Allí me esperaban los galpones operativos de SUPRA, la compañía encargada de retirar los desechos sólidos del Municipio Libertador. Esa noche no era periodista, menos escritor, y otras cosas con que la gente me identifica. Esa noche me tocaba recoger basura. La basura de Caracas.
Mientras la ciudad celebra
La noche que cambié de trabajo era un día típico —y tópico— de ocio caraqueño. Esa noche viernes de quincena la ciudad celebraba la Ruta de los Museos, un festival cultural al aire libre donde aproximadamente quince mil personas caminan, comen y beben por la zona de los museos más grandes de la urbe. Y no sólo esa noche tenía que trabajar, sino desplazarme hasta el confín de Caracas. Para llegar a mi nuevo sitio de trabajo tuve que salir de la ciudad. Al menos de los límites a los que acostumbra el bullicio y el tráfico que la definen, a ella y sus habitantes. Lo noté cuando la motocicleta que me llevaba dejó detrás la entrada de La Yaguara para comenzar a subir por una maraña de avenidas desoladas y buscar la Calle 7. Allí me esperaban los galpones operativos de SUPRA, la compañía encargada de retirar los desechos sólidos del Municipio Libertador. Esa noche no era periodista, menos escritor, y otras cosas con que la gente me identifica. Esa noche me tocaba recoger basura. La basura de Caracas.
No hay nada de solemne, en el terreno de una hectárea, que alberga a este pequeño ejército que lucha contra los desechos de Caracas. Sólo ruido, movimiento, gente que entra y sale. Muchos trabajadores reunidos frente a alguien que les da instrucciones. A pesar de que el ambiente es cordial, desde las seis p.m. este inmenso estacionamiento que cuenta con al menos ciento cincuenta camiones de recolección no deja de tener actividad. Lo evidencian las llamadas telefónicas de los supervisores a los camiones que aún no completan tripulación, o los camiones que habiendo completado una ruta vuelven para reiniciar el periplo por una metrópoli que no detiene su voracidad.
Mi nuevo jefe me dice que estoy designado a las rutas correspondientes a Los Magallanes. Vas a empezar desde lo más duro, chamito, me dice. Vas a ver cómo dejamos todo limpio, remató, a eso de las cuatro de la mañana terminamos.
Para comenzar mi nuevo trabajo me reporté con el supervisor Elvis Castro. Elvis debe estar alrededor de los veintisiete años de edad. Elvis, menor que yo, es responsable de toda la basura que se genera en el centro de la ciudad, La Candelaria y el Valle. Me conduce hasta el supervisor de mi ruta, quien a partir de ese momento sería mi nuevo jefe. Aurelio Núñez, cincuenta y tantos años, cigarrillo en la boca, teléfono celular repicando, sonrisa tensa de alguien que da órdenes y de quien dependen muchos. Mi nuevo jefe me dice que estoy designado a las rutas correspondientes a Los Magallanes. Vas a empezar desde lo más duro, chamito, me dice. Vas a ver cómo dejamos todo limpio, remató, a eso de las cuatro de la mañana terminamos.
No sé por qué en ese momento pensé en todas las personas —que de seguro yo conocía— que estaban en la Ruta de Los Museos.
Un viernes cualquiera
Como cualquier viernes la ciudad de Caracas generará 2,500 toneladas de basura. Y nomás contando las parroquias que comprenden el Municipio Libertador. Es decir, apreciado lector, si usted es habitante de 23 de Enero, Altagracia, Antímano, Candelaria, Caricuao, Catedral, Coche, El Junquito, El Paraíso, El Recreo, El Valle, o si su puesto de trabajo o negocio está en La Pastora, Parroquia La Vega, Parroquia Macarao, la Parroquia San José, la Parroquia San Agustín, o si por casualidad usted es habitual transeúnte de la Parroquia San Bernardino, San Juan, San Pedro, Santa Rosalía, Santa Teresa o Sucre, tiene que saber —si desea seguir leyendo esta crónica— que es responsable de la producción diaria de 2,500 toneladas de porquería.
Ese viernes Caracas producirá tanta basura como para llenar dos estadios de fútbol. Cabe acotar que, más allá de las preocupantes comparaciones, tamaño volumen de elementos era el equivalente a la carga de buques similares al Titanic. Y si seguimos con las analogías acá dejamos una brutal: la Red de Mercados de Alimentos (Mercal) y la Productora Venezolana de Alimentos (Pdval), en sus acostumbrados operativos de ventas a nivel nacional, que comprenden aproximadamente de diez a dieciséis estados, ofrecen un volumen similar de alimentos a la venta. Es decir, Caracas produce en basura el equivalente a lo que la mitad del país consume en alimentos y productos de primera necesidad.
Todo este cúmulo incesante debe ser recolectado por aproximadamente seiscientas personas, contando a los conductores de los camiones. Estos trabajadores, además de una inmensa voluntad de servicio, cuentan con herramientas muy elementales: una cesta, una pala y un rastrillo. Estos tres recursos componen el equipamiento de lo que se denomina un tripulación, que a su vez está compuesta por un conductor —quien hace las veces de capitán— y tres ayudantes, cada uno discriminado de acuerdo con su grado de experiencia y antigüedad.
Estos equipos, un viernes cualquiera, tienen que cubrir una ruta correspondiente a cualquier parroquia del Municipio Libertador. A veces son de cuatro a seis camiones por ruta, a veces son menos. Todo ese trabajo se realiza a altas horas de la noche. Para evitar el tráfico, para evitar que el olor impacte a los transeúntes, y también para evitar que la gente mire de cerca aquello de lo que se quiere deshacer: sus propios desechos. Y varias veces, porque no obstante los equipos cumplen la rutina con disciplina prusiana, muchos vecinos —quisiéramos suponer que aletargados— suelen colocar sus bolsas repletas de basura a pocos minutos del paso del camión. Es decir, un viernes cualquiera muchos vecinos esperan que pasen los trabajadores de SUPRA para luego sacar la basura, en un siniestro ejercicio de cinismo ciudadano.
Sólo un puñado de valientes
Camión de Recolección 417- Ruta Los Magallanes de Catia. Toda ruta se compone de puntos. Y los puntos se identifican por los contenedores, inmensas cajas plásticas donde se amontonan varias bolsas de basura. Ahora llegamos a un punto con un contenedor que no se da abasto. Al lado de una plaza de Los Magallanes que no conozco. Yo no soy de esta zona ni conozco muy bien la ruta, porque soy el nuevo en la tripulación. O al menos eso intento a pesar de la benévola deferencia con que me tratan mis compañeros, todos ellos más jóvenes que yo: Julio, 26 años; Joel, 27 años; Rafael, 25 años, y Fernando, 29 años.
Me dicen que tenga cuidado con el poste de electrificación de la plaza (pega corriente) o cuando me advirtieron que el principal enemigo de este trabajo es el tráfico (nadie detiene la marcha por un trabajador del aseo, es decir, si pueden te atropellan).
Me presentaron como periodista y ellos me aceptaron como un ayudante más. Aunque con menos capacidades. Yo observo e intento ser útil, aunque la mayoría de las veces estorbo. Estos tipos saben lo que hacen, conocen la zona, la maquinaria que llevan y los peligros del oficio. Así como ahora me dicen que tenga cuidado con el poste de electrificación de la plaza (pega corriente) o cuando me advirtieron que el principal enemigo de este trabajo es el tráfico (nadie detiene la marcha por un trabajador del aseo, es decir, si pueden te atropellan) o cuando como signo de camaradería me pasan la botella de refresco (que compraron en común) y comparten conmigo un cigarrillo (para espantar el olor a basura) entre punto y punto. No hace falta decir más de mis compañeros de trabajo.
—¿Y qué vas a escribir? —me pregunta Joel, que tiene un año trabajando en SUPRA y vive con su esposa y tres hijos.
—Todo el trabajo que cuesta recoger la basura de esta ciudad —le dije mientras sufría para levantar un enorme saco de huesos que dejó una carnicería de la zona.
—Bueno, yo no sé leer, pero espero que les cuentes todo —me dijo antes de saltar a la parte de atrás del camión. La basura no espera por nadie.
Camión de Apoyo 425 – Ruta La Silsa/Propatria. Un equipo de cuatro hombres, un camión y un minimontacargas limpian uno de los puntos más complicados de La Silsa. Antes de llevar a cabo esta tarea, prestaron apoyo en el punto ubicado frente al Hospital de Los Magallanes. Es decir, antes de esta montaña de basura, estos cuatro tipos recogieron otra montaña más. Para hacerlo, como ahora lo hacen, deben detener el tráfico del viernes en la noche. Por la hora se supone que será menos apremiante la circulación vehicular, incluso más comprensivos los conductores. Pero no es así. Un hombre subido a una Hummer amarilla no cesa de tocar corneta, y desde atrás de la fila un Malibú blanco que hace de taxi intenta pasar subiéndose la acera. Otro hombre de pie se le interpone. Es el conductor del camión 425, el que cumple esta labor de apoyo. Desde su enorme humanidad, el conductor —los suyos le dicen Bambam— le grita al Malibú que se espere, que deje el apuro. Le gente no le tiene paciencia a la basura, dice mirando hacia donde yo estoy.
Ya son casi las tres de la madrugada. Bambam me dice que eso no es nada. Que si el día está duro nos pueden agarrar las siete de la mañana camino al relleno sanitario de Las Mayas, destino final de nuestra ruta, y un paso más en el ciclo destructivo de la basura que no dejamos de producir. Por ahora nos quedan cuatro puntos que sacar, como le llaman al objetivo del oficio al que me dedico esta noche de viernes. Y luego de sacar esos puntos, nos espera el punto del CC Propatria, donde ya sabemos que hay una basura que lleva cinco días incendiándose, y así no podemos llevarla. Una ruta que no parece terminar, como la música que suena en las esquinas de la ciudad que festeja mientras nosotros nos llevamos lo que ella no quiere ver, como los barrenderos que esperan por nosotros para refilar con sus palas y utensilios unas calles que esperan amanecer limpias, o como el relleno sanitario de Las Mayas, adonde iré a morir con este puñado de valientes cuando el amanecer nos alcance. Más sucios nosotros, más limpia esta maldita ciudad. ®