Casi al final de su vida la escritora rusa en el exilio Nina Berberova empezó a ser conocida gracias a un editor francés. Andrés Caicedo, por su parte, sólo empezó a gozar de la celebridad varios años después de su muerte.
La Lolita de Nina Berberova
Con un tiraje de cinco mil ejemplares y plagada de errores tipográficos, Lolita fue publicada en inglés en París, en 1955, por Maurice Girodias, de Olympia Press, cuyo fondo editorial consistía en gran parte de obras pornográficas mediocres, pero también de autores como Miller, Nin, Beckett y Burroughs. Aunque Graham Greene la reseñó favorablemente para el semanario británico Sunday Times las autoridades prohibieron la entrada de esa novela al Reino Unido, donde incluso provocó un debate en el parlamento, y Francia decidió prohibirla un año después. En Nueva York, G.P. Putnam’s Sons la publicó en 1958 y vendió cien mil ejemplares en tres semanas, convirtiéndose en uno de esos libros “que marcan la conciencia (y el modo de vida) de una generación literaria y dejan su marca en todo un siglo”, escribe Nina Berberova en su extraordinario análisis Nabokov y su Lolita [Buenos Aires: La Compañía, 2008].Nabokov (1899-1977) y Berberova (1901-1993) nacieron en la misma calle de San Petersburgo, con dos años de diferencia, y partieron al exilio cuando estalló la Revolución rusa, pero sus vidas corrieron suertes muy distintas. Vladimir Nabokov alcanzó el éxito en tanto que Berberova, que escribía casi solamente en ruso, fue una desconocida hasta que el editor francés Hubert Nyssen, de Actes Sud, se encontró con ella en un café parisino en 1985. Tenía 84 años y unas quince obras, en su mayoría sin traducción y circunscritas sobre todo al ámbito de los emigrados, cuenta Nyssen en el posfacio de Nabokov y su Lolita.
No obstante, Nina Berberova reconoció en Nabokov al “único genio de la emigración rusa”. Escrito en 1965 o 1966, Nabokov y su Lolita parece una tesis universitaria tardía con la que Berberova demostraría su talento en Estados Unidos, adonde había llegado en 1950 con 75 dólares en la bolsa y sin hablar inglés.
El antiguo editor francés de Lolita, Girodias, había escrito de Berberova en sus memorias y la recordaba como una mujer encantadora: “Ah, los ojos de Nina, la voz de Nina, incomparable cuando recitaba sus propias traducciones de poemas rusos…”. La escritora se enteró de esto casi medio siglo más tarde, cuando le preguntó a Nyssen si acaso su nombre aparecía entre los recuerdos del fundador de Olympia Press. La anciana reaccionó con amargura: “Con un poco de olfato ese imbécil se habría dado cuenta de que no me contentaba con recitar versos, habría descubierto que escribía. Me habría quedado en Francia, donde mis libros se habrían traducido y publicado. ¡Me habría ahorrado cuarenta y cinco años!”
No obstante, Nina Berberova reconoció en Nabokov al “único genio de la emigración rusa”. Escrito en 1965 o 1966, Nabokov y su Lolita parece una tesis universitaria tardía con la que Berberova demostraría su talento en Estados Unidos, adonde había llegado en 1950 con 75 dólares en la bolsa y sin hablar inglés. En esa breve obra la autora establece un “sistema periódico de los elementos literarios”, comunes a las grandes novelas del siglo XX: la intuición de un mundo disociado; la apertura de las compuertas del subconsciente; el flujo ininterrumpido de la conciencia y la nueva poética surgida del simbolismo. Lolita no es sólo una novela sobre el deseo perverso o sobre el amor, afirma Berberova, “es también una novela sobre el doble, el doble-rival, el doble-enemigo, al que no se mata en un combate leal ni en un duelo honesto, sino después de una escena cómica, grotesca, en un estado semiinconsciente, casi bestial, […] todo eso para librarse de sí mismo, para salir del infierno, para matarse a sí mismo en el doble”. Lolita es una obra que “proporciona tanto más placer cuanto mayor cantidad de elementos se comprendan y diluciden”, dice también la autora de este pequeño libro, indispensable para todo crítico literario.
El suicidio de Andrés Caicedo
El rechazo de Dorothy Wordsworth al poeta y futuro filósofo Samuel Taylor Coleridge, cuando éste tenía veintiocho años, detonó una personalidad melancólica que lo abrumaría el resto de sus días. A su poema Abatimiento: una oda pertenecen estos versos: “Una pena sin punzada, hueca, oscura, sombría. / Somnolienta, sofocante, desapasionada pena / que no encuentra fin ni consuelo / en palabra, suspiro o lágrima”. Depresivo, adicto al opio, el también crítico inglés murió de un infarto en 1834.Esos versos de Coleridge podrían haber sido compuestos por el escritor colombiano Andrés Caicedo, que se suicidó tomando sesenta pastillas de seconal, barbitúrico de efectos sedativos e hipnóticos y depresor de la actividad cerebral, la droga justa para ese nervioso joven de melena y rostro fino como el de una virgen con lentes de pasta que no cesaba de escribir novelas, cuentos y guiones para cine, y que había declarado que vivir más allá de los veinticinco años era una insensatez. Cuando niño se ganó fama de mentiroso pues contaba aventuras fantásticas y se inventaba genealogías familiares descabelladas. Eso y su conducta insolente le valieron la expulsión de varios colegios, aunque pudo graduarse de bachiller en 1968. A los veinticinco años, una tarde de marzo de 1977, después de recoger en el correo un ejemplar de su novela ¡Que viva la música!, huyó definitivamente al país de los muertos —ya lo había intentado en dos ocasiones un año antes—, dejando un legado de miles de cuartillas en un baúl en la casa familiar y un montón de libros cuya originalidad y realismo son valorados por nuevas generaciones de escritores en su país y fuera de él.
A los veinticinco años, una tarde de marzo de 1977, después de recoger en el correo un ejemplar de su novela ¡Que viva la música!, huyó definitivamente al país de los muertos —ya lo había intentado en dos ocasiones un año antes—, dejando un legado de miles de cuartillas en un baúl en la casa familiar y un montón de libros cuya originalidad y realismo son valorados por nuevas generaciones de escritores en su país y fuera de él.
Nació en Cali, en 1951, y aun en la adolescencia ya era cinéfilo, ávido lector y fan de los Rolling Stones. Antes de los veinte años ya había escrito decenas de cuentos y obras teatrales y montado piezas de Ionesco y José Triana, y hasta tenía una adaptación de Moby Dick. Fundó un cineclub y la revista Ojo al Cine, que con apenas cinco números se convirtió en 1974 en la publicación especializada más importante del país. Ese año viajó a Estados Unidos con la ilusión de venderle al prolífico director Roger Corman cuatro guiones para largometrajes, sin éxito, aunque pudo entrevistar a Sergio Leone y ver una película tras otra. En ese año empezó a escribir su única novela completa, ¡Que viva la música!
Alberto Fuguet, creador del grupo literario McOndo y coeditor del libro de relatos del mismo nombre (de 1996), que se oponían al ya largo reinado del creador del realismo mágico y sus epígonos en el mercado literario, dijo del turbulento escritor colombiano: “Caicedo es el eslabón perdido del boom, el enemigo número uno de Macondo. No sé hasta qué punto se suicidó o acaso fue asesinado por García Márquez y la cultura imperante en esos tiempos. Era mucho menos el rockero que los colombianos quieren, y más un intelectual. Un nerd súper atormentado. Tenía desequilibrios, angustia de vivir. No estaba cómodo en la vida. Tenía problemas con mantenerse de pie. Y tenía que escribir para sobrevivir. Se mató porque vio demasiado” [en el diario chileno La Tercera, 22-II-2008]. Adicto salvajemente a la cocaína y otras drogas, indeciso ante su sexualidad —con sus amigos Clarisol y Guillermito había integrado un alocado triángulo amoroso, una “pandilla maldita”, como escribe Juan José Sandoval en su blog Barrunto—, Caicedo, tartamudo, además, pensó que estaría mejor durmiendo en una tumba. ®
Lee la reseña de la Autobiografía de Andrés Caicedo aquí.