Daniel Espartaco Sánchez es nuestro hombre en órbita: gravita en el extrarradio de la actual literatura mexicana. Cada uno de los seis cuentos que nos ofrece bajo el título de Cosmonauta [México: Fondo Editorial Tierra Adentro, 2011], con una prosa digna de un escultor, cierra con un final perfectamente anticlimático, eludiendo la interpretación fácil y bestselleresca, tomando la distancia necesaria con algunos autores de su generación nacidos en la década de los setenta que, pese al ruido y la fama, no han demostrado tener una obra sólida y contundente. Su mirada microscópica, atendiendo las contradicciones universales, dicen más sobre estos años convulsos que cierta (narco)literatura olvidable, acercándose más a nosotros, los lectores.
Dado que el autor tuvo el mérito de ofrecernos cuentos que eluden la fácil aprehensión, como reseñista intentaré unir tres títulos que comparten a un personaje que, en la superficie, solo tiene en común el nombre: Ilich.
El Ilich de “Cosmonauta”, título del primer cuento (nota: cuento y no track, como algunas antologías recientes han querido renombrar al género) es un “huérfano” en el ocaso de su vida —una suerte de vejez adelantada—, quien se cita con amas de casa en un hotel de la calzada de Tlalpan. Su adolescencia queda retratada en “Estación Espacial Mir”, dividida entre el deseo sexual propio de la edad y el deseo insistente de ser herido por un misterioso naranjo.
Ahora atendamos su infancia, o la infancia de un gemelo: en “Estación Espacial Mir” Ilich tiene padre y vive en un fraccionamiento; en “África” Ilich vive con su madre y es criado por sus vecinas. Acaso he caído en una trampa como intérprete, como lector de tres piezas separadas, pero lo cierto es que hay un hilo común en los tres.
La madre de Ilich en “África” está más preocupada por sí misma. Niega a su hijo y a sus vecinas y a su pasado (¿tormentoso, violento?) refugiándose en libros de filosofía y recetas vegetarianas. La vida ascética con su madre es para este Ilich niño un martirio. Ante la riqueza de aromas que emana de las cazuelas y los sonidos en los hogares de las señoras que lo cuidan mientras la madre trabaja y estudia una carrera universitaria, el continente africano se le ofrece como una excusa débil y endeble que no tarda en quedar descubierta. Asalta la pregunta: ¿cómo quedaría marcado con esta infancia?
Son tres las piezas sueltas y el “cosmonauta” en la adultez puede ser tanto el cierre del Ilich adolescente como del Ilich niño. Cazan bien estas posibilidades (una proeza magnífica del autor), y aunque “Ilich” es común sólo a tres cuentos, la decepción y el desencanto —hacia una ideología, la vida en familia o lo que creíamos saber de nuestro padre— recorren los párrafos de las otras tres historias.
Son tres las piezas sueltas y el “cosmonauta” en la adultez puede ser tanto el cierre del Ilich adolescente como del Ilich niño. Cazan bien estas posibilidades (una proeza magnífica del autor), y aunque “Ilich” es común sólo a tres cuentos, la decepción y el desencanto —hacia una ideología, la vida en familia o lo que creíamos saber de nuestro padre— recorren los párrafos de las otras tres historias.
El patriarca de una familia fronteriza en “América” es también un cosmonauta, que gravita en la órbita del desencanto mirando con melancolía el derrumbe de sus esperanzas, puestas en la ideología comunista, para terminar consumiendo con resignación las maravillas baratas que el “enemigo” les ofrece en sus centros comerciales. La visión del padre nos es recreada por su hijo menor, narrador del relato, y su punto de vista inocente queda oportuno para remarcar el giro irónico de la historia: la familia espera en la oficina del visado para entrar a Estados Unidos; en un momento un hombre llama al padre a un cubículo aparte. El narrador cuestiona a Julia —la madre—, y ella le explica: “había una lista negra de personas que no podían entrar a los Estados Unidos por haber sido comunistas, o simpatizado con los comunistas o con el gobierno de Cuba”. “Jamás pensé en mi padre”, narra el hijo, “orgulloso de haber sido comunista, ahora sentado frente a un funcionario norteamericano”, para inmediatamente después revelar que sólo le habían llamado aparte para informarle que la visa estaba aprobada. Que el padre no estuviera fichado fue motivo de decepción.
Con esa carga emocional irónica, el “cosmonauta” y su familia fatigan su quincena y ahorros en esa versión moderna del jardín de las delicias que supone ser un mall, en esa tierra de la gran promesa que es América.
Hay mucho más en “América”, pero he tratado de unificar en unos cuantos temas los seis cuentos del tomo, todos ellos ricos en detalles, quiebres y aristas, y por ellos ricos en demás interpretaciones. Tanto en “América” como en “África” y “La ciudad blanca”, los niños protagonistas poco o nada tienen que ver con las motivaciones y preocupaciones ideológicas de sus padres. Viven sumidos en sus propios problemas.
El narrador-hijo de “América” entra en una competencia consumista con su hermana, a quien le permiten comprarse cuanto quiera. Esto supone otra decepción que el padre termina aceptando con resignación, como Eme, el padre de “La ciudad blanca”, antiguo miembro activo de un partido político —el comunista—, a la vuelta de los años se descubre aburrido de su mujer, una prófuga del régimen castrista, y vive avergonzado de su hijo Sandino, completamente sumido en sí mismo —según el punto de vista del padre. Eme ahora es un burócrata más del gobierno, quien pone sus últimas esperanzas en la redacción de sus memorias, la recreación de su pasado, una recreación al que no le falta el comentario irónico, mordaz, certero, y que lo hace el cuento más divertido de todo el tomo: “Así es”, pensó Eme, “anduve cogiendo por todo el mundo socialista”.
Tampoco falta el comentario autocrítico que pone en balance cualquier interpretación tendenciosa que se le pudiera hacer: “El modo de producción soviético no era más que una variante del modo de producción capitalista”. Sin empantanarse en la teorización, el autor libra a la narración de cualquier proselitismo para centrarse en el conflicto que supone dejar una amante en un país extraño que caerá colapsado por la Historia y tener una esposa exiliada y un hijo de carácter débil y retraído.
Si Eme recrea su pasado, y no cesa de compararlo con el capitalismo de sus últimos días, en “El hielo se derrite lentamente” es al hijo a quien le toca el papel de recrear a su padre muerto. Esta es la pieza más enigmática y menos aprehensible: una mujer adulta, moderna y profesionista que vive con un biólogo en Ciudad de México viaja al norte para asistir al funeral de su padre; allí terminará una versión de él, y comenzará otra, hasta entonces desconocida para su hija: la de su pasado como militante. Por más que la hija quiera negar la nueva realidad, no tanto la muerte del padre como la muerte de una imagen, debe aprender a convivir con ella, pese a la decepción, pese al desencanto. ®</p>