Para Witkin, la balsa representa también la locura, el extravío, el autismo del poder, que en su indolencia, en su desmesura, en su falsedad se convierte en catástrofe y destrucción.
“La balsa de George W. Bush”,fotografía de Joel–Peter Witkin, expuesta actualmente en el Foto Museo Cuatro Caminos de la Ciudad de México, como parte de la muestra Witkin & Witkin, parodia de la conocida pintura del francés Théodore Géricault, nos da ocasión —como su antecesora— de plantear algunas lecturas pertinentes a nuestra época: la segregación, el éxodo forzoso e involuntario, la incompetencia política, la corrupción, la locura, la banalidad intrínseca a las decisiones políticas y su altísimo costo social; pero sobre todo el desamparo, la incertidumbre de un rumbo político, económico y espiritual para la sociedad humana de hoy.
El teórico estadounidense W. J. T. Mitchell en su breve texto ¿Qué quieren realmente las imágenes? nos ofrece una idea realmente provocadora: el juego de dotar a las imágenes de personalidad, deseo, intención… La imagen como prosopopeya. “Las imágenes son cosas que han sido marcadas con el estigma de la personalidad, exhiben cuerpos tanto físicos como virtuales; ellas hablan con nosotros…”.
Mitchell propone un poder psicológico o social en sí mismas, así, las imágenes tendrían una cierta flexibilidad, una condición poliédrica, manipulable, maleable, elástica.
Expendables
Esto seguramente lo sabe de sobra Witkin, quien al replicar aquella obra romántica nos vuelve a decir en formas nuevas lo que ya denunciaba a sus 27 años el joven pintor francés: “Los excluidos son los de siempre; la masa inmóvil y sometida. Los subalternos, incapacitados para obrar como interlocutores ante el poder. Lo desnudos y los muertos, los vencidos, los desposeídos, los expoliados”.
El fotógrafo estadounidense, al igual que Géricault hace casi dos siglos, nos sigue hablando de los ciudadanos desechables, de las rémoras de la historia, los olvidados, los vencidos: rostros olvidados en las costas de Europa, africanos ahogados en el estrecho de Gibraltar o caribeños perdidos en las aguas entre La Habana y Miami.
Es bien sabido: “La balsa de la Medusa” es un óleo monumental (casi 5 por 7 metros) realizado por Théodore Géricault en un periodo entre 1818 y 1819 para ser exhibido en el Salón de París con el único fin de denunciar la tragedia ocurrida años atrás: el naufragio de una fragata frente a las cosas de Senegal debido a la incompetencia y la corrupción de sus responsables: más de cien personas abandonadas a su suerte, luego de una operación de salvamento que sólo escogió a personajes militares y de la nobleza.
Abajo los africanos abatidos por la guardia española frente a Gibraltar. Los muertos a tiros en Arizona, los centroamericanos muertos a golpes por el narco en la frontera mexicana. Las mujeres abusadas por los musulmanes en Hamburgo. Los desposeídos que se aferran a su pedazo de madera…
Un naufragio de más de trece días, donde, de esas decenas de desechados, sólo sobrevivieron quince: brutalidad, canibalismo, locura, asesinato, desesperanza, segregación; un hecho que podría resumir en su síntesis el acontecer y la historia de lo humano. El naufragio de aquella nave francesa se vuelve símbolo del ayer y del hoy: se salvan los que van adelante, los que van arriba, las primeras clases del Titanic o de las democracias occidentales, los países del primer mundo, los potentados, los dueños de la economía: abajo los niños sirios, los náufragos cubanos, los mexicanos perdidos en el inmenso mar del desierto. Abajo los africanos abatidos por la guardia española frente a Gibraltar. Los muertos a tiros en Arizona, los centroamericanos muertos a golpes por el narco en la frontera mexicana. Las mujeres abusadas por los musulmanes en Hamburgo. Los desposeídos que se aferran a su pedazo de madera, luchan, se agreden, se revuelven, resisten: quieren vivir, vivir.
La incompetencia
En el mismo tenor, el autor francés Georges Didi–Huberman, en su obra “Cuando las imágenes toman posición”, nos orienta: “Para saber hay que colocarse en dos espacios y temporalidades”, ya que “No sabemos nada en la inmersión pura, en el “en sí”.
En Witkin ya no es figura central de esa composición en pirámide aquel viejo pensativo, ese que bajo una tela roja como la sangre lamenta a sus muertos, ajeno a la lejana esperanza del barco que en el horizonte se acerca. El artista alemán hace mofa de la tragedia: 2006, el hombre pensativo es George W. Bush Jr., el hombre sin atributos, que como Hugues Duroy de Chaumareys,el capitán de la Medusa, ha ganado su puesto no por méritos propios sino gracias a sus relaciones y a su linaje.
A su lado quince personajes, en línea diagonal un cuerpo flotando al filo del agua con el rostro tapado: ¿homenaje al diálogo de Platón con Lisias en “El Fedro”?
El brazo del presidente no parece —como en el cuadro original— consolar a un muerto. Se aprovecha para sopesar el seno de una mujer dormida. Arriba de él, en una especie de trono, su madre, Barbara Bush, ojeando con fastidio una revista.
Un hombre semidesnudo con galones; otro personaje masculino con brassier; figuras tan anónimas como contemporáneas: ¿El negro avizorando el horizonte que en el cuadro de Géricault representara la lucha contra la segregación, será ahora su general Collin Powell, previendo en la lejanía otra guerra?
Revolución
Didi–Huberman nos ha cuenta también sobre la inquietante forma en que el dramaturgo Bertolt Brecht resignificó a través de sus poemas como pies de foto infinidad de imágenes de la guerra. Así, ninguna imagen sería “inocente”, neutra, forma vacía. “El problema es refinar nuestra estimación de su poder y la forma en que éste funciona.”
Géricault fue revolucionario en el sentido de usar los gruesos trazos de esa vertiente pictórica del romanticismo para enfilarlos hacia la denuncia. Aunque deudoras de Miguel Ángel y Delacroix en esos contrastes musculados, sus figuras volteaban por primera vez a ver y reproducir no la historia de los héroes o personajes de la nobleza, no la mitología o los gigantes. El escándalo que en la época despertó su cuadro se debió a que intentaba contar la historia de los hombres comunes, peor aún, de los sufrientes. Se dice que durante años estuvo buscando a los pocos sobrevivientes, indagando, incluso al carpintero que a bordo de la fragata fabricó la balsa con restos del navío. El pintor le pidió una réplica a la medida en su taller. Estudió a los muertos, visitó las morgues, se fatigó buscando el tono más cercano a la coloración de lo putrefacto.
Por eso su cuadro va en una paleta de los tierras a los verdes, de los verdes a los negros.
La muerte para Géricault es ese cielo negro, esas olas levantándose como puños hacia la madera rota, hacia los cuerpos dispuestos en agonía. Pero el cargamento de la balsa no son sólo los muertos de la carne, ni los muertos del alma: los que se han devorado entre ellos, aferrándose con los dientes a la vida. Son los muertos sociales. Los no válidos para las cúpulas de todo poder. Los que luego del rescate fueron injuriados, silenciados, amenazados, olvidados.
Los náufragos de hoy no navegan sólo en las olas de la noche. Mueren en minas en el norte de Coahuila, son muchachas que desaparecen al volver de su trabajo en las maquiladoras de Ciudad Juárez, son niños en los campos de fresas de Baja California, “mojados” trabajando en Chicago turnos de dieciséis horas.
La nave de los locos
Joel–Peter Witkin realizó su parodia de la obra de Géricault en 2006, cuando el segundo periodo de Bush —elecciones cuestionadas, crisis económica, recesión y guerras—. Si vemos con atención, lo que corona el cráneo del presidente parece ser una corona, una corona que, más que velas, parecen ser foquitos de fantasía: ¿pocas ideas? ¿Escaso talento? ¿Obnubilación? ¿Autismo del poder? El autor parece resumir el ensimismamiento mientras todo alrededor se desploma. Sin embargo, en ese ambiente de catástrofe hay mucho de banalidad y de puesta en escena. Un cielo y un mar como de cartón, una mujer que con un hueso en su brazo extendido pareciera una oscura glosa a la Estatua de la Libertad. Hay un patetismo cómico, un aire de farsa, de collage, como si el ejercicio de la política, esa catástrofe primordial, fuera una especie de escena improvisada en un estudio de televisión.
Géricault quiso pintar la esperanza como algo diminuto. La silueta de un barco apenas visible en el horizonte. Una promesa muy tardía, casi un espejismo. Creo que uno de los aciertos mayores en la obra de Witkin es llevar a través de la parodia el cuadro de Géricault hacia otro nivel: hacia la alegoría y el significado de “La nave de los locos”. La nave de los locos o “La nef des fous” es un motivo recurrente en la pintura medieval (la más famosa de El Bosco, pintada a finales del siglo XV), donde se recrea el inquietante momento en que los locos eran desterrados —segregados— de la civilización. ¿Cómo? Se les reunía para luego hacerlos abordar en grupo hacia la incertidumbre del mar. En su clásico Historia de la locura en la época clásica Michel Foucault señala cómo “Los locos no pertenecen a ninguna parte”, la barca es su único país, una patria móvil y frágil que amenaza segundo a segundo hundirse más en el agua, en la locura, en la noche.El agua es el cambio, el caos, la aventura de lo incierto.
En nuestro país llevamos décadas asistiendo a esta puesta en escena, a esta incertidumbre, a este naufragio. Institucional, político, económico, pero sobre todo moral.
Así, para Witkin, la balsa representa también la locura, el extravío, el autismo del poder, que en su indolencia, en su desmesura, en su falsedad se convierte en catástrofe y destrucción.
Esta vez los locos no son los desterrados ni los excluidos: son los que dirigen hacia el naufragio la nave. ®
Referencias bibliográficas
Didi-Huberman, Georges, Cuando las imágenes toman posición. El ojo de la historia, Madrid, Antonio Machado Libros, pp. 10, 12, 43.
Foucault, Michel, Historia de la locura en la época clásica, México: FCE, 1967, p. 45.
Mitchell, W. J. T., ¿Qué quieren realmente las imágenes?, México: COCOM Press, 2014, p. 10.