Ahí se veía a una turbamulta que no bailaba. Tal vez en la mayoría de los casos no entendía a ciencia cierta lo que estaba escuchando. Una muchedumbre que permaneció distante, fría, que posteriormente se dispersaría pero que quería estar justamente en ese lugar. Un público a medio camino entre la alienación y la búsqueda de pertenencia.
La fiesta del futuro no será rutilante e idílica sino de carácter cyberpunk —entiéndase, con esto, rebosante en tecnología, pero con un perpetuo mood de decadencia. Este ambiente se dividirá en dos: por una parte, el gobernado por DJs jóvenes temerosos y angustiados por vaciar el dancefloor, los cuales deambularán entre la complacencia y el guiño metarreferencial. Por otro lado, estará aquel grupo de artistas que si bien no se convertirán en soberanos de ningún reino adornado con luces estroboscópicas, sí manifestarán una declaración de principios basada en el nihilismo. Músicos que vivirán en un mundo donde todo lo que produzcan o escuchen llevará por definición el prefijo “post” como bandera. Puesto de otro modo, cualquier género se habrá rebasado. Un esbozo de esa segunda arista de la distopía se pudo apreciar en octubre del año pasado en el Auditorio BlackBerry al inicio del segmento conocido como “Nocturno”, dentro de la novena edición del festival dedicado a la música electrónica y las artes digitales MUTEK.MX.
Mientras acomodaba poco a poco las ideas para redactar el texto recordé una vieja entrevista —de hace seis años— a la cual recurro constantemente cuando asisto a este tipo de actividades. La entrevista se la hicieron al filósofo francés Gilles Lipovetsky y versaba en torno a “los secretos de la noche”.1 Lipovetsky afirmaba que la salida a bares, restaurantes, clubes y espectáculos (no, no mencionó festivales de música electrónica, pero también se puede aplicar para el caso) constituye un fenómeno arraigado en las metrópolis, profundamente ligado a valores hedonistas y de consumo desaforado, pero a la vez una forma de buscar la interrelación entre la gente que se encuentra a nuestro alrededor y con la atmósfera, tratando de escapar de una fantasmal y execrable presencia… la soledad.
Y ahí se veía desde las 10 de la noche hasta casi las cuatro de la madrugada, en el núcleo del foro, a una turbamulta que no bailaba. Tal vez en la mayoría de los casos no entendía a ciencia cierta lo que estaba escuchando. Una muchedumbre que permaneció distante, fría, que posteriormente se dispersaría pero que quería estar justamente en ese lugar (en compañía o incitando a que se diera una charla con la persona de junto). Un público a medio camino entre la alienación y la búsqueda de pertenencia (como, sin proponérselo del todo, Lipovetsky describía en la entrevista a este tipo específico de consumidor).
Y ahí se veía desde las 10 de la noche hasta casi las cuatro de la madrugada, en el núcleo del foro, a una turbamulta que no bailaba. Tal vez en la mayoría de los casos no entendía a ciencia cierta lo que estaba escuchando. Una muchedumbre que permaneció distante, fría, que posteriormente se dispersaría pero que quería estar justamente en ese lugar (en compañía o incitando a que se diera una charla con la persona de junto).
El soundtrack, por ende, no podía ser otro que uno oscuro y depresivo (aunque varios de los actos contenían suprabeats por minuto): llámese el rave espeso surgido desde el subsuelo del bass music, según la concepción del local Lao (el proyecto de Lauro Robles, el fundador del blog 401.mx y el sello Éxtasis, quien vive en constante añoranza por una época early noventas que no vivió como tal, pero que siente suya); el progressive esquivo y siempre burlador del inglés Luke Abbott; el techno abstracto con el que uno se siente indefenso, contraído, sin saber a dónde asirse, cómo hacerle frente, cortesía (individualmente) de los también británicos Nathan Fake y Jon Hopkins, o los hipnagráficos ambientes dubstep de Egyptrixx (el alter ego del canadiense David Psutka, a quien por cierto la prototecnología le jugó una mala pasada a la mitad de su intervención, lo dicho: totalmente cyberpunk pinta el asunto), y de otro inglés, en este caso Scuba (el personaje tras el que se esconde Paul Rose, director de la influyente disquera Hotflush Records). A todo esto, el programa se tituló convenientemente como Progresión Rítmica.
A pesar de haber quedado guarecido en una orilla poco transitada, gracias a sus respectivos sets etéreos de música cerebral, quien esto escribe se quedó, de esa noche, con Nathan Fake y Jon Hopkins. En el caso de este último, posiblemente por esas ramificaciones complejas que presenta la anatomía su música, es que es de pocas palabras a la hora de expresar de qué se trata el trabajo que realiza, como sugiriendo que es tarea de uno interpretar y sacar conclusiones al respecto. O al menos ésa fue la impresión que me dejó el haber compartido ocho horas antes unas palabras con este treintañero originario de Wimbledon, conocido por sus colaboraciones con Brian Eno, su destreza en la producción de remixes y transitar por la intelligent dance music más propositiva.
Alto, demasiado delgado, desgarbado y con una notoria parquedad al responder, Hopkins se sentó en una área improvisada para entrevistas aguardando la primera pregunta, mientras que un servidor sólo esperaba que sus respuestas no se limitaran a monosílabos.
—El concepto en el que girará esta noche es la “progresión rítmica”. ¿Cuál es la progresión rítmica de Jon Hopkins?
—Supongo que tiene que ver más con mi trabajo en estudio que lo que llego a hacer en vivo, donde en realidad empleo softwares convencionales y la dinámica es menos experimental. La evolución se ha dado al momento de producir: anteriormente sólo empleaba una simple PC, ahora me he inclinado por lo analógico, mucho hardware, mucho sintetizador, para provocar que el sonido sea más envolvente, profundo, personal… características que nunca podrá lograr una computadora.
—A diferencia de tus primeros discos a inicios de los 2000, es notorio que en el más reciente que hiciste en solitario (Insides, 2009), hay un trabajo mucho más refinado, más serio. ¿Qué tanto tiene que ver esto con tu formación de conservatorio? Y de ser así, ¿cómo combinar tu lado académico con la parte electrónica?
—Bueno, llevo tocando piano desde los siete años por lo que todo lo que hago tiene esa raíz y realmente nunca ha existido un conflicto con la parte electrónica. Sin embargo, para Insides por primera vez me dediqué por completo a componer en función de este instrumento. En esta renovación que tuvo mi estudio llevé el piano con el que he ensayado toda mi vida y me descubrí aprovechándolo al máximo.
—A últimas fechas has sido muy solicitado para la producción de remixes, ¿cuál es el criterio que empleas para decidir hacerle una reversión a la canción de otro artista?
Aunque cada petición para que haga un remix surge por una circunstancia particular, siempre busco que el artista sea totalmente opuesto a lo que yo hago comúnmente, como Imogen Heap, por ejemplo. Esto me permite ser otra persona por un rato, pensando tal y como lo haría el artista al que le estoy haciendo la remezcla, como David Lynch.
—Aunque cada petición para que haga un remix surge por una circunstancia particular, siempre busco que el artista sea totalmente opuesto a lo que yo hago comúnmente, como Imogen Heap, por ejemplo. Esto me permite ser otra persona por un rato, pensando tal y como lo haría el artista al que le estoy haciendo la remezcla, como David Lynch.
—Pasemos a tu faceta como compositor de scores fílmicos. ¿Cómo es el proceso: el director te propone ciertos sonidos que desea para su película, te cuenta el concepto de ésta y con base en esto empiezas a trabajar? ¿Se te permite verla, aún sin post-producir, para que te inspires?
—Es una combinación de las tres. Por ejemplo, en Monsters (Gareth Edwards, 2010), desde que el director me platicó la historia yo ya tenía imágenes y sonidos en mente, por lo que al momento de ponerme a componer todo fue mucho más sencillo, me gustó la experiencia.
—¿Desde un principio querías que sonara desesperanzador, haciendo juego con el contexto apocalíptico de la película?
—Sí, siempre concebí así el score, también tuvo que ver la etapa que estaba atravesando creativamente. Y es que, a diferencia de los remixes donde me convierto en otra persona, con los scores asumo mi personalidad y simplemente adopto una idea que alguien más creó.
—Leyendo sobre los artistas que se van a presentar hoy me enteré que tú comentaste, a propósito de tus colaboraciones con Brian Eno (el soundtrack para The Lovely Bones en 2009, el disco Small Craft on a Milk Sea y el single 2 Forms of Anger, éstos en 2010), que su método de trabajo más recurrente es el de la improvisación, buscar esos pequeños accidentes de la grabación, saltar al vacío y esperar sobre la marcha cómo se va desarrollando el resultado. ¿Esta metodología la empleas en solitario, en el proceso creativo diario?
—Haber trabajado con Brian Eno me abrió posibilidades que anteriormente ahí estaban presentes, pero nunca había explorado. Ahora, esos accidentes aparecen constantemente en mi música, porque con el formato análogo se está a expensas de que esto ocurra. Me gusta y lo acepto. Brian es alguien que todo el tiempo está improvisando, probando cómo sonaría tal instrumento, qué pasaría si aprieta ese botón. Yo no llego aún a esos niveles, pero sí he ido practicando su estilo.
—Los artistas que conforman este programa están empeñados en encontrar nuevos contextos para la pista de baile, aun si en el camino se ahuyenta a todo el mundo. ¿Cuál es el nuevo paso que se tomará para ejecutar en la pista de baile?
—No sé muy bien. No creo como tal en la creación de un sonido nuevo o de que califiquen lo que hacemos como “post-techno” o “post-dubstep”. No siento que ahí se encuentre la respuesta. Posiblemente, más allá de la canción, tendrá que ver con un discurso de mayor conexión, de entrega, de pasión entre el artista y el público. ®
Nota
1 Auxilio Alcantar, “Los secretos de la noche”, suplemento El Ángel del periódico Reforma, 3 de septiembre de 2006, pp. 1-4.