No necesitamos matarnos, necesitamos saber que podemos matarnos, decía Cioran: “Es una de las mejores ventajas que se le han brindado al hombre. Yo no abogo por el suicidio, sino por la utilidad de esa idea. Es necesario incluso que se les diga a los niños en las escuelas: Escuchen, no se desesperen, pueden matarse cuando quieran”.
Para Anne-Sophie
Habiendo vivido día tras día en compañía del Suicidio, sería injusto e ingrato que lo denigrara ahora. ¿Existe algo más sano, más natural? Lo que no lo es, es el apetito rabioso de existir, tara grave, tara por excelencia, mi tara…
—Cioran
Elegir un perfil
Melancólico, patológico, vengativo, normal, egoísta, altruista, maniaco, impulsivo, fatalista, heroico, activo, pasivo, lógico, apasionado, delirante, fatalista, anómalo, lúdico, estratégico, de reacción desafiante, entre otras, son algunas de las clasificaciones científicas, y extravagantes, que los peritos han endosado al suicidio y que recoge la maravillosa obra Suicides. Histoire, techniques et bizarreries de la mort volontaire, de Martin Monestier. La historia del la muerte voluntaria ofrece singulares relatos, portentosos sucesos de una rareza y una crueldad que desafían la imaginación. Ricos en acrobacias y truculencia, del Suicides se pueden citar episodios inauditos.
Séneca acertó que “se escoge bien un barco cuando se embarca, o la casa a habitar. De igual manera tenemos el derecho de escoger el medio para quitarse la vida. Es en la muerte, más que en otras cosas, donde debemos seguir nuestro gusto”. Si se cree en la Bibliothèque médicale de 1911, el zapatero veneciano Mathieu Lovat comprendió a la perfección el postulado y, durante dos años, preparó su singular suicidio. Obsesionado con Cristo, el humilde artesano se coronó de espinas y, ayudándose con el suelo, perforó a golpes sus manos y pies con largos y agudísimos clavos. Después de haberse hecho una herida en el costado izquierdo, hizo penetrar los clavos en pequeños orificios previamente preparados en una cruz dispuesta para tal fin. Con ayuda de un sofisticado sistema de correas, jarcias y garfios, hizo elevar la cruz a través de la ventana, quedando suspendido sobre la calle, a la vista horrorizada de sus contemporáneos.
A la hora del postre, el vizconde hizo traer una caja con tres leones. Los comensales, creyendo que se trataba de un espectáculo, chillaron de gusto y rieron estrepitosamente cuando Elemeda saludó y entró en la jaula.
Otro eminente modelo de suicidio fue el que llevó a cabo el vizconde Luis Elemeda. Aspirante a todos los vicios, los apuró hasta sus últimas consecuencias y dilapidó su fortuna. En 1906 ofreció una suntuosa cena a sus amigos, gente notable de la sociedad parisina. A la hora del postre, el vizconde hizo traer una caja con tres leones. Los comensales, creyendo que se trataba de un espectáculo, chillaron de gusto y rieron estrepitosamente cuando Elemeda saludó y entró en la jaula. La terrible escena posterior heló de horror a los ávidos espectadores. Como último gesto de candidez, el finado pidió en su esquela mortuoria que se recogiera concienzudamente todo resto que fuera posible para colocarlos en el sarcófago familiar.
Céline, entre muchos otros, se preguntó por qué no habría de haber tanto arte posible en la fealdad como en la belleza, en la fruición como en el vértigo. El caso de Dominique Helt, joven técnico inventor del piano guillotina, es un ejemplo del verdadero arte del suicidio, un opositor a los modales tabernarios, igual que el locuaz inventor de la silla eléctrica de factura doméstica. Encontramos la fisonomía amenazadora en el suicidio de un viejo negociante que se taladró el cráneo nueve veces o el empresario alemán de pompas fúnebres que en 1985 se suicidó en condiciones verdaderamente atroces cortando su cuerpo en dos con una sierra industrial. En 1983 un habitante de Estrasburgo se suprimió sentándose cómodamente dentro de su congelador, esperando.
El lúgubre doctor Mignon relató un suicidio modesto pero remarcable: un día le fue llevado un hombre que había ingerido quince medallas de oro, una ruleta, 1,500 prendedores, 35 cuchillos y un juego entero de dominó.
La muerte voluntaria puede ejercer efecto tonificante entre grandes grupos o involucrar a más de una persona. El ejemplo de la ola masiva de suicidios que se dio en la Alemania romántica a raíz de la publicación del Werther es conocidísimo: Goethe había invitado a todo lector a leer su obra como propia.
En la antigua Roma el rey Tarquinio empleó a habitantes para cavar una alcantarilla. Muchos refutaron un trabajo que consideraban al tiempo duro e insalubre dándose muerte. A manera de escarmiento a ulteriores suicidas, Tarquinio Prisco ordenó crucificar los cadáveres y abandonarlos al arbitrio del frío, los animales salvajes y las aves de rapiña.
Diógenes Laercio relata el astuto artificio del que se valió Periandro, tirano de Corinto, célebre por su muerte, su crueldad y por haber matado a su mujer a patadas en un acceso de cólera. Ordenó a dos hombres seguir una ruta de noche y matar y esconder al primer hombre que encontrasen. Después hizo ir a cuatro hombres para matar a estos dos, luego ocho para matar y enterrar a los cuatro anteriores. Al final Periandro echó mano de catorce hombres y seis asesinatos para consumar su suicidio.
Factores a sopesar
Baudelaire intentó suicidarse a los 24 años dejando escrito: “Me mato porque me considero mortal”. Sin embargo, convertirse en un simulador grosero de suicida resulta lamentable. Para suprimirse con éxito el Suicides contiene diversas anécdotas que deben servir de escarmiento a quienes pretenden llevar a cabo su obra de manera impecable. “Se desaconseja, advierte el sumario, colgarse con la primer cuerda que se encuentra, sin haber previamente probado su firmeza. Los negligentes muy presionados se exponen a revivir la aventura que sobrevino, en 1947, el famoso payaso Tytys. Tytys era neurasténico. Había ya tratado fallidamente de saltar de la tercera plataforma de la torre Eiffel retenido en el último instante por un visitante. Regresando a su casa, tomó un simple cordón, decidido a colgarse de la ventana. La cuerda se rompió, él la reanudó y ésta se rompió nuevamente. A la postre la cuerda se rompió cuatro veces seguidas antes de conseguir su cometido. Después de la tercera tentativa agregó estas palabras a la carta suicida que había preparado: ¿Es que no se dan cuenta del trabajo?”
Don Carlos, en España, protagonizó uno de los fracasos suicidas más patéticos de la historia: después de tirarse por una chimenea sin resultar herido, ingirió el diamante más grande de la corona española. Con la ayuda de un caldo preparado por Felipe II, su padre, sobrevivió.
Durante la primera mitad del siglo XX el doctor Lisle trató de demostrar que cada oficio ostenta una inclinación precisa por un tipo de muerte. Sus conclusiones sugieren que, pastores, taladores y carboneros prefieren la estrangulación. Prostitutas, mendigos, vagabundos, se inclinan por la precipitación o el ahogamiento. Los obreros optan por la estrangulación a la caída libre y el arma de fuego a la asfixia o al arma blanca. Los agentes de transporte se ahogan, se cuelgan o se asfixian antes que prenderse fuego o envenenarse. Criados y sirvientes, así como panaderos, se ahogan en su mayoría antes que colgarse, se asfixian, recurren al arma de fuego, pero prefieren el arma blanca al veneno. Los carniceros escogen ahorcarse a ahogarse. Las profesiones liberales, escritores y artistas se inclinan más por prenderse fuego en los sesos que por colgarse. En tanto que los agentes de la fuerza pública prefieren estrangularse antes que utilizar armas de fuego. De tal suerte, el lector reconocerá alguna preferencia.
Propuesta para una satisfactoria muerte voluntaria
La escritura lleva a la gente a pensar en toda clase de cosas extrañas. Algunos afirman que para Balzac la capacidad de escribir estaba íntima e irremediablemente ligada a la cantidad de esperma que se encuentra en el cuerpo al dedicarse a la literatura. Víctor Hugo fomentó por dos años y medio el espiritismo. Mediante el artificio de un médium se las arregló para conversar, no sólo con celebridades como Aristóteles, Jesucristo o Dante, sino con animales mitológicos como el León de Androcles o entelequias como la Crítica y la Idea. Todo esto le suponía una buena fuente de material literario. Se dice que Joyce no podía escribir sin guardar aprensivamente una braguita sucia de su mujer, que olía y acariciaba ocasionalmente, en uno de los bolsillos de su pantalón. El estadounidense Philip Roth asevera que camina un kilómetro por cada cuartilla que escribe. Y así sucesivamente, la lista de singularidades podría extenderse hasta Homero.
Una de las ideas más excitantes y familiares es la que sostiene Emil Cioran, decano del vértigo: escribir para no matar. “Si no hubiese escrito habría podido convertirme en un asesino”. Se trata de atizar al lector, de darle una paliza: la escritura como herramienta de desahogo, como remedio a una larga y dolorosísima convalecencia. Alguna vez el autor de La tentación de existir reveló en un diálogo: “Si no eres un asiduo de las farmacias, escribir es el gran recurso, es curarse. Le doy este consejo: si odia a alguien sin querer particularmente suprimirlo, escriba cien veces su nombre seguido de voy a matarte. Al cabo de media hora, se sentirá aliviado”. Inclusive Cioran invita a facilitar toneladas de papel a los alienados en asilos: “La expresión como terapéutica”. Formular es salvarse, aunque no sean sino necedades. La honesta idea que el pensador sostiene sobre el suicidio presenta la misma virtud: “La vida cesa de ser una pesadilla cuando te dices: Puedo matarme, cuando quiera. En efecto, cuando disponemos de semejante recurso podemos soportarlo todo”. No necesitamos matarnos, necesitamos saber que podemos matarnos. “Es una de las mejores ventajas que se le han brindado al hombre. Yo no abogo por el suicidio, sino por la utilidad de esa idea. Es necesario incluso que se les diga a los niños en las escuelas: Escuchen, no se desesperen, pueden matarse cuando quieran”.
El hombre, diestro en la malevolencia, se ve a sí mismo arrojado al universo sin razón aparente. Es ahí donde la idea de que podemos abandonar el espectáculo cuando queramos resulta exaltante. “Lo hermoso del suicidio es que es una decisión. Es muy halagador en el fondo poder suprimirse. El suicidio es un acto extraordinario. El suicidio es un pensamiento que ayuda a vivir. Esa es mi teoría. No por ello se matará la gente, no por ello habrá más suicidios. Yo propongo una rehabilitación de ese pensamiento”, acota Cioran.
Dostoievski apostrofó: “Yo me mataría para afirmar mi insubordinación, mi nueva y terrible libertad”.
La antigüedad razonó notablemente al suicidio. Se consideró positivo, incluso aconsejable y sabio. Los grandes paganos, Catón, Pomponio Ático, Epicuro, entre otros, sostienen que vivir en la necesidad, el deshonor o el sufrimiento es una locura. Los medos, los persas, los griegos y romanos, las naciones de la antigüedad, proveen laudables y admirables ejemplos de lo que en el cristianismo se mira como pecado, a menos que sea un autosacrificio en el nombre de la fe.
La noción de la muerte voluntaria, que el cristianismo vulgar se dio a la tarea de despreciar y que en una sociedad, donde todo se sopesa, se discute, se discurre, se argumenta, se pondera, se vitupera o se adula, sigue ostentando un execrable dictamen de censura. Una de las razones por las cuales Cioran mantuvo una actitud anticristiana es porque el cristianismo “ha hecho una campaña contra el suicidio, cuando en realidad el suicidio es un elemento auxiliar del hombre”, aún mejor, es una de las “grandes ideas de las que dispone el hombre”. De hecho, el concepto de muerte voluntaria, que lo acompañó durante toda su vida y con éxito, es para él como un Dios para el cristiano corriente: “un apoyo, un punto fijo en la vida”.
“El suicidio es una falta contra el Estado”, dijo Aristóteles, ese intruso al que Diógenes tanto satirizó. “Los suicidas son comunes entre las personas corruptas”, garrapateó Chateaubriand y “todos los candidatos al suicidio son alienados” el no menos ocurrente Jean-Étienne Dominique Esquirol. En oposición a esta retahíla de lugares comunes de los enemigos de la muerte voluntaria Séneca aconsejó así a sus contemporáneos: “Es miserable vivir en la necesidad, pero no hay necesidad de hacerlo” (Maullum est in necessitae vivere; necesitas nulla est). Quintiliano pensó que “ningún hombre soporta el sufrimiento sino por su propia culpa” (Nemo nisi sua culpa diu dolet). Cicerón advirtió que “es agradable a la naturaleza que un sabio abandone la vida en el pináculo de su prosperidad” y Lucano lo consideró sólo digno de los virtuosos. Dostoievski apostrofó: “Yo me mataría para afirmar mi insubordinación, mi nueva y terrible libertad”.
La anécdota cuenta que Empédocles, en su frenesí por desentrañar el fenómeno volcánico, se arrojó, a manera de ejercicio intelectual, por la boca del Edna. La muerte… ¿existe otro tema sobre el cual reflexionar? En todo caso, escribir sobre el suicidio es vencer al suicidio. Cioran, que consideró a cada uno de sus libros un suicidio fallido o postergado, escribió este bello aforismo: “Desembarazarse de la vida es privarse de la satisfacción de reírse de ella. Única respuesta posible a quienes nos anuncian su intención de suprimirse”. Lo inaudito y portentoso de la vida es que cada día aporta una nueva razón para desaparecer. ®
Arturo Cornelius Rojas
Corcuerdo con Roberto, sólo falto citar a Camus, tema en el que el francés se destaca mucho. Fuera de eso el artículo es excelente.
Roberto
Excelente ensayo. Sin embargo, creo que faltó la postura de Camus sobre el tema. Sólo ese aporte.
Alma Villarreal
Pedro, muy bueno tu ensayo, agrego que aparte de tranquilizarte el saber que te puedes matar, para mí sería más tranquilizador saber el método, que fuera no violento y sin dolor.
paulina sánchez
Me encanta tanto los temas que eliges y por supuesto, la manera en que los desarrollas. Me gusta mucho tu pluma Pedro. Nomás no seas malo, pasa las fuentes! jajajjaja, un abrazo! que estés muy bien!
pd: desde el artículo sobre marx te lo quería decir, el cual me pareció genial! felicidades!
glenny
… leer sobre suicidio es vencer al suicidio.
Elizabeth
Hace tiempo que no leía un ensayo tan bueno. Excelente!