Islandia

Ante todo, sí, comer y tomar,
comprar la camiseta oficial
del infortunado balompié
que, de toda tu isla, cabe decir,
hace un solo estadio

Reykjavik. Fotografía de José Filadelfo.

Inmensidad de lo poco,
tan orgullosa que solo el mar,
y no la vecindad,
te hace libre,
madre helada,
pero no mentirosa,
como la tierra verde
que aún vive en el oeste,
abuela que, en las manos
de Sturluson,
aún emana sangre memorable,
nunca extraviada pero que,
en la pequeña visión,
arroja por ahora
bares y calles nocturnos
por los que todos hablan,
y los vasos preciosos
de cerveza se tratan
como desechos de plástico
al mexicano modo.
Muchachas borrachas
con su falda a go go
frente al viento que eriza,
homosexuales extraños,
pero simpáticos,
solitarios bebidos
que sueltan sus tretas
en su idioma frente a quien
el suyo propio habla,
pero es cliente y, por lo mismo,
hermano y bolsa de boxeo.
La novia antes y, entonces,
extraña amiga,
desde la habitación anexa
que decía a otro:
«Oh, I love you so much».
Y, sin embargo,
vine a ti, hielo de Thule,
pepita vidriosa del Tunglið,
en aquel año,
solo a beber, a comer
y a conversar y a meditar,
como quien se calla,
inmóvil y temeroso,
sobre el fondo irresuelto
de la vida.
Ante todo, sí, comer y tomar,
comprar la camiseta oficial
del infortunado balompié
que, de toda tu isla, cabe decir,
hace un solo estadio;
cordero en gravy,
tiburón podrido,
ballena amable,
chocolate y malvaviscos,
pizza y nieve,
empujón cabreado de vikingo
por los bancos en crisis,
2008, pero para mí,
lobo del altiplano,
comprensible;
tu restaurante Santa María,
mexicano, cara es la vida,
que del taco solo papa
y no carnitas eleva, extrañamente,
su propia forma de manjar;
“Let’s fuck”, dijo
el maricón, mas no;
“get into the car”,
dijo la gorda dulce,
mas no. Algo mejor:
pasar el rato,
pensar en el sofá,
quedarse quieto y divertido.
Tan cerca, Islandia, estás
de toda intimidad,
que es lo mismo
uno solo que los demás,
y es fácil, entonces, quitarle
la cabeza al carnero
de la casa de oro.
Acaben con el ministro.
Quítate los zapatos
al entrar a casa,
que estás pisando
un lugar aseado.
Islandia, te vi en silencio,
y no en la caliente descarga
de los géisers,
sino tiempo después,
entre los libros,
que habitan lo que no se ve,
pero vive al modo en
que pensar también es vida.
Regresaré, entonces,
como antes no, a tu biblioteca,
y pasaré a tu bar,
como si fuera ayer,
pero más convencido
de que las islas,
como al náufrago que
o explora o solo observa,
son una oportunidad
de encuentro y perdición.
Sin miramientos, pues:
si hubiera trigo, Islandia,
o el impensable maíz,
tendríamos el mismo mar,
en vez, y tristemente,
de amores, leyendas y poemas,
que tanto sueñan
cuanto más se cuentan.
Frontera y pesar y fama,
tiesa y suave isla sin miedo,
fértil pregunta por lo extraño,
y ese boleto de avión,
como sucede siempre,
que parece fácil,
pero que todo lo desmiente
o lo ilumina. ®

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Publicado en: Poesía

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