El final de Indiana Jones y el dial del destino es apoteósico, digno de una gran saga, con una extraordinaria potencia lírica en la que lo emotivo se mezcla con lo humorístico con mano maestra.
Las comparaciones, todos los sabemos, son odiosas. Sobre todo, cuando se trata de despellejar por despellejar al otro. Ahora proliferan las críticas a Indiana Jones y el dial del destino por no estar, supuestamente, a la altura del resto de la saga. Nada nuevo. Lo mismo sucedió con El Padrino III aunque era, a mi juicio, la mejor de todas. En ella aparecía un Michael Corleone crepuscular, aunque más astuto que nunca, mientras en la cinta de James Mangold tenemos, sí, a un Harrison Ford viejo, y si quieren decrépito, pero que se basta y se sobra para llenar por sí mismo toda pantalla. Dicen que quien tuvo, retuvo. Confieso que, desde siempre, tengo una especial inclinación por esos héroes cansados que, en el momento más insólito, resurgen gloriosamente de sus cenizas. Por eso me gusta tanto Space Cowboys y por eso tengo debilidad por El hombre de la máscara de hierro, pese a todos sus defectos, con unos mosqueteros que se enfundan sus viejos uniformes para dar la última batalla.
Eso es precisamente lo que hace nuestro querido doctor Jones. Más que un personaje de ficción es un amigo que nos lleva acompañando desde siempre, con el que hemos crecido y experimentado esas emocionantes aventuras que están fuera de nuestro alcance en la vida real. Mientras comía en un restaurante poco antes de entrar en el cine un padre les explicaba a sus cuatro hijos que él había visto la primera de la serie, la del arca perdida, en 1981, justo cuando tenía once años, la misma edad que tiene ahora una de sus niñas. Me identifiqué, de inmediato, con el comentario. Los clásicos tienen esa virtud: pasan de una generación a otra y nos siguen impactando, porque hay algo en ellos que, más allá del tiempo y de la muerte, es imperecedero.
A poco que veamos con atención las cinco películas nos daremos cuenta de que su protagonista tiene más que ver con los héroes homéricos que con cualquier investigador de ruinas.
Se ha gastado mucha tinta en tratar de averiguar en qué arqueólogo auténtico se inspira la figura de Indiana. Empeño vano. A poco que veamos con atención las cinco películas nos daremos cuenta de que su protagonista tiene más que ver con los héroes homéricos que con cualquier investigador de ruinas. El tesoro arqueológico, sea cual sea, es sólo un pretexto para lo que de verdad importa, la lucha contra el mal, personificada por los nazis.
En esta ocasión el villano es un antiguo defensor del Tercer Reich que pretende que, para progresar, es necesario ir para atrás, hacia el pasado. En una época como la nuestra, con tanto auge por todo el mundo de proyectos involucionistas, resulta refrescante ver cómo el viejo Henry Jones, Jr. vuelve a la carga contra los enemigos de la libertad. Mientras tanto, la suya es, también, una apuesta por el pluralismo. Nos emocionamos cuando aparece en escena un viejo conocido, su amigo egipcio Sallah, que ahora vive en Estados Unidos, pero se cuida de que sus nietos no olviden su país de origen. La idea no puede estar más clara: todos somos americanos, pero cada uno dentro de su cultura y su tradición. Indy, por tanto, es un héroe contrario a la islamofobia. También al neoliberalismo. Cuando dice que cierto antiguo tesoro debería estar en un museo nos recuerda el valor de lo público frente a los que sueñan hasta con privatizar el aire que respiramos.
Nuestro héroe, en 1969, es un viejo cascarrabias que parece fuera de lugar. Por suerte, sigue fiel a sí mismo. Resulta inevitable que nos recuerde al Ulises de Tennyson, el poeta británico victoriano, porque él también, aunque se encuentre debilitado por el tiempo y el destino, conserva la voluntad de luchar, buscar, encontrar y no rendirse. La vida le ha enseñado que no importa lo que uno piense sino la intensidad con la que lo crea. Por eso se lanza, de nuevo, al combate. Este viejo profesor ama el conocimiento y por eso no puede estar cómodo en una sociedad que, como la nuestra, no parece más reconocer más ídolo que el dinero. Así, al rescatar antiguas piezas arqueológicas, contribuye una vez más a salvar el mundo. Y lo hace a través de la cultura, consciente del valor redentor del saber, aunque los bárbaros lleguen, una vez, más, a las puertas de la ciudad.
Este viejo profesor ama el conocimiento y por eso no puede estar cómodo en una sociedad que, como la nuestra, no parece más reconocer más ídolo que el dinero.
Los valores materialistas aparecen personificados, al principio, por Helena Shaw, la ahijada de Indiana Jones, una estafadora irresistible interpretada por una gran y carismática Phoebe Waller–Bridge. Su personaje bebe de una larga tradición de cínicos que, a poco que los empujes, acaban decantándose del lado de los más altos ideales. Como Humphrey Bogart en Casablanca. Helena posee una sólida formación como arqueóloga y conoce muy bien los textos antiguos, pero da la impresión de que, en unos tiempos deplorables para la lírica, siente la necesidad de disimular su pasión por la Antigüedad bajo una máscara de pragmatismo pedestre. No sea que los demás la confundan con una friqui. Al final, como pasaba con el bueno de Rick, el vil metal es, por descontado, lo de menos.
El final de Indiana Jones y el dial del destino es apoteósico, digno de una gran saga, con una extraordinaria potencia lírica en la que lo emotivo se mezcla con lo humorístico con mano maestra. No voy a decir de qué se trata, pero sí que, al acabar la película, yo aplaudía a rabiar con una humedad inconfesable en los ojos. Será porque, más allá de nuestra existencia prosaica, todos soñamos con ser algún día lo que de verdad somos y dar lo mejor de nosotros mismos sin claudicar otra vez ante la realidad. ®