Si mal no recuerdo fue Ethel Waters (la que después acabaría como secuaz del evangelista Billy Graham) quien dijo que Holiday cantaba como si le apretaran los zapatos. La frase destila un poco de mala voluntad pero contiene un mucho de verdad.
Sospecho que algunas personas piensan que escuchar a Billie Holiday no es una experiencia tan conmovedora ni tan placentera como todos dicen, pero no se atreven a confesarlo por miedo a ser acusadas de insensibles, ignorantes, zafias o sordas. Si mal no recuerdo fue Ethel Waters (la que después acabaría como secuaz del evangelista Billy Graham) quien dijo que Holiday cantaba como si le apretaran los zapatos. La frase destila un poco de mala voluntad pero contiene un mucho de verdad: fue la conjunción de la mala conciencia anglosajona con el eficaz gimoteo existencial de Billie la materia prima con que se formó uno (no el único) de los grandes mitos del jazz.
De joven, en los años treinta, Billie Holiday (nacida Eleanora Fagan Gough) tenía un registro que en sus momentos más logrados apenas superaba el estadio del maullido; de adulta, en los años cincuenta, cuando andaba prematuramente en las últimas, había ganado aspereza y fraseo. Pero cualquiera que escuche desprejuiciadamente su versión más lograda de “Strange Fruit” (tema publicado en 1937 como poema en un periódico llamado The New York Teacher, escrito por un docente sindicalista llamado Abel Meeropol, que lo firmó con el seudónimo de Lewis Allen y al que los seguidores de Billie consideran “de culto”, como se dice ahora) advertirá que se trata más de una convincente declamación apoyada en los lúgubres acordes del pianista Mal Waldron —por entonces joven e impresionable— que de una balada jazzística. Quienes quieran comprobarlo por sí mismos pueden ver/escuchar el video en
y después reflexionar sobre el asunto.
Afirmar que Anita O’Day (nacida Anita Belle Colton) cantaba jazz mejor que Billie Holiday constituye un sacrilegio. Pues bien: Anita O’Day cantaba jazz mejor que Billie Holiday. Sólo que en pleno “revival” del Ku Klux Klan hubiera sido mal visto decir eso de una blanca a la que le iba tan bien que hasta con un golfista profesional se había casado. Como sea, resulta difícil imaginar a Holiday siquiera acercándose técnicamente a la versión de “What is This Thing Called Love” que O’Day grabó en abril de 1959 con la orquesta de Billy May, o a la del “A Nightingale Sang in Berkeley Square” que grabó en Checoslovaquia en 1969 para el sello Jasmine, con los ignotos George Ingdahl al piano, Ramón Dylang en bajo y John Poole en batería. Dejemos de lado, pues, a O’Day, descalificada para competir con Holiday por no ser negra ni pobre ni discriminada ni alcohólica ni desdichada en el amor (adicta sí: su afición a la heroína la llevó a pisar la cárcel casi tantas veces como aquélla).
Afirmar que Anita O’Day (nacida Anita Belle Colton) cantaba jazz mejor que Billie Holiday constituye un sacrilegio. Pues bien: Anita O’Day cantaba jazz mejor que Billie Holiday. Sólo que en pleno “revival” del Ku Klux Klan hubiera sido mal visto decir eso de una blanca a la que le iba tan bien que hasta con un golfista profesional se había casado.
Decir que Dinah Washington (nacida Ruth Lee Jones) cantaba jazz mejor que Billie Holiday constituye un sacrilegio. Pues bien: Dinah Washington cantaba mejor que Billie Holiday. Y, al igual que ésta, era negra, pobre, discriminada, alcohólica, adicta y desdichada en el amor. Tanto, que se casó siete veces y se divorció seis (una mezcla de ginebra y pastillas para adelgazar la privó, a la edad de 39 años, de su séptima separación). También, como en el caso de la descalificada O’Day, resulta difícil imaginar a Holiday llegar a los niveles que alcanza Washington en las versiones de “Blue Gardenia” y de “You Don’t Know What Love Is” que grabó en 1955 con un septeto dirigido por Quincy Jones, uno de sus maridos.
Y me permito añadir que Sarah Vaughan (nacida Sarah Vaughan), cantaba bastante mejor que Billie Holiday, a pesar de que ésta —que no la podía ver ni en fotografía— escribió venenosamente en sus memorias que Vaughan “cometió el error” de atreverse a grabar “I Cried for You” (“¡Cualquiera menos esa! —dice petulante Holiday—. Era mi mejor caballo de batalla”).
Fue el ejercicio pertinaz de la cultura de la queja lo que acabó por rendirle a Holiday excelentes dividendos históricos. No es que le faltaran motivos para quejarse: difícilmente le han faltado a ningún músico negro de esa época. Pero en su caso, la permanente exhibición de sus desventuras —públicas e íntimas, reales y exageradas— contribuyó a que quienes opinaban que era una cantante técnicamente limitada fueran considerados auténticos enemigos del movimiento integracionista.
Lo cierto es que desde que empezaron a presentarse juntos (con el tiempo Young se convertiría prácticamente en el acompañante por excelencia de Holiday), el sentido de la culpa blanco empezó a convencerse de que entre la 110 y la 155 Oeste los únicos músicos que habían sido víctimas del racismo estadounidense eran Lester Young y Billie Holiday.
Es difícil saber si fue el saxofonista Lester Young el que le contagió a Holiday su enfermiza tendencia a lamentarse constantemente por sí mismo, si ella se la transmitió a él o si los dos la cultivaban con intensidad tan parecida que desde el primer día en que se vieron (fue en una jam session de Harlem) empezó a fluir entre ellos la oscura corriente eléctrica de la autocompasión. Lo cierto es que desde que empezaron a presentarse juntos (con el tiempo Young se convertiría prácticamente en el acompañante por excelencia de Holiday), el sentido de la culpa blanco empezó a convencerse de que entre la 110 y la 155 Oeste los únicos músicos que habían sido víctimas del racismo estadounidense eran Lester Young y Billie Holiday. Y lo que en Young (“Prez”, lo rebautizó ella) era sólo una enfadosa inclinación que no opacaba su capacidad expresiva, en Holiday (“Lady Day”, la rebautizó él) se convirtió en una especie de sustitución de sus carencias vocales. ¿Le ibas a decir sobrevalorada a una chica negra que sufría y te lo recordaba a cada rato?
Precisamente es en su apreciación de Lester Young donde Holiday demuestra que lo suyo no era la objetividad. Refiere con lujo de detalles el encontronazo musical que Young tuvo con Chu Berry. Cuenta Holiday: “[Lester] tocó como mínimo quince coros, cada uno más bonito que el anterior. Después del décimoquinto Chu estaba liquidado, tal como Sarah después de mi octavo estribillo de “I Cried’”. Sin embargo, no se refiere ni de pasada a uno de los grandes ridículos que ella y “Prez” hicieron en 1939 en un sótano que el baterista Nightsy Johnson había abierto en St. Nicholas Avenue y la 134 (frente a la ciudad universitaria de NY, mirando hacia el parque). Una noche, Coleman Hawkins, que en materia de tono, dominio de la armonía e improvisación se encontraba años luz por encima de Lester, subió alegremente a tocar con éste y Holiday. Ella terminó su parte y antes de bajarse del escenario, en una mezcla de mal gusto e imprudencia, dijo: “Para mí ha sido un placer cantar acompañada por el mejor saxo tenor del mundo: Lester Young”. Hawkins se quedó en el stage como si no hubiera oído nada, amablemente le pidió una serie de acordes al pianista y durante los siguientes veinte minutos hizo, a toda velocidad, un despliegue de virtuosismo que dejó pasmados a todos. Después siguió improvisando sobre las armonías de una balada con su estilo escalofriante (el término no es mío sino del trompetista Rex Stewart, quien refiere la anécdota en su libro Masters of The Thirties), recibió una enorme ovación y a continuación invitó a seguir tocando con él a los músicos allí presentes. Subieron los tenores Chu Berry y Don Byas; “Prez” se quedó sentado en un rincón, acompañado de Holiday, y no es difícil aventurar que ambos hayan pensado en que la vida se mostraba, una vez más, terriblemente injusta con ellos. Como sea, Holiday se cuidó muy bien de no incluir ese episodio en su prolijo anecdotario.
De por sí, la posteridad suele conceder sorprendentes atributos posmortem. Juan Clark de Melden, un provocadorcillo que en vida no hizo cosa más notable que tumbar algunas imágenes de santos, llamar anticristo al Papa y cantar el salmo 115 mientras le cortaban la nariz y lo arrojaban al fuego, pasó, por esas penurias que deben haber sido muy incómodas pero que en sí no tenían nada de meritorias, a ocupar un lugar en la hagiografía cristiana. Y a James Byron Dean, un granjero miope con las dotes histriónicas de un ladrillo, un aparatoso accidente automovilístico le gestionó, de un día para otro, un sitio de honor en la iconografía hollywoodense. Imagínate, entonces, cuando ayudas a la posteridad contándole a todo el mundo, como Holiday, que la vida te trata a patadas en el culo, como si a ti, a ella, a mí, a todos nosotros, nos debiera algo.
Piénsalo y luego me dices. ®