Cada estrategia del Peje, cada plantón, cada feria de objetos y animales de granja priistas, cada demanda de Monreal ante los tribunales, cada desfile de jovencitos con sus camisetas del Che y sus carteles de Marx, Lenin y Stalin… Todo ello forma parte de un show que la prensa de ninguna manera quiere perderse.
Por alguna extraña razón relativa a caprichosas conexiones neuronales, he visto reflejado a México en una noticia de Venezuela. Henrique Capriles, candidato de la oposición, transmitía su campaña en vivo por canales privados cuando el candidato presidente, Hugo Chávez, interrumpió las transmisiones de todos los canales venezolanos (privados y estatales) para poner una de sus tantas cadenas autolaudatorias y obligatorias por edicto real. La asociación me vino obviamente por contraste, y a unas cuantas semanas de transcurrida la epopeya mexicana donde los candidatos a la presidencia fueron imagen omnipresente en cada señal de radio o televisión.
Es imposible olvidar cómo la oposición de izquierdas reclamaba, como una de sus cantilenas más dilatadas, que los medios eran persistentemente inequitativos, en detrimento perverso del candidato Andrés Manuel López Obrador y, por ende, de los movimientos juveniles rebeldes, de corte socialista, que de él se desprendieron. Sin números estadísticos confiables —está de más recordar que los dogmas del mundo marxistaguevariano son tan inextricables como los de la iglesia católica— cada manifestación antisistema daba por sentado que el Dobrinya Nikitich mexicano, don AMLO, era relegado, a propósito, de las pantallas de televisión, desplazado por el artero privilegio que sí protegía al iletrado copetón priista. Y la conspiración parecía unificar a varios canales de alto impacto con el propio gobierno “espurio” cuyas malas artes ya casi cumplían seis años.
Más allá de las especulaciones sobre si Andrés Manuel es (era) o no un prospecto chavista para el porvenir mexicano, si la Poniatowska fue, a la postre, un puente sutil entre ambas figuras políticas o si todo no fue más que un espejismo electorero, el reciente acontecimiento en Caracas, oloroso a totalitarismo, ese que tan habitual resulta en la campaña presidencial venezolana, despierta paralelismos antagónicos interesantes con el modelo del proceso mexicano y su potencial inequidad.
No es un secreto que la agenda de medios de cualquier país siempre responde a determinados intereses de la clase dominante, que a su vez es la dueña de los medios y, por extensión, del paquete de información que se ofrece y de la manera en que se manipula. Pero en este caso la tendencia oficialista, los tentáculos de la malvada derecha, los más que probables lazos del PRI con Televisa y TV Azteca, parecen no haber sido lo suficientemente perversos como para salirse con ese gusto tan excesivo que habría sido ningunear a un personaje tan atractivo como López Obrador.
Por muy tendencioso que fuese determinado canal, por muy vendido que estuviera al poder de los diabólicos millonarios, la prensa siempre va a buscar aquello que resulte entretenido, vendible, y de hecho así probablemente ocurrió —aunque no existan estadísticas confiables tampoco sobre ello, me remito a la vivencia presencial de varios meses siguiendo con avidez tanto a la agenda de medios como a la agenda pública— que AMLO apareciese más asiduamente en las pantallas que el resto de los contendientes.
Otro tanto ocurre con el movimiento #YoSoy132, que de tanto decir que los medios no los tienen en cuenta han llegado a creérselo. Ellos, al emerger de la lucha izquierdista por las reivindicaciones lopezobradoristas, pasaron a ser, de inmediato, un fenómeno mediático imposible de soslayar.
Algo así sería impensable en el modelo venezolano —ni hablar del modelo cubano que ni elecciones medianamente democráticas tiene—, donde el poder gubernamental puede manejar a su antojo a los medios masivos de comunicación. Chávez puede, por sólo poner un ejemplo, instruir a la presidenta del Consejo Nacional Electoral (CNE), Tibisay Lucena, para que desestime cualquier reclamación al uso de la propaganda presidencial, con el argumento de que las cadenas que transmite el presidente (publicitando, dignificando su obra y llamando “majunche” y “jalabolas” a Capriles) son “materia distinta a la campaña electoral”, en un descarado abuso de poder que aquí, donde sólo por una opinión del presidente Calderón complaciente con la candidata panista se armó notoria polémica, sería considerado inconstitucional y repercutiría en rebeliones inimaginables.
Otro tanto ocurre con el movimiento #YoSoy132, que de tanto decir que los medios no los tienen en cuenta han llegado a creérselo. Ellos, al emerger de la lucha izquierdista por las reivindicaciones lopezobradoristas, pasaron a ser, de inmediato, un fenómeno mediático imposible de soslayar. Puede que el tono de las notas periodísticas no siempre haya sido del gusto de los chicos, como nunca fueron del gusto de AMLO las observaciones críticas de Ciro Gómez Leyva o cualquier otro del círculo de divas televisuales, puede que las apreciaciones y destapes de fisuras en su organización no hayan sido del todo bien aceptadas (a fin de cuentas, los jóvenes siempre va a apostar su cabeza a que tienen la razón), pero definitivamente resulta una triste fábula aquella hipótesis de que la televisión los ignora, que no los refleja en sus noticieros y que los censura.
Durante la transmisión conjunta (estoy tratando de no decir “cadena” para no dar lugar a confusiones con el estilo venezolano) del Grito de la Independencia en el Zócalo capitalino el pasado 15 de septiembre, un grupo de jóvenes del movimiento — relativamente pocos si se los compara con la multitud que cabía en la plaza— causaron tan grande alboroto que no hubo manera de censurarlos, ni así hubiese sido la intención de la prensa. No sólo se escuchaban las consignas entre pausa y pausa de la música en vivo, sino que los presentadores hablaban de ellos y me consta que al menos Milenio Noticias los entrevistó, también en directo. Quizás periodistas y presentadores se guardaron para sí algún comentario sobre el evidente ataque de lucecitas láser a la cara de Calderón, quizás debieron asumir algo que resultaba más que obvio, pero ese pequeño detalle no descompensa demasiado los buenos minutos en pantalla que tuvieron los chicos esa noche, una noche clave para el acceso a la familia media mexicana.
Y como eso, miles de momentos más de la lucha izquierdista invaden el espectro mediático. Cada estrategia del Peje, cada plantón, cada feria de objetos y animales de granja priistas, cada demanda de Monreal ante los tribunales, cada desfile de jovencitos con sus camisetas del Che y sus carteles de Marx, Lenin y Stalin… Todo ello forma parte de un show que la prensa de ninguna manera quiere perderse. Es necesario para sus niveles de audiencia y, si bien es muy probable que a las notas les agreguen, más o menos subliminalmente, apreciaciones críticas que pueden atacar, más o menos objetivamente, a los movimientos izquierdistas, no menos cierto es que en el mundo moderno lo que vale es la publicidad neta, sin importar que se hable bien o mal. Cualquier estrella de Hollywood sabe que no hay diferencia entre loas y críticas cuando su cara aparece en todas las revistas, que lo importante es que las imágenes lleguen a sus potenciales destinatarios y se siembren en los hipotálamos del público.
La manera en que, aun con tanta repercusión, los detractores de Televisa —y uso esta referencia por ser la más extendida, aunque se refieran a todo el entramado del poder mediático— siguen afirmando que Televisa no los pone en pantalla, se vuelve contradictoria cuando todos ellos juran, como premisa de orden moral, no ver a Televisa. Sus llamados a apagar los televisores deben implicar, de facto, que ellos mismos no ven la programación oficial. Entonces ¿cómo saben que Televisa —o la agenda de medios— no les da cobertura a sus manifestaciones y demandas? ¿Cómo AMLO está tan seguro de que en la propaganda televisiva existe una inequidad injusta, piedra angular de la acusación de fraude electoral, junto al de la compra de votos, si ni él ni sus correligionarios encienden sus televisores para ver al despreciable monstruo impresentable Televisa, cáncer de las comunicaciones nacionales?
El victimismo siempre ha sido uno de los bocados más apetecidos por los líderes populistas, desde la mitología castrista de culpar por todo al embargo yanqui hasta el sistémico desprecio chavista hacia su oposición, supuestamente financiada por la oligarquía, la CIA y Satanás, y este tópico encaja a la perfección en los reclamos de la desmejorada izquierda mexicana cuando necesita rellenar sus baches con hipótesis defectuosas, apresuradamente concebidas o simplemente armadas desde el eco discursivo de rumores, en rigor nunca comprobados.
Sin restar responsabilidades éticas a la facción finalmente ganadora, es decir, sin acariciar a un sistema electoral que de igual modo dejó mucho que desear, ni aplaudir la victoria en las urnas de un grupo que no escatimó en trampas y atajos para engatusar a sus votantes, tampoco sería prudente dejar de reconocer que no todo en el panorama político ha sido burla, escarnio y censura para la parte perdedora. Esa pose de martirologio es la que se nos manifiesta cuando se reclama equidad para la propaganda de la izquierda en los medios.
Al menos esta vez, y contrario a lo que creen muchos, quizás la publicidad en pantalla —inundada con los reportes de tantas reivindicaciones socialistas— haya sido menos pródiga para aquellos que al final vencieron en los comicios. Ellos se enfrascaron en otro tipo de artimañas taimadas para conseguir el éxito, ésas que la izquierda (entretenida en su obsesión con los medios), si bien no es totalmente ajena a estrategias análogas en gestión oscura de votos, aún necesita de mejores adiestramientos para llegar a niveles verdaderamente profesionales. ®