“La obra ética de Kant es el catecismo cristiano sin retórica”, dice Onfray. Y sin embargo, leyendo atentamente y al abordar los meandros de la filosofía política de Immanuel Kant, “encontraremos compatibilidades semejantes entre el kantianismo y el nazismo”.
Piadoso y austero, no es difícil imaginar a un contrito Immanuel Kant deplorando la ingesta alcohólica que le llevó a extraviarse una noche, trastabillante, por las calles de Könisberg, ciudad que nunca abandonó en setenta y nueve años, y que le impidió encontrar su domicilio en la Magistergasse. El rectilíneo pensador alemán pensaba que la cerveza era “un veneno lento pero mortal” y que, además, constituía una de las causas más importantes de la mortalidad y las hemorroides. La ebriedad, escribe Kant en Antropología en el sentido pragmático, no es otra cosa que “el estado contranatura producto de la incapacidad de ordenar las representaciones sensibles según las leyes de la experiencia, la medida de este estado resulta del consumo desmesurado de un brebaje”. La palabrería del idealismo alemán, la verborrea que tanto deleita a los burdeles universitarios en su estado jocoso. Kant condenaba la ebriedad en nombre de los deberes hacia la sociedad y hacia sí mismo. El alcohol, para Kant, como la droga, inhibe la sabiduría y al hombre, por lo tanto, “en estado de ebriedad éste debe ser tratado como un animal”. Por eso uno no puede sino esbozar una feliz mueca cuando imagina al creador del idealismo trascendental y la nebulosa protosolar fluctuando erróneamente por las calles de su cristiana ciudad.Si se cree lo que Michel Onfray relata en su Le Ventre des philosophes, y no hay razón para no creerlo, Kant, en materia de arte, pone en evidencia su insulso origen rural: sus referencias pictóricas son escasas, su conocimiento de la pintura limitado, sus recursos literarios casi inexistentes y su relación con la música existe poco más que la de un sordo, un verdadero “amante de fanfarrias”. “Wasianski afirmaba que una ruidosa música de guerra era su preferida sobre las otras”. Clamaba que no valía la pena el tiempo que se le consagraba a la música, si es que se le sacrificaba algo. La práctica de un instrumento se efectuaba en detrimento de cosas más importantes. A sus ojos, la música no podía expresar otra cosa que sentimientos, nunca ideas. De ahí su definitiva falta de interés. “Hay que desconfiar de filósofos sordos…”
En Un kantiano entre los nazis Onfray no duda en acusar a Kant de desplegar su campamento intelectual del buen lado de la barricada. Del lado donde se encuentran los que piensan bien, la gente honesta, moralistas, virtuosos, puros, cristianos sin sotana. “La obra ética de Kant es el catecismo cristiano sin retórica”. Y sin embargo, leyendo atentamente y al abordar los meandros de la filosofía política de Immanuel Kant, “encontraremos compatibilidades semejantes entre el kantianismo y el nazismo”.
El profesor racista y los márgenes de la ley
En algunos pasajes de sus escritos de la filosofía de la historia, sostiene Onfray, “Kant fue también defensor de la superioridad de la raza blanca con respecto a los negros”, a quienes recrimina su mal olor. También hace un breve pero contundente recuento de algunas fórmulas antisemitas y misóginas y, alega el filósofo francés, Kant era un “militante furioso de la pena de muerte, abominador de todo regicidio, defensor estricto de los derechos del Estado y de los deberes de los ciudadanos, teórico de la interdicción de toda revolución popular”. Pensador de la ciega obediencia a la autoridad, a la ley, difícilmente difiere de alguna posición nacionalsocialista.
La palabrería del idealismo alemán, la verborrea que tanto deleita a los burdeles universitarios en su estado jocoso. Kant condenaba la ebriedad en nombre de los deberes hacia la sociedad y hacia sí mismo. El alcohol, para Kant, como la droga, inhibe la sabiduría y al hombre, por lo tanto, “en estado de ebriedad éste debe ser tratado como un animal”.
Kant, ferviente de la pena de muerte, la justifica cuando se ha cometido un crimen. No obstante, y es de sorprender, se confiesa dubitativo en dos casos. “Y su vacilación revela la naturaleza profunda del kantianismo” [Onfray]. ¿Qué hacer cuando quienes han cometido crímenes se encuentran fuera de la ley? ¿Cómo usar la ley sobre aquellos que no existen jurídicamente? ¿Cómo justificar el uso de la ley en estos casos? ¿Cómo juzgar al asesino que ha dado muerte a su víctima mediante un duelo prohibido, por lo tanto fuera de la ley? Mejor aún, ¿de qué manera actuar legalmente en caso de infanticidio, es decir, cuando la víctima es un ser que se encuentra fuera de la legislación?
A los ojos de Kant, “lo que no existe por la ley, para la ley y en la ley, sencillamente no existe en absoluto” [Onfray]. Fuera del derecho no hay nada más. Tanto en el caso del infanticidio como el de los duelistas no tienen, ambos, existencia legal. “¿Lo real? Una ficción. ¿La idea? La púnica realidad. El sujeto de derecho dispone de un ser noúmeno que hace posible su ser fenomenológico”, añade el autor de Cinismos. De tal suerte, cuando se coloca a un hombre fuera de la ley no hay nada más fácil que someterlo, primero, a la extraterritorialidad ontológica y, luego, a la física.
En 1933, gracias al “artículo ario”, una serie de reformas en la ley impulsadas por el gobierno nacionalsocialista alemán (emanado de una legitimidad democrática, llevado al poder mediante una verdadera soberanía popular, con absoluta legalidad), echa a andar los mecanismos de las instituciones que deciden que los judíos no disponen ya del derecho de considerarse ciudadanos del Reich y por lo tanto de declararse protegidos por ese derecho; cuando el derecho mismo avala en los textos la inexistencia jurídica de esa categoría de hombres que súbitamente escapan a la regla común, se pregunta Michel Onfray si “los juristas nazis ¿se comportan de algún modo diferente de Kant, cuando se establece que un niño nacido fuera de la legalidad del matrimonio no es un sujeto de derecho o que un duelista que se sitúa fuera de la ley no puede recurrir a la justicia dictada por el derecho? Los padres infanticidas, el homicida sobreviviente del duelo, los nazis que efectúan su trabajo, todos cometen su crimen en un terreno que la ley no cubre, un campo no tocado por la regulación del derecho, por consiguiente, no son justiciables…” La palabra deportación, el vocablo solución final, suenan familiares.
El ilustrado
Michel Onfray sostiene que, a pesar de arrastrar tras de sí una reputación pulcra como figura emblemática del pensamiento occidental (“pensador de la moral”, “filósofo de la pureza”, “teórico de la paz perpetua”, “sabio de la república laica”, “parangón de la Ilustración”), si uno lee como individuo libre y sin la mediación pedagógica institucionalizada, frecuentemente se encuentra en Kant lo inverso de lo que sostiene ese saber vulgar. A manera de ejemplo, Onfray sugiere el análisis del breve texto ¿Qué es la Ilustración?, donde Kant muestra su fascinación por los límites, los márgenes, lo que constriñe y retiene. “Sus tres críticas limitan los usos de la razón, de la acción y del juicio. Su opúsculo sobre la Ilustración también”.
En algunos pasajes de sus escritos de la filosofía de la historia, sostiene Onfray, “Kant fue también defensor de la superioridad de la raza blanca con respecto a los negros”, a quienes recrimina su mal olor.
Kant distingue entre el “uso privado” y el “uso público” de la razón. “El uso público kantiano cubre únicamente el uso restringido a la comunidad de los lectores y, por lo tanto, el uso semiprivado, a juzgar por la abundancia de lectores con que cuentan los filósofos…”, a su vez, el uso privado kantiano definía “el campo de lo que —en términos contemporáneos— se llama el funcionario: el titular de un cargo civil”. Y, para el pensador francés, sobre este punto Kant no admite ninguna tergiversación: un funcionario “en su condición de tal, no tiene derecho a razonar”. Y no titubea en señalar que, mediante este entrecruzamiento estructural, el filósofo reduce el uso de la razón a fines elitistas, postura clásica del siglo XVIII. En la misma línea “Kant prohíbe el uso de la razón a los empleados del Estado o de la religión. El militar, el profesor, el sacerdote, el financiero pueden pensar lo que quieran”, pero deben obedecer. Fascinado por la figura de Federico II, el filósofo de Könisberg le tomó prestada la siguiente máxima que da cuenta de la visión kantiana de Ilustración: “Razonad cuanto queráis y sobre todos los temas que os plaza, pero obedeced”. Así las cosas, cualquier funcionario, soldado, burócrata o miembro de partido nazi que hubiese contemplado la cámara de gas, la fosa común o la humanidad reducida a la nada sólo tendría que llegar a casa y leer un pequeño extracto de ¿Qué es la Ilustración? para eliminar debilidades: “Sería muy peligroso que un oficial que ha recibido una orden superior quisiera razonar en su servicio sobre la oportunidad o la utilidad de dicha orden; debe obedecer”.
En la Doctrina del derecho Kant escribe: “Obedeced a la autoridad que tiene poder sobre vosotros”. Lo mismo da si esa autoridad ostenta un poder de procedencia legítima o ilegal. Y en Metafísica de las costumbres lanza el escalofriante párrafo:
El principio del deber que tiene el pueblo de soportar el abuso del poder supremo, aun cuando resulte insoportable, consiste en que su resistencia contra la legislación suprema nunca pueda alcanzar la ilegalidad y mucho menos terminar anulando toda la constitución legal.
En Teoría y práctica dicta:
toda oposición al poder legislativo supremo, toda insurrección destinada a traducir en actos el descontento de los sujetos, toda sublevación que estalle en rebelión es, en una república, el crimen más grave y condenable, porque socava los fundamentos mismos del sistema republicano.
¿Puede imaginarse una mejor manera de expresar la obligación a la obediencia de toda ley política en vigor, independientemente de su genealogía y contenido?
No es difícil imaginar que, en el protestante ambiente prusiano dominante en los hogares que ulteriormente formarían parte del Reich tal contenido pudiera ser leído, escuchado de la boca de algún inquieto tutor, parafraseado por algún pastor o garabateado por cierto estudiante, tal como lo muestra el inquietante filme alemán Das weisse Band [El listón blanco]: en ningún caso el ejercicio libre de la razón concede la desobediencia, no hay derecho a rebelarse, aún si, como escribe colérico Onfray, se trate de “persecución de judíos, su deportación y su exterminio”. Aun en caso de “abuso”, incluso si es “insoportable”, hasta que el soberano, mediante una reforma, en este caso el Führer, produzca un cambio en el rumbo político.
En Ideas para una historia universal en clave cosmopolita Kant decide que “El hombre es un animal que, desde el momento en que vive entre otros individuos de su especie, tiene necesidad de un amo que lo obligue a obedecer a una voluntad universal válida”. Y continúa el ilustrado e idealista alemán: “Pero ¿dónde habrá de encontrar a ese amo? En ninguna parte sino en la especie humana”. El amo, o dictador si se prefiere, a su vez porta consigo ideas superiores que inspiran sus acciones: Justicia, Constitución, Pueblo, Partido, Estado, Nación, Raza. Y bien, ese amo legal que conduce la Alemania nazi lleva por nombre Adolf Hitler y se mueve inspirado por ideas tales como: Arierparagraph (artículo ario), Lebensraum (espacio vital), Grossdeutschland (Gran Alemania), Dritte Reich (Tercer Reich). Y aunque hubiera obtenido el poder mediante un golpe de Estado, siguiendo la lógica kantiana, los súbditos tendrían que obedecer la nueva Ley impuesta sólo por ser Ley…
En su último y senil tratado titulado Antropología en el sentido pragmático Kant se extiende en una curiosa descripción sobre el carácter del pueblo alemán. En el texto es descrito como apto para adaptarse al gobierno que los rige, adepto del orden establecido, enemigo del desorden y el cambio, el pueblo alemán “se destaca en todo lo que puede ejecutarse gracias a una aplicación obstinada” y “se somete al despotismo antes que embarcarse en novedades… éste es su lado positivo”.
Michel Onfray, en Un kantiano entre los nazis, asegura que recurrir al espíritu de los pueblos no explica ni hace comprender “la furia de una nación obsesionada por el triunfo de la pulsión de muerte en toda Europa hasta el suicidio de su alma maldita en 1945”. Por el contrario, nombrarla ayuda a decir cómo se puede hacerla imposible. “Kant es culpable —y con él el kantianismo—”, continúa Onfray, “de razonar alejado de la realidad del mundo, de la gente, de los hombres”. No obstante, el filósofo del mal radical (La religión dentro de los límites de la mera razón) y de la sociabilidad insociable (Ideas de una historia universal en clave cosmopolita) disponía, con esos dos instrumentos, “grandes elementos previos para proponer una política de lo posible situada en las antípodas de una política de lo ideal. Pero, para hacerlo, debería haber sostenido esas dos certidumbres filosóficas en relación con datos antropológicos y no respecto de verdades ontológicas o metafísicas.
Mundo de ideas puras, menuda forma de evitar la realidad de los hombres. Desobedecer lo arbitrario, negarse a la injusticia, resistir a la opresión, rebelarse a la iniquidad, desobedecer la ley inicua, impugnar reglas despóticas, son algunos de los tópicos, para el filósofo perruno, inexistentes en la ética y la política de Immanuel Kant. El idealismo, la filosofía de los vencedores del triunfo oficial, del cristianismo convertido en pensamiento de Estado. ®
Carlos Gomar
Este Onfray lo que parece que sabe hacer es exagerar hasta el ridículo la persona de Kant. Va más allá de la pueril argumentación «ad hominem» lanzándose al ruedo con pura propaganda superlativa «solo para adictos» como es decir que Kant era sordo (seguramente no tenía tocadiscos) o que la vida rural es insulsa y produce pobreza estética y emocional, que sus visitas a pinacotecas no eran muchas, y que le gustaba la música mal etc. Cosa distinta hubiera sido que a Kant e gustaran los Rollings o el anarco-punk, supongo, entonces su cache´subiería como la espuma en el top ten de ¡Que pobreza de argumentos!
Comparado con cualquier intelectual de izquierdas, el «nazi» Kant es un gigante del pensamiento. Pongo como paradigma de intelectual de izquierdas moderno al impagable Pierre Trotignon, seguramente Onfray y él compartieron tequila en alguna cave parisina durante el tedioso y vacuo paraíso progresista parisina durante la guerra fría, pues la hermandad de botella está por encima de la hermandad de armas. Moralmente hablando, entiéndeme.
El mini hombre del siglo XXI se cree lleno de poder, cultura y libertad, para el ojo entrenado es un vulgar y pretencioso enano metal, un cojo emocional y un inculto condicionado en los laboratorios de la propaganda oficial. Un pastor griego podría dar lecciones a todos los intelectualillos antifascistas del siglo XX y XXI. Toda la onanística brillantez de intelectualillo actual es su antifascismo, la demonización del que piensa (y Kant pensaba) como les dictan los medios de comunicación. Creo que Onfray ni el articulista entienden a Kant, no conocen cual es el alma que habita en el ser humano desde el principio de su existencia y viven en un mundo teórico de propaganda «buenísta» de corte marxista-cultural, en otras palabras: «Viste como quieras» (anuncio de una marca de jeans» y obediencia al futuro pluscuamperfecto que ha de venir del gobierno de la dictadura del proletariado (hay versiones lights de todo esto, ya se preocupan los grandes financieros izquierdistas de dar pienso a los «rebeldes» del siglo). Vivir una temporada en África tropical ( con la gente, no en el hotel donde se alojan los intelectuales, los de la ONU y los de las ONGs) os vendría bien a todos para conocer el alma humana sin mistificar. Comprenderíais algo mejor la profundidad y grandeza de los pensadores clásicos, esos que ya no se estudian en las nano-universidades de la propaganda del «pensamiento» único. El pecado de los filósofos clásicos, aparte de la incapacidad de los modernos para entender nada que no sea reflejo progre condicionado de Pavlov, es sin duda haber vivido en la realidad, empezando por la realidad de su propio ser físico y moral. Siento tener que decírtelo, pero tantos años de educación oficial pueden servir para hilvanar una serie de párrafos gramaticalmente correctos, pero como obra de pensamiento útil para la humanidad más allá de las modas en vigor en nuestro decadente siglo, tu artículo es para pedir limosna (intelectual, se entiende).
Pedro Trujillo
Estimado Rodrigo, efectivamente mi texto se debe leer como una reseña al libro de Onfray. Seguramente una leída de muchos autores no me vendría mal, supongo que a ti tampoco (sobre todo alguno donde se explique cómo acentuar las palabras): hasta ahora no conozco a nadie que extraiga ideas de la nada…
Por otra parte no entiendo por qué he de no escribir algo que, como dices tú, haga «el mínimo contrapeso». Estoy escribiendo mi opinión, o compartiendo la de Onfray, en este caso, no estoy vendiendo ideas ni tratando de convencer a nadie de nada. Pero te sugiero la crítica escrita a este texto por Benjamín Palacios
https://revistareplicante.com/filosofia-para-el-desayuno/
rodrigo arrambide
Leíste a Onfray y te bebiste todos sus argumentos sin el más mínimo contrapeso. Tu ensayo no es ensayo; acaso es una reseña de un libro de Onfray de donde extraes todo lo que planteas. Ojalá tus amigos (los que te publican este bodrío) valorarán más la calidad y menos la amistad. Por cierto, una leída de Cassirer no te vendría mal.