Judith Butler y la metafísica del despropósito

“Me identifico, luego soy”

Butler es una figura reaccionaria. Su ataque contra la razón, contra la ciencia, contra la universalidad del lenguaje y la claridad conceptual no es una liberación progresista, sino una rendición ante el tribalismo cognitivo. Su filosofía no es una extensión de la Ilustración sino una regresión premoderna.

Judith Butler. Captura de pantalla.

Pocas figuras han logrado la proeza de elevar la confusión a categoría de dogma con la maestría de Judith Butler. Mientras los antiguos filósofos se empeñaban en descubrir el sentido del ser, ella, con un estoicismo digno de mejor causa, se ha dedicado a demostrar que no hay tal ser, sino sólo una interminable coreografía de “performatividades” cuya única función parece ser atormentar a quienes aún osan pensar con la cabeza y no con un diccionario posestructuralista.

Eso sí, en su benevolencia, Butler nos ha liberado de la tiranía de la biología, la lógica y el sentido común, porque, como bien sabemos, la realidad no es más que una opresión construida por los pérfidos agentes del heteropatriarcado. Ya no importa que las categorías de hombre y mujer hayan sido utilizadas con cierta coherencia por la humanidad desde tiempos inmemoriales; ahora, gracias a la magia del “discurso”, podemos liberarnos de esas cadenas opresivas y, con suficiente convicción y una tesis confusa, autodefinirnos como cualquier cosa, desde una planta de interior hasta un ser divino no binario.

Su logro supremo ha sido convertir la incoherencia en un arma política. Su doctrina no sólo ha dado a los activistas el placer de denunciar la opresión en cada esquina —sin que nadie les diga nada—, sino que además ha permitido a toda una generación de “pensadores” evitar el peligro de pensar. ¿Para qué precisar cuando se puede deconstruir?

La gran hazaña de Butler, sin embargo, no es su hábil uso del galimatías académico ni su capacidad para escribir frases más indescifrables que un manuscrito medieval cubierto de moho o un texto escrito con mi letra. No. Su logro supremo ha sido convertir la incoherencia en un arma política. Su doctrina no sólo ha dado a los activistas el placer de denunciar la opresión en cada esquina —sin que nadie les diga nada—, sino que además ha permitido a toda una generación de “pensadores” evitar el peligro de pensar. ¿Para qué precisar cuando se puede deconstruir? ¿Para qué buscar la verdad cuando se puede afirmar que la verdad es solamente otra forma de dominación?

Si Descartes decía “Pienso, luego existo”, la butlerología nos ofrece algo mucho más sofisticado: “Me identifico, luego soy”. Y si alguien tiene el mal gusto de no aceptar esta premisa se le puede acusar de “violencia epistemológica”, “fascismo cognitivo” o de cualquier otro pecado verbal que la teoría de género tenga a bien inventar ese día. Porque, en el mundo de Butler y Torquemada, el debate no se gana con argumentos sino con anatemas.

Lo más irónico de todo es que esa supuesta revolucionaria del pensamiento no es en realidad una transgresora, sino una conservadora disfrazada. Sí, lo dije. Butler es, en el fondo, una figura reaccionaria. Su ataque contra la razón, contra la ciencia, contra la universalidad del lenguaje y la claridad conceptual no es una liberación progresista, sino una rendición ante el tribalismo cognitivo. Su filosofía no es una extensión de la Ilustración sino una regresión premoderna en la que el logos es sustituido por el mito, la evidencia por el relato y la argumentación por la emotividad.

En nombre de la liberación del sujeto lo disuelve; en nombre de la lucha contra el poder le entrega a cada grupo de presión su propia versión de la verdad, creando un mundo fragmentado e inmanejable, donde la comunicación racional se vuelve imposible.

El posmodernismo butleriano se presenta como rupturista, pero lo que rompe no es con las estructuras de opresión reales, sino con los fundamentos mismos que permiten identificarlas: la razón crítica, la verificabilidad, la coherencia interna. Lo que propone no es emancipación sino un nuevo oscurantismo, un relativismo paralizante en el que todo es fluido excepto el dogma que ella misma impone. En nombre de la liberación del sujeto lo disuelve; en nombre de la lucha contra el poder le entrega a cada grupo de presión su propia versión de la verdad, creando un mundo fragmentado e inmanejable, donde la comunicación racional se vuelve imposible. Y si alguien necesita más confirmación de su reaccionarismo, ¿qué mejor que su amor por Hamas y el violento y autocrático mundo premoderno islámico?

Butler no abre puertas, las clausura. No clarifica, oscurece. No libera, dispersa. Y lo hace con la prepotencia de quien se sabe impune, amparada por una academia que ya no premia la lucidez sino la opacidad disfrazada de profundidad, la intolerancia disfrazada de activismo. La suya es una filosofía sin anclaje, sin verdad, sin mundo. Una filosofía que no dice: “esto es” o “esto debería ser” sino simplemente: “todo es construcción”, incluso la propia frase que lo afirma. Y cuando todo es construcción nada es argumento: todo se reduce a performar la angustia, el dolor, la ofensa.

No nos queda más que agradecer a esta ilustre revolucionaria del sinsentido por haber transformado la academia en un campo de batalla donde el mayor acto de resistencia no es la inteligencia, sino la absoluta y devota rendición ante la neblina del posmodernismo. Porque si algo nos ha enseñado Judith es que el pensamiento claro es una construcción arbitraria del poder… y que la única respuesta a ello es escribir más libros en los que nadie entienda nada, pero todos teman disentir. ®

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Publicado en: Política y sociedad

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