En 1989 Keith Haring decidió pintar el graffiti “Todos juntos podemos parar el sida”. El artista estadounidense escogió este confín de Barcelona por sus peculiaridades sociales: un barrio marginal en donde la prostitución, la miseria, las enfermedades de transmisión sexual y las drogas como el hachís, la cocaína y la heroína significaban una problemática.
08001 es un proyecto musical conformado por artistas de diferentes partes del mundo. Los ritmos que producen tienen sus raíces en la música negra como el funk, dub, reggae, ragtime o gospel, que al fusionarlos con cantos africanos y matices del Medio Oriente originan un mosaico de tesituras tan diversas como las culturas de quienes lo integran. El colectivo, surgido en el año 2002, se caracteriza por el perenne “work in progress” que los fragua, un constante intercambio de miembros que se integran desde otros proyectos haciendo de la trashumancia la impronta que ha imperado en sus últimas grabaciones apareciendo con atinados descubrimientos: Voragine (2007) y No Pain No Gain (2013) con percusionistas de la India, Marruecos o Francia, vocalistas de Palestina, Argelia o Guinea Bissau, chelistas de Bulgaria y Grecia, así como algunos guitarristas originarios de diferentes partes de España, Chile y Argentina.Sus letras, aunque hablan de convencimientos, de ilusiones y de valores humanos, no dejan de advertir sobre las consecuencias de vivir en lugares marginados, de pertenecer a ciudades laceradas y de estar —y no— en entornos incómodos para el establishment, esos escenarios que los políticos y banqueros que gobiernan anhelan desaparecer para entonces anunciar la superficie próspera, el espacio acrisolado, el hábitat cool. El nombre del grupo se refiere al código postal del distrito de donde surge, un barrio en donde la vida pulsa de manera vertiginosa: El Raval de Barcelona.
Hasta hace unas décadas era conocido como el Barrio Chino por su similitud con el Chinatown de San Francisco. Una afinidad que tenía que ver con un grado de marginalidad y dotes legendarias con que ningún otro distrito de la Ciutat Comtal contaba. Desde sus orígenes ha sido una circunscripción confinada a los desnaturalizados. Los hospitales, las casas de la caridad, los hospicios no podían estar más que allende las murallas de la ciudad medieval. Tiempo después las fábricas se instalan y con ellas las casas gremiales, los conventos, las viviendas para los obreros, campesinos e inmigrantes que de otras latitudes llegaban en busca de comida y cobijo, dando pie a un hacinamiento social en un terreno de trazo improvisado con vías estrechas, intrincadas y laberínticas que, dada su proximidad al puerto, terminó por configurarse en una zona de tolerancia, franja sin ley en donde albergar la prostitución, el trasiego de drogas y el desfogue que no se permitía la sociedad barcelonesa en otras partes de la ciudad desde el siglo XIX.
Poco o nada ha cambiado. Por sus calles siguen transitando lo mismo el proscrito en busca de acomodo que el residente en busca de experiencias que lo puedan arrancar de su beatitud. Los sucesos más inverosímiles se incrustan frente a apuestas culturales e iniciativas de cohesión comunitaria: despojos de la última noche de juerga afuera de un colmado tradicional o de un centro cultural para recuperar viejos oficios, prostitución a cualquier hora del día en la entrada de una galería de arte o de un cineclub con temática social gestionado por los propios vecinos, ramalazos de hachís a la vuelta de algún centro de inserción laboral para minorías. Todo cabe en este lugar. De igual manera atreverse a traspasar la puerta de cualquier restaurante es acertar, quizás, en los platillos más peculiares lo mismo del sureste asiático como del Cáucaso, de Latinoamérica o del África septentrional, en atmósferas que algo de kitsch y devocional mantienen, con músicas que hablan quizás de fábulas, de historias o de tradiciones que en cualquier caso atizan lo exótico y que han llegado para quedarse sin saber a bien de dónde.
El mural presentaba una longitud de aproximadamente treinta metros y dos de altura. Los contornos los trazó sin planificación alguna sobre una pared inclinada adosada a un edificio en ruinas. Siempre le interesó el papel del azar. Dejaba que las cosas sucedieran por sí solas apareciendo bajo una línea ininterrumpida, sin esbozos, constante y con gran fuerza gráfica.
Quien camina por estas callejuelas quizás se sentirá sorprendido por el talante del que sale a su encuentro. Gente que lleva consigo la confianza que provoca el anonimato cuando se vive en ambientes heterogéneos, pero que en la mirada conserva el recuerdo del paisaje dejado cargando la cultura añorada: el hombre que cree importante llevar aún un turbante para distinguir su clase social o religión, el joven sudamericano con morral de lana con motivos étnicos y un sueño por alcanzar, la chica nórdica de dreadlocks y vestimenta minimalista harta de un supuesto confort, el skater de rasgos orientales que asegura estar en la mejor plaza del mundo para deslizar la tabla que lleva bajo sus pies o aquella mujer de edad incierta que en chilaba color oscuro acecha por la ranura del burqa tras la persiana de una ventana. Detenerse frente a algún portal es descubrir idiomas que remiten a parajes insólitos; escudriñar en los aparadores de las tiendas es conjeturar ya el uso, ya el sabor, de lo que ahí se vende, pues poco o nada aportan las etiquetas y los anuncios que en ocasiones, por mucho que se atisben sus intentos, no aciertan a estar ni en correcto castellano ni en catalán —tampoco en inglés— y mejor aún resulta una mezcla de todo, configurándose así lenguajes que no hacen más que enriquecer las diversas maneras de comunicarse y de convivir. Por algo la hasta hace poco en funciones casa okupa más visitada era conocida como Barrilonia. Artistas, drogadictos, intelectuales, padrotes, sibaritas, teporochos, hipsters, travestidos, inmigrantes, bohemios de la vieja guardia, proletarios, prostitutas, estudiantes, dealers, refugiados, deudores de la gauche divine y turistas incautos pasean a cualquier hora del día por la barriada, una de las de mayor densidad en Europa. Un esquirla de El Aleph una vez hecho pedazos.
Sin lugar a dudas los intentos asépticos por parte de sucesivas alcaldías para cambiar su morfología han sido siempre en vano. Algo tiene El Raval que después de cada brochazo vuelve a aparecer. Su entraña escabrosa resurge con mayor intensidad: no cede ni concede, resiste. Ya a principios del siglo XX habían aparecido los primeros reclamos de mejoramiento. Tomando como ejemplo el Plan Voisin que el arquitecto suizo Le Corbusier había diseñado hacia 1922 para el centro de París (y que nunca se llegó a ejecutar), una década después el Plan Maciá para Barcelona proponía una serie de salidas racionalistas e integrales. Desde entonces los procesos de gentrificación han sido un constante acoso para los vecinos. Recursos de desplazamiento que disfrazados de reformas se han intensificado sobre todo desde la Barcelona preolímpica, dándole la espalda a los problemas más incisivos del barrio y cediendo el paso a espacios como el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA), así como la Rambla del Raval con bares de moda, comercios de todas las nacionalidades, tiendas de diseño y restaurantes de nuevas tendencias que han servido de promoción inmobiliaria, comercial y turística a la ciudad fashion, pero que ha comportado la destrucción de determinado patrimonio cultural y la alteración de su vida prístina, delación que el antropologo Manuel Delgado hace patente en La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del “modelo Barcelona” (Los Libros de la Catarata, 2007). El último equipamiento cultural que se ha hecho instalar en el entorno ha sido la FilmoTeca de Catalunya, ubicada en la Plaza Salvador Seguí en la intersección de las calles de Sant Pau y Robador.
En este enclave, el 27 de febrero de 1989 Keith Haring (Reading, PA, 1958) decidió pintar el graffiti “Todos juntos podemos parar el sida”. El artista estadounidense, ya reconocido en el plano internacional, escogió este confín de Barcelona por sus peculiaridades sociales: un barrio marginal en donde la prostitución, la miseria, las enfermedades de transmisión sexual y las drogas como el hachís, la cocaína y la heroína significaban una problemática. Un año antes había sido diagnosticado como portador del virus VIH y desde entonces su obra se había tornado más combativa en lo concerniente a esta enfermedad que se presentaba como la pandemia que llevaría a la hecatombe a la población mundial. El mural presentaba una longitud de aproximadamente treinta metros y dos de altura. Los contornos los trazó sin planificación alguna sobre una pared inclinada adosada a un edificio en ruinas. Siempre le interesó el papel del azar. Dejaba que las cosas sucedieran por sí solas apareciendo bajo una línea ininterrumpida, sin esbozos, constante y con gran fuerza gráfica. Al ritmo de música house, rodeado de una flotilla de niños del barrio y ante la mirada atónita de transeúntes, curiosos y vecinos, Haring en menos de cinco horas dibujó con aerosol y pintura una serpiente de color sanguinolento con un condón en la cola que al momento de estrangular a una pareja y a una jeringuilla es cercenada por una tijera antropomorfa. En el extremo derecho aparecía el título en castellano. Aquel reptil hacía alusiones a las drogas, al sexo sin protección, pero sobre todo a una sociedad que prefería no ver, no oír, no decir nada respecto de un problema que ya empezaba a matar a millones de personas en esos años. Que el artista estuviera haciendo una pintada concerniente al sida despertó tal inquietud entre quienes regenteaban los locales de alterne de los alrededores que la policía tuvo que intervenir para que la obra pudiera concluirse con tranquilidad.
Considerado por una parte de la crítica como el padre del street art, Haring incursionó en el ambiente artístico estadounidense de principios de los años ochenta al lado de Basquiat, Warhol y artistas mediáticas como Madonna y Grace Jones. Sus dibujos empezaron a ser reconocidos por los pasajeros del metro neoyorquino por la sencillez de su trazo y por la crítica a una sociedad consumista y superficial. Trabajando bajo la amenaza de ser atrapado por la policía, no podían cometer fallos en su trazo. Con gruesas líneas propias de los contornos del cómic, los graffiti de Haring hablaban de conceptos como el amor, la pureza, la paz. A lo largo de varias estaciones los pasajeros podían disfrutar de episodios a manera de historietas que poco a poco fueron identificando por la extraña proximidad a sus propias vidas debido a la energía que irradiaban aquellos íconos. La popularidad del arte underground de Haring no se hizo esperar. Su estilo provenía lo mismo del arte pop que de la ciencia ficción, del rap o la cultura callejera del East Village de Manhattan desde donde rompía barreras para llegar al mayor número de personas.
Fiel a su filosofía de no creer en el arte para pocos y que fuera consecuente con los problemas sociales, si en algo coinciden los críticos es en señalar que el estilo de Haring se debía precisamente a la conexión que lograba con los espectadores. Él mismo declaraba: “No entiendo por qué el establishment americano del arte —los museos— siguen oponiéndose aún a mi trabajo. En cierto modo me alegra su resistencia, pues me da algo contra lo que puedo rebelarme. Como siempre, encuentro apoyo no en los museos o en los comisarios de las exposiciones, sino en la gente del pueblo”. Destacó también por colaborar con otros artistas experimentando nuevas maneras de expresión. De esta faceta se origina Apocalypse (1988), noventa carpetas con diez serigrafías que ilustran otros tantos textos catastrofistas y al tiempo esperanzadores de William S. Burroughs. El 16 de febrero de 1990, a los 31 años, Keith Haring murió en Nueva York, víctima del sida.
El mural que pintó en las inmediaciones de El Raval le sobrevivió poco tiempo. Se encontraba abandonado, parcialmente arruinado y una vez más los esfuerzos del Ayuntamiento por higienizar el barrio exigían una decisión que ineludiblemente terminaría por destruirlo. Con nuevas reformas se destruyeron numerosos edificios habitacionales para luego levantar un hotel de lujo, proveer de equipamiento urbano, terrazas bordeadas de frondosas jardineras y espacios con juegos infantiles a las arterias aledañas. Y en esa limpieza urbanística finalmente desapareció el graffiti. El MACBA, junto a la Fundación creada por el artista para gestionar su legado, apelando a su vez a las propiedades efímeras de la obra, se dieron a la tarea de calcar el dibujo a escala real con plástico de polietileno, rotulador permanente y perforación, y guardar muestras del pigmento utilizado para depositarlo en las bodegas del museo junto a las fotografías tomadas por Ferran Pujol y el video grabado con una cámara súper 8 por los djs César y Chito de Melero, únicos registros del proceso de creación.
Así como Haring, otros artistas se han sentido atraídos por la Barcelona canalla para proyectar su obra. Joan Colom, integrante del movimiento Nova Vanguàrdia, hizo lo propio con su (in)discreta cámara a la cintura retratando a los personajes urbanos que salían a su paso, renovando la fotografía de posguerra y convirtiéndose en el pionero del fotoperiodismo español. Manuel Vázquez Montalbán, Terenci Moix y Maruja Torres, por su parte, han dotado a las letras de importantes crónicas suscitadas en este sector de la Ciutat Vella. Sigismond Pons, protagonista de Al margen (Prix Goncourt 1967) de André Pieyre de Mandiargues, retrata esa Barcelona prostibularia recordando que “junto a cada bar hay una escalera, presidida por la palabra habitaciones pintada sobre la pared”. De igual manera Mathias Énard, en su más reciente novela Rue des voleurs (Actes Sud, 2012), dice: “Mi calle era una de las peores del barrio, una de las más pintorescas si se quiere, respondía al nombre florido de carrer de Robadors, calle de los Ladrones, el quebradero de cabeza del Ayuntamiento del distrito; calle de las putas, de los drogadictos, de los borrachos, de los perdidos de todo tipo que se pasaban el día en esa estrecha ciudadela con olor a orines, a cerveza rancia, a tajín y somosas […] de noche la cosa cambiaba, los turistas extranjeros borrachos como cubas se perdían por nuestros callejones y a veces se dejaban tentar por una hermosa negra a la que se tiraban por detrás, en el hueco de una puerta, al raso: muchas veces, tarde por la noche, he visto el reflejo movedizo de unas blancas nalgas desgarrando la penumbra de los rincones”.
Pero sin lugar a dudas la radiografía más fidedigna que se puede extraer del barrio es Diario de un ladrón (Gallimard, 1949), del dramaturgo y poeta francés Jean Genet —de quien David Bowie dice en “Jean Genie” (Aladdin Sane, 1973): “Sits like a man but he smiles like a reptile”—. Los detalles de su libro fueron analizados por Jean Paul Sartre en Saint Genet comédien et martyr (Gallimard, 1952), lo que sumió al novelista en una profunda crisis por haberse sentido sorpresivamente desnudado por alguien diferente a él y dejó de escribir durante años: “Sartre me despojó sin ninguna ceremonia”. Acusó asimismo al filósofo, junto a Jean Cocteau, de “haberlo transformado en una estatua”. No obstante, Susan Sontag señaló tiempo después en Saint Genet, de Sartre (Farrar, Straus & Giroux, 1966) que el texto, además de disgregado y contradictorio, no era más que un subterfugio del filósofo francés para dar a conocer su pensamiento a través de un escrito literario más que para analizar la vida del dramaturgo, quien en el extenso relato confiesa sus periplos por la Barcelona más abyecta revelando haber comulgado con buscavidas, rufianes, prostitutas, pordioseros, desertores y travestidos, personajes rastreros que cohabitaban en la degradación de este rumbo de la metrópoli catalana.
El 27 de febrero de 2014, 25 años después de aquel performance de Keith Haring, el mural fue restituido en una de las paredes aledañas al MACBA. La reproducción duró cinco días. No es casual que más de dos décadas después se vuelva la cabeza para contemplar la obra. Su discurso sigue vigente. En los últimos años el caballo, nombre con el que se conoce popularmente en España a la heroína, reaparece amenazante. Su tendencia al alza podría convertirlo en una plaga que golpee de nuevo a la juventud española. Las razones son varias. Por un lado la flagrante situación de crisis económica hace que los adictos busquen drogas más accesibles y, por otro, ya no se asocia a la heroína con las clases marginales como anteriormente ocurría. Los actuales usuarios se acercan después de una jornada de reventón para buscar un efecto tranquilizador y excitante a la vez. La primera víctima mediática de esta nueva era ha sido el actor Philip Seymour Hoffman, encontrado sin vida en febrero de 2014 con una jeringuilla en el brazo y restos de la droga en el baño de su apartamento en el Meatpacking District de Manhattan.
En el acto de inauguración, casi al final de los discursos de las autoridades del Ayuntamiento y directivos del MACBA, un hombre de edad avanzada se apostó frente al templete pese a los esfuerzos del cuerpo de seguridad para impedirle el paso. Protestó en nombre de quienes han sido víctimas de los ajustes económicos, de los desahuciados despojados de sus viviendas por parte de los banqueros, de los jubilados que han visto desaparecer sus pensiones y sus derechos a una salud pública, y por todos los estudiantes que han tenido que desertar de su formación profesional por el alza de las cuotas educativas. Intentó aprovechar un micrófono pero de inmediato le quitaron el sonido. Se quedó ahí de pie, brazos en alto y pancartas en mano, como el jinete que anuncia el nuevo cataclismo, esta vez ataviado eufemísticamente con el nombre de libre mercado, que ha empezado a atizar a una sociedad que prefiere no ver, no oír, no decir nada. ®