de la caída de Siad Barre, Corea del Norte, Argelia y la desaparecida Alemania Oriental, adoptaron los nombres de República Democrática o Democrática Popular cuando, en realidad, eran países muy distantes de la democracia occidental o de cualquier otro tipo.
La obligada referencia a Kronstadt, como todas las cosas que son obligadas, tampoco podía faltar.5 Admito que cuando leí el subtítulo me resigné mentalmente a releer un poco en la no escasa bibliografía que sobre ello conozco y poseo, pero ya en el texto un pasaje de Thonis, verdadera joya y a la vez muestra inmejorable de este modo de “hacer historia verdadera” y de emitir juicios “contundentes”, me hizo desistir. Porque una cosa es la ignorancia y otra el inventar datos. Con esta joya, entonces, abrevio y concluyo.
En su búsqueda de argumentos contra Hobsbawm, Thonis alude a aquel evento al echar mano de un personaje insospechado: Rosa Luxemburg, a quien enternecedoramente califica como “la última marxista”. En unas cuantas líneas Thonis la presenta como una adversaria constante del “totalitarismo y el terror” de Lenin y de la Revolución rusa cuando en realidad —para señalar uno sólo de los muchos pasajes que demuestran que la relación de Rosa con ellos distó mucho del monocolor—, justamente en el ensayo “La revolución rusa”6 y para marcar los límites de sus desacuerdos, Luxemburg escribe: “La revolución rusa no ha hecho […] sino confirmar la enseñanza fundamental de toda gran revolución, cuya ley de vida reza: o bien avanza con toda rapidez y decisión apartando con mano de hierro todos los obstáculos que se interfieran en su camino, proponiéndose siempre metas más elevadas o al cabo de poco tiempo se verá rechazada por detrás de sus más débiles puntos de partida para ser luego aplastada por la contrarrevolución”. Never mind.
En aquellas mismas líneas Thonis dice que en el libro de Hobsbawm Rosa “aparece solamente como una feminista”, lo cual es absoluta, indudable e indefectiblemente falso. Aquellos que suelen hojear libros voluminosos en media hora pueden acudir al índice de nombres para localizar las páginas correspondientes y comprobarlo. Tampoco importa.
Lo que sí importa, porque no hay manera alguna de justificar no tanto un error, un fallo, un gazapo —que lo es—, sino una inescrupulosidad de tomo y lomo, es que Thonis —sumando en una corta frase dos mentiras, una mayor que la otra— diga que en la obra de Hobsbawm Rosa Luxemburg “aparece solamente como una feminista y no como quien denunció la masacre de Kronstadt” (las cursivas son mías).
Ya una vez tuve la oportunidad de señalar, en una investigadora por lo demás seria y competente —Susana Rotker y a propósito de fray Servando Teresa de Mier— el monumental descuido y el ridículo en que incurrió al afirmar que el dominico, después de su llegada al exilio español en julio de 1795, había frecuentado a Clavijero, siendo que éste falleció en 1787.
Thonis incurre en algo peor: reprocha a Hosbawm y lo delata por ocultar que Luxemburg “denunció la masacre de Kronstadt”. ¿Pero cómo podía Rosa denunciar un evento, masacre o no, ocurrido en 1921, si ella fue asesinada junto con Karl Liebknecht a culatazos en la cabeza y disparos, no por los comunistas genocidas sino por los soldados alemanes en 1919? ¿De qué sueño, de qué médium, de qué libro hojeado al pasar obtuvo Thonis aquella afirmación? ¿En qué universo paralelo se supone que sucedió? ¿Cómo puede nadie “denunciar” algo que ocurrió más de dos años después de su muerte?
Si Thonis pusiese más entusiasmo en leer que en descalificar lo que no ha leído, el propio Hobsbawm lo habría salvado del grosero “error”: él mismo da cuenta de la fecha del asesinato en la página 131. Por un lado se lee lo que no ha sido escrito; por el otro lo que ha sido escrito no se lee. Y de esta comedia de yerros, de equívocos e invenciones, el resultado es el que se ve: no la labor historiográfica sino la del propagandista, no la historia sino la proclama.
Algo similar ocurre con el pasaje en el cual Thonis, desgranando una vez más la letanía del silabario propio de la leyenda negra de la revolución bolchevique, suelta como al desgaire que Luxemburg criticó duramente a Lenin “al anunciar las consecuencias de la abolición de la libertad de prensa, de los sindicatos y de todo elemento ajeno al partido que según Lenin había que exterminar”. No llama tanto la atención el carácter escolar de estas manidas nociones, que especulan con el desconocimiento de la historia al detalle por parte de la mayoría y tuercen, exprimen y simplifican a la propia historia sólo para apuntalar la repugnancia ideológica del “historiador”. Más la llama de nuevo la extemporaneidad.
Como Thonis da por viva a Rosa en 1921 —siento curiosidad por saber cuándo cree él que Luxemburg murió; en un descuido podría afirmar en otra ocasión que ella “criticó duramente” a Stalin, a Brezhnev, y si mucho lo apuran incluso a Gorbachov— no tiene dificultad alguna en atribuirle críticas a fenómenos y discusiones que, en la Rusia soviética y de ninguna manera con la simpleza rectilínea que la frase salmódica le confiere, sucederían años después de la muerte de Luxemburg.
Hay que tener en cuenta que Rosa fue asesinada el 15 de enero de 1919, ni siquiera un año y medio después del triunfo de los bolcheviques. Salvo las entonces incipientes restricciones a la libertad de prensa, de asociación y reunión, no pudo ser testigo de nada más.
De hecho, las principales críticas que Luxemburg alcanzó a emitir fueron las concernientes a la cuestión agraria, las nacionalidades y la disolución de la Asamblea Constituyente. En las dos primeras, además, la “radical y antidemocrática” fue ella: criticó la distribución inmediata de tierras a los campesinos en lugar de la nacionalización de las grandes y medianas propiedades y se opuso a la política de autodeterminación de los pueblos de la anterior Rusia zarista, ambas medidas decretadas por los bolcheviques.
Hay que tener en cuenta que Rosa fue asesinada el 15 de enero de 1919, ni siquiera un año y medio después del triunfo de los bolcheviques. Salvo las entonces incipientes restricciones a la libertad de prensa, de asociación y reunión, no pudo ser testigo de nada más.
Pero puestos a convertir en nosferatus a quienes sea necesario con tal de “documentar” nuestras posturas salvíficas, democráticas y verdaderas, todo lo demás no son más que minucias.
Epílogo. Ignorantia non est argumentum
Concebir la historia como un puzzle armable a modo, mentir, deformar, seleccionar o echar mano de cualquier zascandil petulante para fundamentar una postura, para satisfacer un encono visceral, servir a una arraigada fobia ideológica y política o para denigrar a alguien, ya es demasiado. Pero inventar datos, eventos u opiniones, convirtiendo por inescrupulosidad más que por ignorancia incluso a los muertos en cómplices nuestros actuando desde la tumba, no tiene calificativos.
El argumento de la ignorancia, como se sabe, no es tal argumento. A esta estirpe “historiográfica” incluso esa opción le está vedada: no es válida ni desde el punto de vista jurídico ni del académico ni el lógico. Hacer constar la propia ignorancia —y más si ello se hace por escrito— sólo conduce al ridículo. Pero sobre ella montar y construir sucesos, declaraciones o posturas que no tuvieron lugar, excede —aun conteniéndolos— a la sola ignorancia y al solo ridículo e implica incurrir ineluctablemente en el pecado ético.
Si esto es hacer “historia verdadera” y denunciar las falsedades e iniquidades de los otros —como el comal y la olla, o como el jumento haciendo escarnio de las orejas ajenas—, más valdría dedicarse a la ciencia ficción o a la ficción fantástica. A la mala de Dantec, pues la otra, la de Weinbaum, Bradbury, Clarke, Leiber y Bester, me temo que les sería tan inalcanzable como en la historia les es Hobsbawm. ®
Notas
1. Pienso, con algunas salvedades, en Spinoza: “Existe una percepción adquirida por experiencia vaga, es decir, por una experiencia que no está determinada por el entendimiento; se llama así porque, adquirida fortuitamente y no contradicha por otra alguna, subsiste en nosotros como inquebrantable”. Baruch Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento.
2. La noción no es nueva. Tampoco lo era en 1992 cuando Julio Caro Baroja publicó su libro Las falsificaciones de la historia (en relación con la de España) [Editorial Seix Barral, Colección Biblioteca Breve, Barcelona, 1992], si bien aquí se trata de un enfoque y un sustento absolutamente diferentes: con una amplia erudición se exhiben en él falsas crónicas y falsos documentos, personajes inexistentes, mitologías, mitomanías y ficciones genealógicas, en un texto tan interesante como anecdóticamente disfrutable. Un ejemplo: el del cronista aragonés del siglo XVII Joseph Pellicer de Ossau y Salas–Tobar, que inventaba desde cartas fundacionales de antiguos monasterios hasta cronicones también vetustos. De este y de otros individuos de similar desenvoltura libérrima a la hora de hacer (literalmente) historia, decía Caro Baroja que eran sujetos con una “personalidad desbordada en lo de forjar la historia según su voluntad”.
Ya mucho antes el padre Manuel Risco, en el tomo XXXV de la España Sagrada, había dicho de las historias de este Joseph: “Son travesuras del ingenio de Pellicer, cuya fantasía no pudo ser sino que en lugar de sesos estuviese atestada de azogue; pues jamás supo estar quieta sin devanar alguna invención…”. Id est: el árbol genealógico de los forjadores de historias a voluntad considerados en este modesto ensayo, como puede apreciarse, hunde profundamente sus raíces en el pasado. Aunque los ancestros eran infinitamente más ingeniosos y eruditos.
3. En el extremo contrario de una actitud como ésta, de ese plantarse ante los acontecimientos, los datos históricos o las opiniones del adversario con los juicios de valor y las antipatías por delante, señalaré únicamente un ejemplo destacado. Hans Kelsen, cuyos títulos están fuera de toda duda —o deberían, que uno ya no puede estar seguro de nada con estos “historiadores”, conversos y opinantes—, en el prefacio a la segunda edición ampliada de Socialismo y Estado, a raíz de la polémica sobre la primera edición mantenida en particular con Max Adler —a quien llama “mi amigo y estimadísimo colega”—, se sintió obligado a declarar: “es importante para mí afirmar, con toda energía, que mi escrito no se dirige contra el socialismo. Yo sólo me enfrento críticamente con el marxismo y, dentro de él, sólo con su teoría política. Lo que está en discusión no es la idea socialista, sino sólo la posibilidad, sostenida por el marxismo, de una realización a–estatal del mismo” (Socialismo y Estado, Siglo XXI Editores, México, 1982, p. 177).
Más claramente aún, sobre este decisivo aspecto de la actitud del intelecto ante su objeto, se expresó Kelsen en el prólogo a la traducción castellana de La teoría comunista del derecho y del Estado y La teoría política del bolchevismo: “Mis estudios […] intentan una crítica científica, es decir, objetiva, que no involucra ningún juicio de valor moral o político a favor o en contra del sistema social comunista […]. Es lógico que toda crítica presuponga un valor; pero el valor presupuesto por una crítica científica no es un valor moral o político, sino lógico: el valor de verdad, no de justicia” (citado por Juan Ruiz Manero, “Sobre la crítica de Kelsen al marxismo”, en el volumen colectivo El otro Kelsen, UNAM, México, 1989, p. 114. Las cursivas son mías).
4. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Crítica/Grijalbo Mondadori, Buenos Aires, 1998, pp. 260–261.
5. De la extensa bibliografía al respecto cabría destacar —para los propósitos que aquí nos mueven— el libro Kronstadt 1921. Su autor, el historiador anarquista (anarquista precisamente, tómese en cuenta) Paul Avrich, expone una visión infinitamente más matizada que la cruda y ruda versión de la masacre de los buenos llevada a cabo por los malos. Considérese tan solo el párrafo final de la Introducción:
“Es importante, sobre todo, examinar los motivos antagónicos de los insurgentes y de sus adversarios bolcheviques. Los marineros, por un lado, eran fanáticos revolucionarios, y como todos los fanáticos a lo largo de la historia deseaban recobrar una época pasada, en la cual la pureza de sus ideales no había sido aún mancillada por las exigencias del poder. Los bolcheviques, en cambio, que habían surgido victoriosos de una sangrienta Guerra Civil, no estaban dispuestos a tolerar ningún nuevo desafío a su autoridad. A lo largo del conflicto cada bando se comportó de acuerdo con sus propios fines y aspiraciones particulares. Decir esto no equivale a negar la necesidad del juicio moral. Sin embargo, Kronstadt presenta una situación en la cual el historiador puede simpatizar con los rebeldes y conceder, no obstante, que los bolcheviques estuvieron justificados al someterlos. Al reconocer este hecho se capta en verdad toda la tragedia de Kronstadt”.
6. En: Rosa Luxemburg, Escritos políticos, Ediciones Grijalbo, Barcelona, 1977.