Indulgencia con A

El estado de la crítica en tiempos de Sheinbaum

En los primeros meses del gobierno de Sheinbaum la crítica tuvo mejores condiciones para expresarse al disminuir la hostilidad presidencial, pero eso no se ha reflejado en una respuesta más enérgica frente a una agenda más radical de concentración de poder. ¿Por qué los efectos disuasivos de la polarización sobreviven pese a la moderación discursiva?

Programa «Tercer Grado», de NMas. Captura de pantalla.

Hace no demasiado, cuando Roger Bartra publicaba El regreso a la jaula (2021), Jesús Silva Herzog Márquez glosaba sus señalamientos en el programa radial de Denise Maerker, cuando se detuvo a citar una de sus observaciones centrales: las políticas de AMLO, dijo, eran irracionales. La conversación se desdobló hacia su interlocutora, que desenfundó un matiz inesperado: no, no son irracionales, dijo, son de una racionalidad diferente.

Durante la cancelación del aeropuerto de Texcoco la periodista había argüido un razonamiento semejante: AMLO actuaba en términos de símbolos, y lo que él quería era mandar un mensaje. Aquel sería un momento fundacional en nuestra degradación democrática: la periclitación de nuestra exigencia pública. De repente, se había validado en boca de una de las más prestigiosas periodistas del país el criterio personalista para evaluar al gobierno. Desde entonces, la apreciación subjetiva del gobernante compite con las consecuencias fácticas de sus decisiones como baremo para su evaluación. Y la consecuencia es que ahora un amplio sector del círculo rojo se dedica a justificar las acciones del gobierno en función de sus intenciones. La crítica fue reemplazada por la exégesis.

De repente, se había validado en boca de una de las más prestigiosas periodistas del país el criterio personalista para evaluar al gobierno. Desde entonces, la apreciación subjetiva del gobernante compite con las consecuencias fácticas de sus decisiones como baremo para su evaluación.

Como ha escrito Mauricio Dussauge–Laguna («La democracia sin sus críticos«), la crítica fue el pulmón que oxigenaba nuestra vida pública, el órgano más luminoso qué dejó la transición. Pero ya no vivimos esos tiempos. Hoy la opinión pública jadea, le cuesta hablar, hacerse escuchar, articular con fuerza sus palabras. La crítica parece haber pasado de moda: auditar al poder desde la razón es ahora un anacronismo.

Hubo quiénes vieron en esto una moda sexenal. Los más optimistas pensaron que, sin el carisma de AMLO y con las próximas crisis estallando, habría una suerte de rebelión cívica que obligaría a Sheinbaum a sentarse a negociar. Nada de eso ha pasado. Al contrario: Sheinbaum posee niveles de aprobación superiores a su antecesor y los sectores críticos de la conversación pública (universidades, medios, intelectuales) parecen emasculados de su vigor público, todo esto a pesar del significativo descenso en la rijosidad presidencial. De hecho, esa podría ser una primera conclusión de los primeros seis meses de la presidencia: la polarización sobrevive en sus efectos sin la necesidad de un maestro de ceremonias que la alimente.

¿Qué ocurrió? Lo paradójico es que la definición del problema es parte del problema: no es la polarización sino nuestra idea de ella lo que lastra nuestra vida pública. La polarización es exitosa en el caso mexicano porque funciona como mito útil de sí misma.

Hay una parte de la comentocracia que parece sólo ocuparse de los déficits de la transición sin aquilatarlo con los mecanismos del autoritarismo, cayendo en lo que podría denominarse como autocrítica liberal culpígena, una explicación que pone todo el peso en las promesas incumplidas de la democracia para explicar nuestro estado actual.

Para entenderlo hay que volver al análisis del populismo: se debe distinguir entre los déficits de la democracia liberal que lo acicatearon y las estrategias que usó para acceder al poder. Pero hay una parte de la comentocracia que parece sólo ocuparse de los déficits de la transición sin aquilatarlo con los mecanismos del autoritarismo, cayendo en lo que podría denominarse como autocrítica liberal culpígena, una explicación que pone todo el peso en las promesas incumplidas de la democracia para explicar nuestro estado actual. Es un movimiento defensivo que suelen dar algunos círculos progresistas en momentos de estrés: al poco tiempo del ataque a las torres gemelas el filósofo y político español Xavier Rubert de Ventós escribió que aquel ataque era producto de las deudas sociales de Occidente (Filosofía de andar por casa, 2010). Pero, como demostraron los reportajes sobre el terreno de Lawrence Wright, fue todo lo contrario: el 11 de Septiembre se explica mejor por la radicalización de terroristas locales en contacto con el dinero de patrocinadores regionales. El abismal error en el diagnóstico de Rubert de Ventós no sólo se debió a la falta de información sino que respondía a una necesidad psicológica de enmendar lo que percibía como los fallos de su propio proyecto ideológico, y lo hacía restándole responsabilidad al actor señalado y redirigiendo la culpa a los propios fallos del liberalismo. Ese mismo espíritu auto–flagelante anima muchas interpretaciones bien intencionadas.

Un ejemplo: en un texto firmado por Gabriela Warkentin, «Disfruta lo votado» —que aboga por un mea culpa tanto de oficialistas como de críticos del poder— podemos apreciar un prudente llamamiento a la moderación, pero cuyo corazón argumental parte de la misma falacia que hizo Trump tras la tragedia de Charlottesville al decir que ambos bandos (los neonazis que violentaron y los  manifestantes que recibieron esa violencia) estaban igualmente mal.

Su apuesta pareciera ser repartir culpas en proporción igual para bajarle la intensidad al discurso público, pues ¿acaso la polarización no se derrota, precisamente, al suavizar el discurso? La experiencia indica lo contrario: apaciguar al tirano sólo lo agiganta, y ahí están Trump y Putin para demostrarlo.

No se puede disociar la polarización de sus beneficiarios, porque aunque afecta a todos, no reparte costos y ganancias por igual.

“¿De verdad hay un punto medio entre quienes creen que la tierra es plana y quienes no?”, a lo que cabe responder: por supuesto que no, ambas posturas no son equivalentes, pero, gracias a la polarización, sí.

En su ensayo «No le echemos la culpa a la polarización» Sandra Caula apunta dos de sus componentes: el subjetivismo y el sectarismo. Para explicar el primer concepto, cita a Siri Hustvedt, cuyas palabras —traídas aquí a modo de pregunta— arrojan luz sobre nuestra polarización: “¿De verdad hay un punto medio entre quienes creen que la tierra es plana y quienes no?”, a lo que cabe responder: por supuesto que no, ambas posturas no son equivalentes, pero, gracias a la polarización, sí: al privilegiar el criterio político por encima de los hechos las posturas irracionales adquieren un valor equivalente a las posturas racionales, accionándose lo que podría llamarse la dimensión estratégica de la polarización, y ésta ataca uno de los engranajes esenciales de la democracia, pues si para existir la deliberación deben existir los desacuerdos, es igualmente importante que éstos se procesen bajo un piso común: se puede diferir la respuesta ante un desastre pero no negar el desastre, pero eso es justo lo que hacen los negacionistas del cambio climático, los negacionistas en general, y eso incluye a los negacionistas del retroceso democrático en México, pues todos ellos destruyen el piso fáctico común para volver aceptables prácticas que de otro modo no podrían serlo.

Este aspecto utilitario de la polarización suele verse opacado ante la amenaza que representa su deformación última, el sectarismo, pero en México, donde no parece haber hecho metástasis, y quizás nunca lo haga porque así resulta más útil, entraña la clave para nombrar nuestra polarización, que no es política, social o cultural (que es la clasificación que ofrece Ezra Miller para Estados Unidos en Por qué estamos polarizados, 2021) sino estratégica.

Un ejemplo aleatorio: cuando Enrique Acevedo en su espacio radiofónico retomaba el tema de la representación proporcional en el congreso, su colaboradora Viridiana Ríos le espetó que la mayoría asignada a Morena estaba en la ley y quien estuviera en contra estaba en contra de la ley.

Dos conclusiones se asoman: primero, que el marco del conflicto no se da entre dos partes sino que hay un actor preponderante que sabotea la comunicación entre partes para favorecer su agenda (que encaja como resumen del sexenio de AMLO), y segundo y más importante, que el mayor efecto nocivo a largo plazo para nuestra deliberación pública no viene de la polarización sino de nuestra idea de ella: cuando una parte de la comentocracia modera, restringe o de plano calla señalamientos que pueden aumentar la tensión que lleve a un escenario de una (hipotética) polarización sectaria, es ahí en realidad cuando se cae en la trampa de la polarización estratégica, pues se aceptan pasivamente actos que en un contexto de normalidad democrática serían inaceptables. La polarización estratégica va a la caza de nuestro estándar mínimo de exigencia, no sólo en las conversaciones cotidianas sino en los espacios cuya finalidad debería ser elevar el nivel de nuestra conversación política. Un ejemplo aleatorio: cuando Enrique Acevedo en su espacio radiofónico retomaba el tema de la representación proporcional en el congreso, su colaboradora Viridiana Ríos le espetó que la mayoría asignada a Morena estaba en la ley y quien estuviera en contra estaba en contra de la ley, y en lugar de problematizar el asunto Acevedo le dio la razón en automático para luego afirmar que el verdadero problema (saltándose las triquiñuelas que Morena usó para llegar a esa mayoría) era no poder llegar a acuerdos, el problema —diría más tarde— era el tono. Cuán elocuente episodio para describir las dos tenazas con las que opera nuestro populismo: gaslighting al que difiera del poder, comprensión ad nauseam para el oficialismo.

Esta estrategia es parte de un esquema más amplio, en el que nuestro autoritarismo contemporáneo es esencialmente cultural, un poder suave que va erosionando las resistencias democráticas hasta colonizarlas, pues la principal herramienta de esta ola iliberal no es la violencia sino la disgregación. Un ejemplo concreto: la disgregación temporal que aplicaban los trolls del gobierno cuando preguntaban burlonamente: “¿Ya somos Venezuela?” Como si la abdicación democrática se diera de un día a otro. Aquello funciona como la paradoja de la flecha de Zenón, en la que una flecha debe pasar distintas medidas antes de llegar a su blanco: metros, centímetros, milímetros, diezmilímetros y así una y otra vez, quedando suspendida en el ejercicio mental mientras en la realidad avanza. Nuestros trolls siguen ese mismo esquema, apropiándose de las advertencias de los críticos y despojándolas de densidad a través de la ironía, logrando suspender, cual flecha de Zenón, el juicio crítico al gobierno: desactivan la capacidad movilizadora de la indignación al equiparar daño potencial con daño inmediato, condicionando el valor de un señalamiento a sus efectos inmediatos, de tal modo que todos los actos encaminados a desmantelar al Estado y concentrar el poder se vuelven difusos, etéreos, aceptables.

Desactivada su capacidad de advertir las consecuencias lesivas y motivada por la culpa, la crítica parece subordinarse a un relato que conduce a justificar al poder, semejante a cuando Carlos Fuentes defendió a Luis Echeverría aduciendo que sería un crimen histórico no apoyarlo. Y un aire semejante se respira, por ejemplo, en el citado texto de Gabriela Warkentin cuando, para redondear una idea (que bascula entre la advertencia y la amenaza), cita textualmente a Ece Temelkuran: “La manifestación constante de ira no cambia nada en nuestra realidad política, sino que más bien nos convierte en una audiencia ideal para el fascismo”. O sea, ni le busques: si te quejas demasiado, nos llevas al fascismo. Claro, leída aisladamente, la cita es un persuasivo argumento para la civilidad, pero en el contexto mexicano resulta hipócrita: porque al mismo tiempo que se lamentan expresiones verbales, el feminismo sale a las calles a retar la línea de lo permisible con una ferocidad que sonrojaría a los activistas de twitter. No es coincidencia que el movimiento feminista fuera el único que logró poner en jaque al expresidente Obrador. Habrá quien señale que los casos no son iguales, pero la diferencia, desde un punto de vista del activismo político, es más tenue de lo que parece: mientras que la lucha feminista se considera una lucha por los derechos, la lucha por la democracia se considera una lucha por un programa político. La distinción no es menor: el corazón argumental de la polarización como mito útil reside precisamente en definir la lucha por los derechos políticos efectivos como una mera rebatinga por un programa político. Y aunque su enunciación no es explícita, los efectos de su lógica son visibles: tras la aprobación de la Reforma Judicial en las dos cámaras, en el programa “Tercer Grado” Denise Maerker utilizó su intervención para lamentar que Lily Téllez llamara bellaco a Noroña, situando en un mismo lugar un insulto con la compra de legisladores, el posible uso faccioso de las fuerzas del orden, por no hablar del consenso entre especialistas de las consecuencias negativas que traería la reforma judicial, así, ¿por qué darle importancia a algo tan anecdótico? La respuesta está en cómo se enmarca el acontecimiento: si la disputa por la reforma judicial no es una lucha por mantener los derechos sino una mera rebatinga por un proyecto político, entonces lo que importa está en cómo se dirime el conflicto en lugar de qué está en juego, y así se pueden patear las alarmas hasta el infinito: no importa si lo que está en juego es la división de poderes o los últimos estertores del Estado de derecho, la prioridad del asunto siempre será el tono.

En el programa “Tercer Grado” Denise Maerker utilizó su intervención para lamentar que Lily Téllez llamara bellaco a Noroña, situando en un mismo lugar un insulto con la compra de legisladores, el posible uso faccioso de las fuerzas del orden, por no hablar del consenso entre especialistas de las consecuencias negativas que traería la reforma judicial.

Estamos ante una narrativa desmovilizadora fundamentada en el miedo de un hipotético conflicto irresoluble, por eso vale la pena volver al texto de Warkentin cuya sugerencia velada (citando las palabras de Ece Tuckerman) parte del mismo razonamiento, pero localizando la chispa que encendería nuestro hipotético conflicto: la ira. Pero aquella contundencia retórica esconde su condición porosa: ¿Cómo definirla frente a otras expresiones del malestar? ¿Cuándo la ira es sólo inconformidad, cuándo es desesperación? ¿Cuándo es legítima, cuándo es peligrosa? Lo primero que habría que señalar es que las emociones públicas no se dan en el vacío sino que, al pasar por el tamiz de la crítica, sirven de lubricante para modular las demandas sociales. Irónicamente, la ira de la que habla Warkentin es un tipo particular de ira, una que no se procesa por el filtro de la crítica sino que se expresa en abstracto, y es la que suele instrumentalizarse por las políticas de retaliación, que es justo lo que ofrece este gobierno, y que conduce, si no al fascismo, al menos sí a un ambiente menos propicio para el pluralismo. La ira, pues, a veces simplemente refleja el tamaño del agravio, y por eso sería erróneo ver en los grados de enojo la raíz de sus aspectos destructivos, porque asociar la polarización con el enojo no acaba con la polarización sino con la crítica, pues bloquea su cauce emocional, negando su expresión completa. Pero si acaso se quiere encontrar el combustible que la alimenta, no habría que buscarlo en el catálogo de las emociones sino en el lazo común entre Denise Maerker y Donald Trump, pues cuando su vocera habló de “hechos alternativos” bien podría encajar en que lo que buscaba decir era que hablaba de racionalidades alternativas, del mismo modo que Maerker hablaba de una racionalidad distinta para evaluar las decisiones de AMLO, lo que nos lleva a la cuestión del principio: ¿puede considerarse racional una decisión de política guiada por razones ajenas a sus consecuencias públicas? Sí, porque cualquier cosa puede ser racional si su punto de partida no es su coherencia interna, pero lo que nos importa como ciudadanos no es cualquier tipo de justificación sino una afín a la racionalidad pública: cómo y de qué manera afecta a un grupo o aspecto social y por qué inclinarse a tal decisión frente a otras, es decir, racionalidad pública significa justificación en relación con el objeto, y lo que pretende el polarizante es sustituirla por una racionalidad alternativa, de justificación en relación con el sujeto. Es, pues, un intento de desactivar las capacidades auditoras de la crítica suprimiendo la razón del discurso público, ya que la crítica es el último reducto de resistencia en un contexto en el que ya no hay instancias legales de contención de poder, y que a su vez es la única amenaza para un proyecto de partido hegemónico.

La polarización como mito útil pretende ser un marco interpretativo que modere las críticas dentro de los límites fijados por el propio régimen, y pretende erigirse como un nuevo sentido común (pues, al fin y al cabo, lo que diferencia al mito de la ficción es que el mito es una ficción que invisibiliza su condición de ficción para ser aceptado como algo natural). El resultado es un efecto emasculante de la pasión crítica.

La nueva ola iliberal parece haber aprendido de los errores de su abuelo y ya no usa la violencia para sobajar derechos sino las herramientas retóricas de la despolitización. Si Unamuno hubiera visto la tersura con que medios e intelectuales dejaron pasar la elección judicial, tal vez habría reformulado su famoso dictum: “Venceréis, pero además convenceréis”. ®

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Publicado en: Periodistas, Política y sociedad

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