El periodismo, por definición, es narración de lo inmediato en tiempo y espacio, del momento y del fragmento. Es narrar lo coyuntural y lo efímero. Y signarlo. El periodista narra a botepronto, y en su versión escrita no es creación literaria ni protocolo científico, sino sólo eso: periodismo.*
Na’ haremos en muchos siglos,
siglos de sangre y de espanto.
Na’ haremos en muchos siglos
Pa’ seguir siendo gitanos
—Félix Grande, Romance (fragmento)
I
Escribir un prólogo al libro de otro es fácil. Es más fácil que escribir un libro propio, por ejemplo. El prologuista tiene la ventaja de conocer el texto que el lector aún no. Entonces sólo tiene que anticiparle una parte del contenido y opinar un poco al respecto, y también sobre la periferia del autor y de su obra (algo así como: “y fue entonces en el otoño del 89, cuando veníamos de Bratislava hacia Estambul, en un viejo Fiat conducido por un marroquí con el que nunca logramos comunicarnos, que le dije a fulanito, con ese torpe acento escocés que entonces tenía, que solamente a la orilla de tal río a equis hora se escucha el canto del ruiseñor con un tono melancólico como Confucio nunca imaginó. Y de esa experiencia surge la genial idea que da lugar a este maravilloso libro”). Como es fácil, hay mucha oportunidad de hacer un buen prólogo. La única manera de fallar es escribir algo que sólo sea prólogo por el lugar que ocupa en el libro —entre la falsa portada y la primera palabra del autor—, y no por introducir al lector en el discurso autoral. Fallar en un prólogo es olvidar o desinteresarse del lector y, así, faltarle al respeto. Por ejemplo, entablar una querella irrelevante con el autor o hacer apología de causas personales, en vez de escribir uno su propio libro para ello.
En cambio, hacer un epílogo es difícil, según yo. Y hay menos incentivos para ello. No merece consignarse curricularmente, por ejemplo. La dificultad consiste en que el lector ya leyó todo cuando llega al epílogo (a no ser que haya hecho trampa y haya leído del final al principio). ¿Y entonces que le puede uno decir al lector?, porque no va un epílogo a entablar una querella irrelevante con el autor o hacer apología de causas personales. Tamaño ridículo sería. De nada serviría recapitular sobre el libro ya leído ni sobre su periferia, porque eso ya le tocaba al prólogo. Tampoco ponerse a reflexionar sobre si es más fácil o más difícil hacer un prólogo o un epílogo. El lector no está para eso. El epiloguista tendría que escribir su propio libro sobre sentidos e importancias de prólogos y epílogos y no abusar del espacio del libro del autor para ello.
Supongo que como es difícil hacer un epílogo es fácil fallar en ello. Como no sé qué debe decirse en un epílogo doy por hecho que he fracasado. Pienso en el epílogo como un puente entre el texto presente y el texto por-venir. Algo parecido a imaginar el prólogo de un próximo libro que aún no ha sido escrito. Como imaginación no es un ejercicio arbitrario, sino de prospectiva, que es el ejercicio de inferir de las relaciones del presente con el pasado cuáles son las tendencias más probables.
II
Si éste ha sido un libro de notas sobre periodismo cultural y política, y el anterior fue de periodismo cultural y el que le precedió también, el próximo lo será. No va a ser muy diferente, con tantas notas de cultura como de política, posiblemente. El subtítulo manifiesta su modestia: es sólo una compilación de notas. Por eso no hay ni habrá uniformidad en sus textos. Unos largos, con abundante información y algunas reflexiones. Otros, cortos y enérgicos. Su próximo libro no va a ser de historia ni de ciencia política, sino de periodismo. Rogelio se presenta como periodista cultural y editor, no como historiador ni como politólogo ni como antropólogo. Como periodista hace trabajo de opinión, no de información, y como editor se asume como actor o promotor cultural. Eso no va a cambiar. Va a seguir siendo como es y haciendo lo mismo. ¿Qué más?
Otros, cortos y enérgicos. Su próximo libro no va a ser de historia ni de ciencia política, sino de periodismo. Rogelio se presenta como periodista cultural y editor, no como historiador ni como politólogo ni como antropólogo. Como periodista hace trabajo de opinión, no de información, y como editor se asume como actor o promotor cultural.
Rogelio Villarreal no fue señorito cuando joven. Y no será señorón homenajeable cuando envejezca más. No fue joven promesa ni joven Fonca. Tampoco cuenta entre los chicos y chicas Moho, porque él ya era mayorcito cuando le publicaron en esa editorial un librito, que es insignificante junto a (póngase de pie, lector) La guerra del Galio (tome asiento), por citar un buen ejemplo de lo trascendente. Ni siquiera fue valor juvenil Bacardí (bueno, eso sí habría sido algo muy grande). Dice que es periodista pero nunca ha ganado un premio nacional de periodismo. No es el periodista legítimo de México ni recibe regalos o invitaciones a cenas de las oficinas de comunicación social gubernamentales ni de politicotes u otros picudos. Como editor divulga a muchos que somos público en general, en vez de hacer como los de esas revistas que llevan los nombres de sus colaboradores con grandes letras capitales en el índice para ostentar las marcas de prestigio autoral con las que cuentan.
En suma, desde hace mucho que Rogelio no pinta para vaca sagrada. El tamaño del ridículo no está al nivel de El perfil del hombre y la cultura en México. Y su próximo libro con toda seguridad no va a superar a (póngase de pie, lector) El laberinto de la soledad (suspire y espere así un minuto para que vuelva a tomar asiento). Este libro y el próximo no van a ganar un solo premio. No van a ser mencionados en la Gran Enciclopedia Musacchio ni en el Pequeño Domínguez Ilustrado (sugiero que aplauda discretamente sin ponerse de pie, lector). Así, el buen Rogelio no podrá servir a la Patria en una de esas chambas que tanto sacrificio demandan —y además no se obsequian— a cambio de ningún beneficio personal, como director de un canal de televisión o ministro de gobierno alguno, sea espurio (buuu, buuu) o legítimo (¡eeehhh!). Tampoco va a ser embajador ni agregado cultural (llu nou guaraimín).
III
El periodismo, por definición, es narración de lo inmediato en tiempo y espacio, del momento y del fragmento. Es narrar lo coyuntural y lo efímero. Y signarlo. El periodista narra a botepronto, y en su versión escrita no es creación literaria ni protocolo científico, sino sólo eso: periodismo. Sin más. La palabra lo dice: tratamiento enfático del periodo (period-ismo). El periodista no es un minihistoriador, porque su trabajo no es el de escribir Historia ni historicismo. El periodista no está para pensar y luego narrar en perspectiva histórica con respecto a procesos de larga duración. Tanto mejor será cuanto se centre y abunde en la coyuntura, en la descripción de los detalles del fragmento que le toca ver y vivir, en las emociones de quienes están en su entorno y también en las propias. No podemos pedirle a un corresponsal de guerra que transmita su nota sin que se noten en su voz emociones como miedo o coraje, o un periodista de deportes que está en la línea de meta o junto a una portería que no levante la voz y alargue las vocales en los momentos más importantes. Ellos nos dirán desde ese lugar y momento si se cometió un crimen de guerra o hubo un error arbitral, aunque después lo confirme o no la Historia. Su análisis, por lo tanto, es de coyuntura. Pero tiene más valor su capacidad de entusiasmar, provocar o confrontar, de motivar a la reflexión, crítica o acción a partir de ello. El periodismo tiene que decirnos lo que aparece como interesante o importante en el momento, aunque a la Historia le parezca insignificante o intrascendente desde sus propósitos u objetivos.
El trabajo de Rogelio como editor lo hace parte del quehacer cultural y no árbitro (neutral) de sus actores ni observador distante (objetivo o sin partido) de ellos. Si percibe que hay grupos, mafias o capillas, pues ha de estar equivocado. Seguramente no existe algo parecido. Pero qué bueno que comunica sus percepciones. Me ayuda a pensarlas como hipótesis. Si lo sigue haciendo, me va a seguir ayudando así. Para ello sus anécdotas son indispensables y estoy seguro de que no podrá seguir escribiendo sin narrarlas. Su valor está en la apreciación (personal), no en el análisis (despersonalizado). Vale más por sus sentencias rotundas que por sus matices.
Participar del quehacer cultural y de la opinión pública implica estar en la querella, el debate, la polémica, la réplica, la contrarréplica, el argumento, el contraargumento, el intercambio de ideas, pero también la duda, la suspicacia, la jiribilla, la sospecha… Salir al paso y proclamar que se hace algo diferente y defender esa propuesta y ese quehacer. En contrastar y enfatizar las diferencias. En valorarlas y juzgarlas. Rogelio seguirá llamándole estupidez a la estupidez cada vez que se tope con ella, sin el menor eufemismo.
IV
Como periodista, Rogelio está más cerca del corresponsal de guerra y del cronista que del analista. Y como editor es un potencial sujeto de estudio en un problema de investigación de la historia de la cultura, la antropología, la sociología de la cultura, las ciencias de la comunicación o la ciencia política. El historiador podrá dar cuenta de que Rogelio estuvo entre los que se opusieron enfáticamente, una y otra vez, a Andrés Manuel López Obrador (AMLO), con poca o mucha razón. Y también podrá dar cuenta de que después se opuso a cualquier otro sujeto, movimiento o idea que haya percibido como promotora del autoritarismo. La Historia de eso que la escriban como parte de cualquier proceso de larga duración que decidan —si les interesa o les importa— los que para eso están y les pagamos en la nómina del Instituto Nacional de Antropología e Historia, la Universidad Nacional Autónoma de México o de El Colegio de México (que aunque no parezca, también se financia con gasto público, por lo que su planta académica es burocracia, pero de la mejor, eso sí). Que se juzguen entre sí con respecto a objetividad y rigor metodológico y resultados relativos a objetivos teóricos.
Si dentro de mil años a los lectores e historiadores les parece que no tenía caso que alguien se hubiese opuesto a AMLO, pues allá los que entonces sueñen con ovejas eléctricas. Al cabo que dentro de mil años serán los nombres de Enrique Krauze (le solicito aplausos de pie, lector), Héctor Aguilar Camín (soy su fan, lo confieso sin pena), Lorenzo Meyer (con grititos de ¡Bravo!, a partir de aquí, lector), Rafael Pérez Gay y José María Pérez Gay los que van a estar en la misma enciclopedia con los nombres de Cicerón, Herodoto, Weber, Tocqueville y Montesquieu (le suplico tomar asiento y guardar silencio, lector, gracias), y no va a estar el nombre Rogelio Villarreal. Qué bueno para mí, porque yo requiero lecturas para los próximos días y no para el próximo milenio.
Como periodista, Rogelio está más cerca del corresponsal de guerra y del cronista que del analista. Y como editor es un potencial sujeto de estudio en un problema de investigación de la historia de la cultura, la antropología, la sociología de la cultura, las ciencias de la comunicación o la ciencia política.
Hoy pienso que cada “NO” que Rogelio ha dicho sobre AMLO, bajo el único argumento —para mí suficiente— de advertir su carácter autoritario, ha sido absolutamente necesario o indispensable para un libertario. No hay una sola línea de desperdicio dedicada a esta oposición. El riesgo del autoritarismo y, peor, de la dictadura, era real. Y estuvo cerca. Que Rogelio ha tenido que desgastar su tiempo, su energía calórica y de los neurotransmisores, la electricidad de su computadora y mucho más en ello, en vez de dedicarlos a hacer bonitos reportajes sobre tendencias artísticas, a explicarnos sobre la metáfora que hay en la performación de quienes se introducen botellas en el ano, a hacer ejercicios hermenéuticos sobre las películas de Lynch o convencernos de que el Universitario de Arte Contemporáneo es un Museo y no Mausoleo, claro que es lamentable, pero era prioritario haberlo hecho así. Y si se presenta cualquier seria amenaza al ejercicio de las libertades, así volverá a hacerlo, cualquiera que sea su nombre o signo. Con razón y también con pasión. Porque no sólo hay valor en la razón, sino también en la pasión que resulta de las convicciones. No podrá hacer como que no pasa nada y flotar como una pluma en medio de un mundo hermoso.
Si bien fue necesario haberlo hecho, ha dejado de serlo. No hay que dedicar una palabra más a AMLO, pero le resultará inevitable volver al tema. Espero que pueda superarlo a partir de evidencias. Supo bien sobreponerse y superar la muletilla-fetiche “contracultura”, el mito o idea de una oposición “contracultura” versus ¿cultura? ¿cultura oficial o hegemónica? Por eso espero que supere esa fijación en buscar en todo y para todo el anacronismo conceptual de la oposición izquierda versus derecha y, peor, la del moralismo derecha auténtica versus izquierda apócrifa, que lo tiene entrampado en defender la ideología en el terreno del bien y del mal, lo que da lugar a polémicas de superioridad moral propia supuesta versus inferioridad moral ajena supuesta.
Asimismo, faltan de su parte varias críticas que imagino por venir: Una, la de ésa que él considera la izquierda moralmente buena, políticamente moderna y partidariamente necesaria, que es la socialdemócrata. Otra, la crítica a todo ese pluriverso de agentes, movimientos y escenas culturales permanentemente en resistencia contra quién sabe cuántas cosas, imaginariamente independientes, conscientemente politizados para denominarse autogestivos en vez de empresarios, que ensalzan las mamarrachadas como genialidad, excesivamente autocomplacientes, carentes de autocrítica, talento, formación académica y profesionalismo. Y que, sin embargo, se creen la neta. Habrá otras críticas pendientes, ya vendrán.
V
En el deporte se le dice gitano al equipo que le gana un cotejo al campeón y al siguiente pierde con el peor. Que juega sin calcular los riesgos para ganar o perder y lo hace por puro gusto. Arriesga en cada jugada y así gana o pierde. No especula con el marcador ni con el reloj. El equipo gitano no es el que tiene su vitrina llena de trofeos ni protagoniza los clásicos ni es el que más camisetas vende, sino ése del que sus aficionados disfrutan tanto sus derrotas como sus victorias.
Como lector agradezco la información, que es el trabajo del reportero; el análisis, que es el trabajo del académico o el intelectual, y la orientación moral, que es el trabajo de la vaca sagrada. Pero también requiero de la manifestación textual de un poco de sentimiento, rabia, testosterona e intoxicación sanguínea de fiesta y alegría. Algo que, creo, le toca a los gitanos del oficio, que apuesten por la mordacidad, la ironía, la provocación y también por el humor (que Rogelio ha perdido en este libro).
El Diccionario de la Real Academia Española define gitanería con tres acepciones:
1. f. Caricia y halago hechos con zalamería y gracia, al modo de las gitanas.
2. f. Reunión o conjunto de gitanos.
3. f. despect. Dicho o hecho propio y peculiar de los gitanos.
En cambio, el Espasa Calpe, así:
1. (halago, arrumaco) flatterie ƒ.
2. (grupo) réunion de gitans.
3. (acto) action propre des gitans.
Cuando digo gitanería lo hago de un modo no despectivo, sino reivindicativo, para referirme simplemente a lo que hacen los gitanos, a su quehacer particular, a su forma de ser. ¿Y qué hacen los gitanos cuándo no leen la suerte, cantan y bailan? Seguir siendo gitanos. N’a más.
El destino de Rogelio es el de editor y escritor de culto, no el del consagrado, emérito o vaca sagrada. Y qué bueno que así sea para mí como lector. Ya “tenemos” bastantes señoritos y señorones de la República de las Letras y del topus uranus de la academia para que hagan el trabajo de la trascendencia civilizatoria y el pastoreo educativo y moral de los ciudadanos. Que sigan siendo ellos los que eleven las fosas nasales y se toquen la barbilla cada vez que haya que emitir un juicio fundamentado sobre los temas trascendentes, o una opinión basada rigurosamente en su erudición. Otros —tal vez no soy el único—, preferimos al que ha proclamado en la portada de su revista las ruinas del país, desde que muchos —señoritos y señorones entre ellos— celebraban el advenimiento de la democracia como fase superior de su capitalismo (el de ellos, pues). Y mucho antes del diagnóstico del Estado fallido. Antes de que mexicanización se hiciera una palabra negativa entre colombianización y pakistanización. A Rogelio Villarreal le toca hacerla de gitano de su oficio, porque se comporta como el que no tiene nada qué perder ni por ganar, como no sea congruencia consigo mismo.
Y olé. ®
* Texto originalmente publicado como Epílogo a El tamaño del ridículo, de Rogelio Villarreal [Guadalajara: Arlequín, 2009]. (Aquí puedes comprarlo)