A cuatro años de la muerte de uno de los ídolos mexicanos más populares se habla de sus canciones y de su persona, de si fue un poeta y un provocador de machos irredentos.
Las acciones que las masas desatan suelen tener efectos, si no catastróficos, sí muy desproporcionados. El absurdo, la violencia, la burla o el linchamiento son sólo algunas de las manifestaciones que la turbamulta es capaz de realizar sin un ápice de raciocinio. Suspendido éste, irrumpen los dislates, encarna la imprudencia, se verbaliza la pulsión en grito primigenio, se abre paso el despropósito en voces corales que, a quien las escucha, hacen mesar su cabellera preguntándose de qué tribu, zoológico u hospital psiquiátrico han escapado quienes, lamentándose, entonan elegías de corte popular y moderno, acompañadas de demostraciones plañideras y mentecatas.
Aunque han pasado ya cuatro años, escribo esto aún con los estragos causados por un mundo arrobado por la muerte, como se afirma, del máximo ídolo popular desde Javier Solís, José Alfredo Jiménez, María Félix y Pedro Infante. Daremos el beneficio de la duda, e incluso al complicado arte del cantautor que, celebran todos, fue genuino, exitoso, humilde, atizador y, al mismo tiempo, entronizador del machismo y la homofobia; creador de himnos populares (incluyendo el pegajoso tema electoral “Ni el PRD ni el PAN, el PRI es el que va a ganar”); sujeto de reflexiones tanto de Carlos Monsiváis como Elena Poniatowska; sacerdote del dolor, hechicero del gozo y del berrinche estrepitoso en la cantina: Juan Gabriel.
Quien esto escribe comprende que siempre puede haber garbanzos de a libra, fenómenos sociales complejos e inexplicables, objetos voladores no identificados. Comprendo también que, sobre todo, el gusto se rompe en los más caprichosos moldes. Además, tocar a un hijo del pueblo, ¡ni con el pétalo de una rosa!
No, estas palabras no son filosos puñales en contra del hijo putativo de Ciudad Juárez, el número uno. No, respetable lector, no, esa diatriba ya ha sacado de quicio al colmo mismo. Quien esto escribe comprende que siempre puede haber garbanzos de a libra, fenómenos sociales complejos e inexplicables, objetos voladores no identificados. Comprendo también que, sobre todo, el gusto se rompe en los más caprichosos moldes. Además, tocar a un hijo del pueblo, ¡ni con el pétalo de una rosa! Ruedan cabezas, truenan relámpagos, escarnios en papel y a grito pelado. No.
Sin embargo, conforme me entero de las sesudas reflexiones en torno al cantante nacido en Parácuaro, me asombra y me asusta cada vez más la vox populi —y la no tanto— que, como se sabe, es ley.
Aquí un par de ejemplos que cito, y resumo, para evitarle al lector una investigación profusa o una impresión malsana.
Se ha comparado la vida del autor de “Querida” y de “Bésameeee” con la de, agárrese fuerte, Cervantes, aquel señor sin mano que escribió un tal Don Quijote de La Mancha:
Me gustaría ver la vida de Juan Gabriel como en vidas paralelas con grandes personajes y escritores. Por ejemplo, Cervantes, cuando es prisionero en Argel y está en un calabozo en un barco que se dirigía a Constantinopla, si los que lo iban a rescatar hubieran llegado un día después, ya no hubiera existido retorno a España para Cervantes. De esta forma, veo cómo en México hay cientos de jóvenes que desaparecen y no sabemos si ellos pudieron haber escrito un Quijote; en este sentido, Juan Gabriel fue un joven expósito, quien fue remando contra todo, si él no lo hubiera hecho, no habría Juan Gabriel ni nada (José Javier Villarreal, “En voz de los poetas”, Laberinto, suplemento del diario Milenio, 3/09/2016).
Saque sus biliosas conclusiones ante tan enigmático y caprichoso paralelismo.
Por otro lado, se ha argumentado en textos, al parecer más rigurosos, que la lírica de “Amor eterno” es, como muestra Yuri Vargas en “Una respuesta a Nicolás Alvarado” (Círculo de Poesía, 30 de agosto de 2016), “poesía dura y pura. Sí: popular, pero poesía de cabo a rabo”. Vargas examina escrupulosamente la canción mencionada para señalar sus figuras retóricas, sus correspondencias sintácticas, su métrica, su ritmo. (Pregunta, ¿qué hacen entonces en las cátedras de filología estudiando las jarchas medievales, la cuaderna vía, los sonetos de Sor Juana, ¡a fray Luis de León!… si se tiene a “Juanga”?)
Ahora, respecto del ocio encuentro que el seguidor de este fenómeno social salido del “Noa Noa” sacrificó, gustoso, su preciado tiempo para aguardar, “entiendo”, hasta 48 horas en espera de un boleto, o su equivalente, para lograr entrar al Palacio de Bellas Artes, convertido en una extensión del “Puerto de Vallarta”. Así es, la espera tropical afuera de este recinto–mausoleo, como hubo podido constatarse desde la radio, la televisión, el internet y hasta en sus sueños y pesadillas, formó una ola con las expresiones más diversas: desde los imitadores más extravagantes de este ídolo mexicano que, en pose histriónica, entonan los “Buenos días alegría” hasta las señoras y señores que, en cándido cartel, escriben “Nos vemos en el cielo, Juanga”.
Demostraciones sinceras para alguien de la talla de Alberto Aguilera Valadez, verdadero nombre del artista; sin embargo, pregunto nuevamente, ¿qué sigue ahora, el nombre de una avenida principal, un estado emocional, el día oficial, una materia universitaria…? ¿O ya existen?
Cierto, toda catarsis individual o colectiva es saludable y es más, hasta necesaria —si no pregunten a los automovilistas que, a mentadas, diariamente afrontan manifestaciones.
Todo esto es cierto, pero es realmente necesario llegar a los incomprensibles extremos —ya no de celebrar al artista y su obra o, por lo contrario, de criticarlo “objetivamente”, recibiendo como respuesta instantánea el oprobio cósmico— de dejarse conducir por el desatino, el juicio hiperbólico, la canonización, el adjetivo superlativo, el culebrón… Lamento decir que sí, lo concedo: ¿qué fenómeno cultural de estas dimensiones se escapa del melodrama?
Yo por eso no le entro a la diatriba sobre Juan Gabriel. Ya lo dice su canción: No discutamos. ®