Edmund Halley fue el primero en utilizar los datos astronómicos en Comentarios sobre la Guerra en las Galias, de Julio César, y los datos de la Historia romana, de Dion Casio, para conocer la fecha y el lugar del primer desembarco romano en la Gran Bretaña.
Cuando Julio César y su ejército llegaron por primera vez a las Islas Británicas estaban arribando al límite del mundo conocido —a la antigua Albión— o Britannia, como se conocía entonces. Fue el inicio de una conquista, que se consumaría 150 años después. Pero también fue el primer paso de Albión, “las Colinas Blancas”, “la Tierra de Arriba” o Britannia, para unirse al mundo romano. Éste trajo ciencia, astronomía, arquitectura, lenguaje, escritura, diseño, una estructura social más compleja y enriquecida. Britannia entonces se volvió parte de un imperio que abarcó desde el Caspio y el Golfo Pérsico hasta la península ibérica, y desde África del Norte hasta la frontera de Escocia. Britannia se volvió parte del mundo conocido.
Aquel día, sobre las playas del sur de Inglaterra, los romanos y los celtas empezaron a escribir uno de los más grandes capítulos en la historia de la Gran Bretaña, tan sólo equiparable a la invasión normanda en enero de 1066 por Guillermo el Conquistador (Falaise, c. 1028–1087). Muchos personajes (artistas, científicos, marinos, historiadores, políticos y entre ellos dos astrónomos reales) estudiaron y debatieron sobre el misterio que representó el lugar y la fecha del desembarco romano. Fueron el cielo, sus astros y los registros astronómicos los que develaron el lugar y el día cuando Julio César y sus legionarios contemplaron, por primera vez, el límite del mundo conocido.
En el libro IV de sus Comentarios sobre la Guerra en las Galias (c. 58–49 a.C.) Julio César (Roma, 100–44 a.C.) narra que llegó a la Gran Bretaña una mañana, a finales del verano, al mando de 80 navíos y 10 mil hombres. Desde la cubierta de su embarcación observó a los guerreros celtas —“unos bárbaros salvajes”, en sus propias palabras— esperando su llegada, algunos con el rostro y el cuerpo desnudo, pintados de azul, armados y apostados en la cima de los acantilados a todo lo largo de la costa.
De Albión o Britannia se sabía muy poco. Piteas de Masilia, el griego o el mesalio (Marsella, antiguamente colonia griega, c. 350–285 a. C.), en su libro El Mar (c. 330 a.C.) fue el primero en describirla. Este explorador griego salió de Masilia (Marsella), navegó el Mediterráneo y pasó el estrecho de Gibraltar, dirigiéndose al norte; bordeó la península ibérica, las costas francesas de Bretaña y cruzó el Canal de la Mancha llegando hasta Cornwall, en el estrecho oeste de la Gran Bretaña en 330 a.C. Algunas versiones proponen que cruzó Francia, de Masilia hasta Gironda, se embarcó en la Costa de Plata en el Atlántico, y llegó a Cornwall. Piteas circunnavegó la Gran Bretaña, nombrándola Prettania, y pasó por un lado de Irlanda llamándola Ierne. Posteriormente, estas fértiles y misteriosas tierras, llenas de bosques, niebla, bruma y yacimientos de estaño, fueron bautizadas por los romanos como Hibernia (Irlanda) y Britannia (Gran Bretaña).
Los celtas que habitaban las islas británicas eran granjeros atrapados en la edad de hierro, organizados en sociedades tribales. Vivían en casas de mimbre tejido, sembraban trigo, avena, algunos tipos de habas, lentejas, centeno, chícharos, cáñamo y lino. Carecían de escritura, pero poseían una rica tradición oral. Eran magníficos jinetes, alfareros, herreros y orfebres; tenían ganado, perros de caza y caballos.
El ejército romano observó que los acantilados y los riscos eran tan altos que los celtas, de un solo lanzamiento, podían alcanzar la costa y las tropas con sus lanzas. Desde arriba los celtas los amenazaban con gritos de guerra y el sonido de cuernos y trompetas. Los guerreros chocaban las espadas contra sus escudos y muchos de ellos se presentaban casi desnudos.
Julio César ya los había enfrentado desde el 58 a.C en el centro y noroeste de Europa (Francia, Bélgica y Alemania del oeste) durante la conquista de las Galias. Los celtas eran grupos llegados a las Islas Británicas desde Germania occidental y Galia muchos siglos atrás. Los griegos sabían de su existencia desde el siglo V a.C. y los llamaron keltoi (“gente oculta”). Los romanos los bautizaron como galli o gallus. La invasión de la Gran Bretaña tuvo varios motivos. Primero, los celtas británicos habían apoyado activamente a los celtas —galos— en Europa, por ello eran considerados enemigos de Roma. Segundo, gracias al comercio con los galos se sabía que Britannia era rica en cereales, ganado, estaño, oro, plata y otros minerales. Tercero, la conquista de estas tierras misteriosas aumentaría en Roma su fama, su poder y su posición frente a adversarios como Pompeyo o Pompeyo Magno (Marcas, 106–48 a.C.).
El ejército romano observó que los acantilados y los riscos eran tan altos que los celtas, de un solo lanzamiento, podían alcanzar la costa y las tropas con sus lanzas. Desde arriba los celtas los amenazaban con gritos de guerra y el sonido de cuernos y trompetas. Los guerreros chocaban las espadas contra sus escudos y muchos de ellos se presentaban casi desnudos, sólo vistiendo gargantillas o torques y brazaletes de oro y el cinto de su espada. Como en ese lugar “claramente no había lugar para intentar un desembarco”, Julio César, a bordo de su barco, esperó al resto de sus embarcaciones con su ejército. A media tarde, ayudados por la marea y los vientos, las embarcaciones levaron anclas. Los romanos bordearon la costa aproximadamente 13 kilómetros hasta encontrar un lugar de aguas poco profundas, abierto y sin elevaciones, donde desembarcaron. Por tierra los celtas los perseguían.
Dion Casio (Nicea, c. 163–235 d.C.), historiador romano, corroboró esta versión en su Historia Romana, libro XXXIX. Según Casio, cuando Julio César alcanzó las costas británicas no desembarcó en el primer lugar que arribó sino que navegó hasta una saliente de la costa, la rodeó y al encontrar poca profundidad, desembarcó.
A pesar de las nuevas condiciones del lugar sus legionarios se negaron a desembarcar. La historiadora Brenda Williams1 dice que los soldados romanos estaban cansados y mareados por el viaje en altamar, y temerosos —si desembarcaban— de morir ahogados debido al peso de sus armaduras. Los celtas reaparecieron sobre el terreno montados en sus carros de combate. Éstos, que ya eran obsoletos en la Europa continental, para algunos soldados romanos fueron algo jamás visto, lo que generó un mayor temor entre sus filas.
Ante la situación Julio César alineó sus embarcaciones frente a la costa y a través de los orificios para remos ordenó disparar, con hondas y catapultas, una lluvia de flechas y proyectiles contra los celtas. El bombardeo causó numerosas bajas y la desbandada de las filas celtas. Julio César intentó un nuevo el desembarco, pero las tropas de la Décima Legión seguían renuentes. Según el mismo Julio César, el soldado que portaba el estandarte de la Décima Legión les gritó a sus compañeros: “¡Vamos, compañeros! Salten a menos que quieran traicionar su estandarte frente al enemigo. Yo, a cualquier costo, cumpliré con mi deber para con mi país y para con mi comandante”. Y dicho lo anterior el portador del estandarte saltó al agua con rumbo a la playa. Al verlo sus compañeros se animaron y lo siguieron espada en mano dando de gritos de coraje.
Al llegar a la playa los legionarios lograron formarse antes de que los celtas regresaran de nuevo a la carga. Se enfrentaron y los celtas fueron sobrepasados por la disciplina y el poder militar romano, por lo que tuvieron que desistir de su ataque. Más tarde, unos embajadores celtas se acercaron a disculparse con Julio César y sus tropas por el recibimiento tan violento y el rudo comportamiento de algunos de sus guerreros: todo había sido un terrible mal entendido, no se habían percatado de que era el gran Julio César quien arribaba a sus costas. Los romanos aceptaron las disculpas, pero pidieron algunos rehenes en garantía del acuerdo de paz.
Cuatro días después del arribo de Julio César a las playas británicas, dieciocho embarcaciones romanas con la caballería, provisiones y refuerzos, detenidas en las costas de las Galias, por fin pudieron zarpar. Julio César registró en sus notas que hubo Luna llena esa noche. El clima en el Canal de la Mancha se tornó violento y hundió varias de las naves, y otras hicieron agua antes de llegar a costas británicas. La Luna llena causó la elevación de la marea y la caballería no pudo desembarcar, y como consecuencia los alimentos y las provisiones escasearon en el campamento romano. La situación de las tropas invasoras envalentonó a los celtas y confiados volvieron al ataque, pero de nuevo fueron derrotados por los romanos.
Julio César registró en sus notas que hubo Luna llena esa noche. El clima en el Canal de la Mancha se tornó violento y hundió varias de las naves, y otras hicieron agua antes de llegar a costas británicas. La Luna llena causó la elevación de la marea y la caballería no pudo desembarcar.
Julio César y sus tropas permanecieron en la playa cuatro semanas más. Pocos días antes del equinoccio de otoño, pasada la media noche, los romanos levaron anclas y regresaron a las Galias, a la seguridad del continente .
Un año después, en julio del 54 a.C., Julio César regresó con 800 barcos, 30 mil hombres (cinco legiones) y dos mil caballos con la firme intención de hacer de la Gran Bretaña una colonia más del Imperio Romano. Desembarcó en el mismo lugar que la primera vez. A pesar de no encontrar mucha resistencia, Julio César y su ejército regresaron a las Galias antes del invierno para enfrentar una nueva revuelta. La conquista romana de Britannia tuvo que esperar 97 años, hasta el 43 d.C., con el emperador Tiberio Claudio César (Lyon, antes Lugdunum, 10 a.C.–54 d.C.) para su consolidación.
* * *
Como muchos de su época, Edmund Halley fue un aficionado a la historia y a los textos clásicos, y desde niño se familiarizó con la historia greco-romana. De joven, junto a uno de sus grandes amigos, Robert Nelson (Londres 1656–1715) visitó Roma. Halley dominaba el griego y el latín —con el que se abrió paso por Europa, ayudándole a comunicarse con los científicos del continente— y poseía conocimientos de árabe y hebreo. Se interesó por la historia antigua y la arqueología. Gustaba de relacionar pasajes históricos con lugares geográficos y eventos astronómicos, y así datar los acontecimientos con mayor exactitud.
En la década de 1680 Edmund Halley investigó varios temas relacionados con la Antigüedad, como la llegada de los romanos a las islas británicas —en especial las narraciones de Julio César y Dion Casio—, los pasajes en los evangelios sobre la crucifixión de Jesús, los relatos de la Guerra de Troya, los mitos del centauro Quirón y el itinerario de Antonino Augusto Caracalla, también conocido como Itinerario Antonino. Este último fue un listado de las principales rutas, los lugares y las distancias que existían en el Imperio Romano, y fue realizado alrededor del 290 d.C. por órdenes del emperador romano Marco Aurelio Severo Antonino Augusto “Caracalla” (Lyon, 188–217). Una de las copias más famosas es el Mapa de Peutinger, hecho en Alemania en 1200. Su nombre se debe al abogado y coleccionista de libros Konrad Peutinger (Augsburgo, 1465–1547), quien lo heredó. Halley se interesó en identificar y corroborar los lugares, la ubicación y las distancias descritas en el Itinerario.
Edmund Halley fue el primero en utilizar los datos astronómicos (las fases de la Luna, el equinoccio de otoño y las mareas) en Comentarios sobre la Guerra en las Galias, de Julio César, y los datos de la Historia romana, de Dion Casio, para conocer la fecha y el lugar del primer desembarco romano en la Gran Bretaña. Fue invitado por la Royal Society el 22 de enero de 1690 para exponer sus conclusiones. Halley expuso que Julio César habría llegado a las Islas Británicas entre el primer Triunvirato a cargo de Pompeyo Magno o Pompeyo el Grande (Región de Piceno, 106–48 a.C.), Marco Licinio Craso o Craso el Triunviro (Roma, 115–53 a.C.) y el mismo Julio César, y no después de la muerte de Cayo Octavio Turino, conocido como César Augusto (Roma, 63 a.C.–14 d.C.).
Julio César —dedujo Halley— arribó a las costas, cerca de los acantilados de Dover, entre las 9 y las 10 de la mañana, donde ya lo esperaban los celtas. Encontró la fecha —un mes antes del equinoccio de otoño y cuatro días antes de la Luna llena— calculando el equinoccio del año 55 a.C. (25 de septiembre) y obteniendo la Luna llena anterior (31 de agosto). Por último, restó los cuatro días previos a la Luna llena que esperó Julio César. El desembarco fue el 26 de agosto del año 55 a.C. La flota romana permaneció hasta las 3 de la tarde cerca de Dover, luego levó anclas y, ayudada por la marea y los vientos, bordeó la costa, recorriendo alrededor de 13 kilómetros al noreste, hasta South Foreland. Pasando los acantilados, concluyó Edmund Halley, el ejército romano desembarcó en una planicie entre los pueblos de Walmer y Deal.
No todos estuvieron de acuerdo con las cuentas. 175 años después, el séptimo astrónomo real, sir George Biddell Airy (Alnwick, 1801–1892), además de desempeñar el puesto de Halley, también compartió su gusto por las matemáticas y la pasión por la historia y los textos antiguos. Airy nunca dudó sobre la fecha del arribo romano, pero, como experto en el tema de las mareas, cuestionó que las corrientes marítimas del Canal de la Mancha hubieran llevado a Julio César al lugar de desembarco propuesto por Halley.
En 1865 sir George Biddell Airy publicó varios estudios sobre la conquista romana de la Gran Bretaña: Ensayos sobre la invasión de Gran Bretaña por Julio César, La invasión de Gran Bretaña por Aulo Plaucio y Claudio César y La primera política militar de los romanos en Gran Bretaña. También escribió en 1865 La batalla de Hastings, sobre la invasión normanda de 1066, y en 1876 Notas sobre las escrituras hebreas antiguas.
En sus Ensayos sobre la invasión de Gran Bretaña por Julio César (1865) expuso sus argumentos y las investigaciones de un amigo suyo, el capitán y presidente de la Real Sociedad Geográfica, Frederick William Beechey (Londres, 1796–1856), quien, por orden del Consejo del Almirantazgo, navegó y estudió las corrientes marinas del Canal. Sus conclusiones fueron que las corrientes producidas por las mareas llevaron a Julio César en sentido contrario al propuesto por Halley, o sea, hacia el suroeste, y que el desembarco se realizó cercano a las playas de St. Leonards y Penvensey.
Con su publicación sir George Biddell Airy enfrentó las versiones de los astrónomos reales y abrió un debate entre historiadores, marinos y geógrafos. ¿Dónde había desembarcado Julio César? La evidencia astronómica y marítima apoyaba la versión de Airy, un desembarco al suroeste de Dover, entre St. Leonards y Penvensey, pero los registros históricos y las descripciones de Julio César y Dion Casio apuntaban a un desembarco entre Walmer y Deal. Más aún, durante la invasión definitiva a la Gran Bretaña en el año 43 d.C. —ordenada por Tiberio Claudio César (Lyon, 10 a.C.–54 d.C.) y encabezada por el general Aulo Plaucio (Sabina, c. 5 a.C.–57 d.C.)— el ejército romano desembarcó en Richborough, cerca del lugar propuesto por Halley; como evidencia de ello estaban las ruinas del puerto y el fuerte construido en aquella ocasión.
Ante la controversia, el Almirantazgo Británico investigó el caso. Mandó una expedición a cargo del almirante sir George Henry Richards (Antony, Cornwall, 1820–1896), un hidrógrafo naval, quien concordó con la hipótesis de Airy, aunque la investigación no fue aceptada por los historiadores. Thomas Rice Edward Holmes (Castletown, 1855–1933), en su libro Ancient Britain and the Invasions of Julios Caesar (1907)2 criticó al Almirantazgo y a sir George Biddell Airy. Aseguró que los desembarcos de Julio César, en las invasiones de los años 55 y 54 a.C. sucedieron en el mismo lugar, lo que estaba plenamente documentado. No existía razón para desembarcar al suroeste de Dover en el 55 a.C. y al noreste de Dover en el 54 a.C. Ofreció como prueba la gran fuerza defensiva construida por los celtas al noreste de Dover, pasando el promontorio de South Foreland; ésta se montó cuando los celtas supieron que Julio César intentaría una segunda invasión a la Gran Bretaña. El desembarco del 54 a.C., y sus evidencias, eran un apoyo al desembarco del 55 a.C. y a la versión de Edmund Halley.
Si bien era cierto que la marea y las corrientes del Canal llevaban las embarcaciones hacia el suroeste, en dirección a Penvensey y St. Leonards, el escenario, los paisajes formados por los acantilados, las planicies y los accidentes topográficos que Julio César, Dion Casio y Valerio Máximo (c. siglo I d.C.) describieron en sus memorias no correspondían con lo observado. A 13 kilómetros al suroeste de Dover no existía ningún paraje que pudiera cuadrar con los registros.
Ante esa situación de incertidumbre, descartadas las mareas, las corrientes y los lugares descritos, el origen de las inconsistencias debía ser las fechas calculadas a partir de los eventos astronómicos descritos.
Los historiadores Robin George Collingwood (Cartmel, 1889–1943) y John Nowell Linton Myres (Oxford, 1902–1989), en Roman Britain and the English Settlements (1937),3 propusieron un posible error en el número de días previos a la Luna llena. Si Julio César, en lugar de arribar cuatro día antes hubiera arribado siete días antes de la Luna llena (o sea, si en vez del 25 hubiera llegado el 22 o 23 de agosto), ésta hubiera producido corrientes al noreste del Canal de la Mancha, en dirección de Deal y Walmer.
En 2007 Donal W. Olson y un grupo de estudiantes de Texas State University, San Marcos, investigaron este caso4 y pusieron a prueba la hipótesis de Collingwood y Myres. Las condiciones astronómicas del 2007 —la distancia entre la Tierra y la Luna, el periodo de días entre la Luna llena de agosto y el equinoccio de otoño— eran muy similares a los del año 55 a.C.
El grupo de investigación encontró que las corrientes y las mareas en el Canal de la Mancha los días 26 y 27 de agosto correspondían a lo descrito por sir George Biddell Airy y los oceanógrafos; sin embargo, los días 22 y 23 de agosto, por las tardes, las corrientes de la costa iban en dirección noreste, rodeando el promontorio de South Foreland, hasta las playas de Walmer y Deal, tal cual lo propuso Edmund Halley.
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Las consecuencias de la invasión romana a la Gran Bretaña son muchas. Además de debates, construcciones, piezas arqueológicas, batallas y memorias históricas, la llegada de los romanos revolucionó el arte, la ciencia, la vida, la cosmovisión y el modelo social. Se transformó hasta ser pieza fundamental del Reino Unido. Un botón de muestra es el comedor de un hospital para marinos veteranos, construido en Greenwich en 1694: el Old Royal Naval College, cuyo estilo, arquitectura y arte trazan sus raíces hasta la llegada de los romanos. Ahí, sir James Thornhill plasmó entre 1707 y 1726 el mayor ejemplo de muralismo que el Reino Unido haya conocido. Sus influencias fueron el barroco italiano y los cielos de Peter Paul Rubens pintados en Banqueting Hall, Londres, en 1635.
El Gran Salón —The Painted Hall— del Old Royal Naval College muestra a la realeza británica acompañada de dioses y héroes romanos, de astrónomos y científicos, comerciantes y marinos. En el techo del Salón Bajo o The Lower Hall, en el enorme óvalo central, Guillermo III de Inglaterra o Guillermo III de Orange y su esposa, la reina María II simbolizan la concordia y la armonía mientras pisan la tiranía y el poder autoritario. Los acompañan Europa y Saturno, este último alado, representando al tiempo, quien en sus brazos lleva la luz y la verdad a la pareja real.
Julio César y su ejército nunca regresaron, pero su breve estancia inauguró el camino hacia una potencia naval. Su legado, la arquitectura, la ciencia y la cosmovisión se aprecia en colegios y templos, en universidades y en un antiguo hospital —patrimonio de la humanidad— a todo lo largo del Reino Unido, de Europa y de Occidente.
Pallas–Atenea y Hércules, debajo de los monarcas, pelean contra la mentira y la envidia. Apolo, el Sol, en su carruaje, los ilumina desde arriba. Los doce signos del zodiaco y las cuatro estaciones enmarcan el óvalo. Fuera de éste, Neptuno, Cibeles, Júpiter y Juno aluden al agua, la tierra, el fuego y el aire. Más allá del óvalo, a cada extremo, completando el cielo, están las popas de dos embarcaciones rodeadas de astrónomos, ingenieros y divinidades celestes y acuáticas. Entre ellos están los astrónomos Tycho Brahe, John Flamsteed, Galileo Galilei, Nicolás Copérnico, el marino Thomas Weston, Arquímedes y el ingeniero naval sir Bernard de Gomme, las diosas Diana y Victoria, y tres personajes que simbolizan los ríos Támesis, Severn y la ciudad de Londres.
En el cielo del Salón Alto o The Upper Hall, la reina Ana y su marido, el príncipe consorte Jorge de Dinamarca, se muestran rodeados por Hércules —el heroísmo—, Victoria, la Concordia Conyugal, la Piedad y la Abundancia. Neptuno y su corte, a un lado, aluden al poder naval que desean los monarcas. Debajo de ellos Juno y Eolo, garantizando el buen clima en las empresas navales. Cuatro mujeres en cada punto cardinal: África, América, Asia y Europa. Esta última con los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (1687), de Isaac Newton, el poder del conocimiento.
En la pared oeste, The West Wall, aparecen Jorge I y su familia, el futuro Jorge II, su hija, su esposa, sus nietos y su nuera. Los acompaña Saturno —la época dorada—, la Paz, Astrea (la justicia), la Abundancia y la Victoria. Detrás aparece el domo de la Catedral de San Pablo. Sobre la familia, Mercurio y los ángeles sostienen un escudo con las iniciales GR (George Rex). En primer plano, James Thornhill, presentando su obra: los murales del Painted Hall y la cúpula de San Pablo.
El arte de sir James Thornhill fue un actor clave del proyecto monárquico que transmitió toda una idea histórica, política, militar y social. En sus cientos de trabajos James Thornhill mezcló el arte con la política, la religión —pintó el domo de la catedral de San Pablo entre 1716 y 1719— y con las ciencias, ilustrando el catálogo estelar Atlas Coelestis (1729) de John Flamsteed, primer astrónomo real.
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Julio César y su ejército nunca regresaron, pero su breve estancia inauguró el camino hacia una potencia naval. Su legado, la arquitectura, la ciencia y la cosmovisión se aprecia en colegios y templos, en universidades y en un antiguo hospital —patrimonio de la humanidad— a todo lo largo del Reino Unido, de Europa y de Occidente. Los trazos en el Old Royal Naval College se iniciaron 17 siglos antes de su construcción, cuando los romanos, traídos por el mar, dejaron por primera vez sus huellas sobre las playas de las Islas Británicas. En este edificio, como en muchos otros lugares, se volvieron a encontrar, ya no como celtas en un acantilado gritando a una tripulación invasora, sino como monarcas británicos acompañados de deidades romanas. En The Painted Hall el arte y la mitología se unieron al mar y a la astronomía. Ahí, conquistar la tierra, dominar los mares y conocer los cielos son los verbos de una misma historia. ®
Referencias y textos recomendados
A Great and Noble Design, Sir James Thornhill’s Painted Hall at Greenwich: A catalogue of preparatory sketches, Old Royal Naval College Greenwich, 2016.
Sir George Biddell Airy, The Invation of Britain by Julius Caesar.
Miranda Aldhouse–Green, Sacred Britannia, The Gods and Rituals of Roman Britain, Londres, Thames & Hudson, 2018.
John Bold, Old Royal Naval College Greenwich, Souvenir Guide, Londres: Old Royal Naval College Greenwich, 2014.
Ruth Brocklehurst et al., The Usborne History of Britain, Londres: Usborne, 2008.
Nigel Cawthorne, Kings and Queens of England, From the Saxon Kings to the House of Windsor, Londres: Metro Books, 2009.
Robin George Collingwood & John Nowell Linton Myres, Roman Britain and the English Settlements, Londres: Biblo & Tannen Publishers, 1936.
Alan Cook & Edmond Halley, Charting the Heavens and the Seas, Oxford: Clarendon Press, 1998.
Robin Hanbury-Tenison, Los setenta grandes viajes de la historia, Barcelona: Blume, 2009.
Donald W. Olson, Celestial Sleuth, Using Astronomy to Solve Mysteries in Art, History and Literature, Berlín: Springer, 2014.
J. M. Roberts, Historia Antigua. Desde las Primeras Civilizaciones hasta el Renacimiento, Barcelona: Blume, 2005.
Thomas Rice Edward Holmes, Ancient Britain and the Invasions of Julius Caesar, Oxford, Clarendon Press, 1907.
Brenda Williams, The Romans in Britain, Londres: Pitkin Publishing, 2001.
Notas
1 Brenda Williams, The Romans in Britain, p. 22.
2 Thomas Rice Edward Holmes, Ancient Britain and the Invasions of Julius Caesar. Part II: The Place of Caesar’s Landing in Britain sec. IV–XII.
3 Robin George Collingwood & John Nowell Linton Myres, Roman Britain and the English Settlements. Part III, Caesar’s Landing, n. 1 al pie de p. 37.
4 El texto completo puede verse en Donald W. Olson, Celestial Sleuth, Using Astronomy to Solve Mysteries in Art, History and Literature.