No pueden existir razas humanas por varias razones. La primera es que no hay un acervo genético claramente diferenciado. Es decir, no hay sólo blancos y negros: hay negros, negrillos, morenos, morenos claros, y así, gradualmente, hasta llegar al blanco. Hay una constante que se va modificando, una continuidad.
Desde sus inicios el ser humano ha encontrado en la otredad la manera más eficiente para explicarse y definirse a sí mismo; para formar una identidad tangible que le permitiera entender su lugar dentro de su entorno. Somos el producto de todo aquello que no somos; nos moldeamos con la misma mano que tantea al otro. Esa necesidad innata de asumirnos diferentes y únicos frente al otro ha teñido de sangre los campos de batalla a lo largo y ancho del mundo bajo los seudónimos dios, patria o democracia. “Entiendo por nacionalismo el hábito de suponer que los seres humanos pueden ser clasificados como los insectos”, decía George Orwell. Basta con sustituir la palabra nacionalismo por raza para entender la postura de la biología frente a esta potente herramienta de clasificación que, a su vez, se muestra como la más superficial de todas. Al parecer, la raza no es más que un monstruo mitológico salido de las agendas sociopolíticas y que acecha los lugares más comunes de la imaginación colectiva. El único lugar donde este término se siente incómodo es dentro de los márgenes de la ciencia.
“Siempre ha existido la costumbre de tratar de justificar y demostrar la superioridad de la cultura en el poder a través de la biología. La ciencia siempre ha tenido dueño”, explica Joaquín Giménez Héau, coordinador de la Unidad Informática para la Biodiversidad del Instituto de Biología de la UNAM. “Tendríamos que remontarnos al siglo XVIII para hablar de uno de los grandes personajes de la biología: el naturalista sueco Carlos Linneo, quien publicó el primer libro (Systema naturae) en el que se describen y clasifican las especies, sobre todo en lo que se refiere a las plantas. Este sistema fue el punto de partida formal para la taxonomía moderna, la ciencia de clasificar a los seres vivos. Systema naturae describe cuatro variedades del Homo sapiens.
Americanus: colorado, colérico, de porte derecho, de piel morena y cabellos negros, lacios y espesos, con labios gruesos, fosas nasales largas, mentón casi sin barba, porfiado, contento con su suerte, amante de la libertad, pintado su cuerpo con líneas coloradas, combinadas de distintas maneras.
Europaeus: blanco, sanguíneo, musculoso, cabellos rubios, largos y espesos, inconstante, ingenioso, inventivo, cubierto totalmente con ropas, gobernado por leyes.
Asiaticus: amarillo, melancólico, de fibras rígidas, cabello negro, ojos marrones, severo, fastuoso, avaro, vestido con largas túnicas, gobernado por la opinión.
Afer: negro, flemático, de complexión débil, con cabellos crespos, astuto, perezoso, negligente, con el cuerpo frotado con aceite o grasa, gobernado por la voluntad arbitraria de sus dueños.
A pesar de que Linneo no utiliza el término “raza” sino el de “variedad”, sus apreciaciones sobre los africanos sentaron, quizá, las bases del racismo “científico” posterior, dice Giménez Héau.
Somos el producto de todo aquello que no somos; nos moldeamos con la misma mano que tantea al otro. Esa necesidad innata de asumirnos diferentes y únicos frente al otro ha teñido de sangre los campos de batalla a lo largo y ancho del mundo bajo los seudónimos dios, patria o democracia.
“Así sucede con el Conde de Buffon, quien retoma la descripción de Linneo y propone que el mejor medio para los humanos está en la zona templada, entre los paralelos de 400 y 500 (leguas francesas). Allí es donde se encuentran las mejores condiciones de vida y, por ende, los seres humanos más bellos y mejor dotados del mundo, que son el resultado de un equilibrio perfecto con el medio. Según Bufón, las demás variedades humanas se alejan de ese modelo ideal en proporción a la distancia de la que viven del clima templado. A finales del siglo XVIII Adriaan Gilles Camper, y posteriormente Charles White, al comparar cráneos y otros huesos humanos y de monos, concluyeron que existían cráneos que caían en la categoría de humanos y otros que caían en la categoría de ‘parecido al chango’, y por supuesto estos últimos eran los de los africanos. Ahora bien, no es casualidad que existieran estos intentos sistemáticos de degradación física e intelectual de los africanos justo a fines del siglo XVIII. Ésa fue justamente la época en la cual comenzó una crisis en el comercio de la trata de esclavos. Por eso es que se buscó que la ciencia de entonces diera nuevas razones para justificar la continuidad de este comercio. Si los africanos no eran humanos propiamente, la idea de que el tráfico de los esclavos era inhumano perdía cualquier relevancia”, dice Joaquín.
“Poco después de la II Guerra Mundial y las delirantes teorías raciales propagadas durante el Tercer Reich, surgió un movimiento dentro de la biología que desmentía la existencia de las razas humanas. Con los avances en la investigación genética se pulverizó la justificación biológica del racismo. Todos los estudios muestran que no hay diferencias genéticas significativas entre los seis mil millones de humanos. Hoy en día sabemos que la diferencia genética entre las personas es del 0.1 por ciento (de este 0.1 % sólo varía el 10% en los caracteres que utilizamos para identificar razas como lo son la forma del pelo, la nariz, el color de nuestra piel). Esto quiere decir que compartimos 99.9 de nuestro genoma. Somos prácticamente idénticos. Esto ha dado cabida a una nueva discusión en la cual el concepto de raza no sirve en los seres humanos. Existen mayores diferencias genéticas entre los 150 mil chimpancés del mundo que entre los seis mil millones de humanos”, asegura Giménez.
“Antes se describían los organismos desde una perspectiva exclusivamente morfológica, agrupando caracteres: así como te veo te describo, no había otra manera de hacerlo. En el caso de los seres humanos los caracteres más evidentes son el color de la piel, por eso es que se ha utilizado para hacer una clasificación basada simplemente en el color de la piel. En un estudio publicado en la revista Science se lee que de 25% a 38% de la diferencia entre el color de la piel entre negros y blancos está dada simplemente por el cambio de una proteína en un gen (SLC24A5). Es decir, que una mínima diferencia en este gen se traduce en una enorme diferencia en el color de piel. Podemos decir entonces que en términos genéticos el color de la piel es absolutamente insignificante. En realidad, el tipo sanguíneo es mucho más importante y sin embargo no vemos guerras entre grupos sanguíneos. La historia no ha registrado un derramamiento de sangre deliberado entre ejércitos B positivo y A negativo”, dice Giménez.
“En este mismo sentido se ha demostrado que dos negros africanos pueden distar mucho más genéticamente entre sí que cualquiera de ellos en comparación con un blanco. De esta manera, la compatibilidad sanguínea entre un negro y un blanco puede ser mayor que entre dos individuos de la misma ‘raza’, y como consecuencia los órganos de un negro pueden ser más aptos para un blanco que los de otro blanco”, añade.
“El término especie se refiere a individuos que pueden reproducirse y tener descendencia fértil. Una subespecie puede tener descendencia entre dos subespecies distintas pero ya hay una diferencia genética marcada por un aislamiento evolutivo. Al aislamiento se le conoce como el fenómeno de especiación. Por ejemplo, si la mitad de una población se queda en una isla y la otra migra y nunca más se vuelven a combinar, a lo largo del tiempo (cintos de miles o unos millones de años) los genes serán tan distintos que ya podrán ser consideradas dos especies distintas. Esto es lo que Darwin vio con los pinzones y las tortugas en las Galápagos. Debajo de este nivel taxonómico está la subespecie: un proceso de separación entre especies pero que aún pueden combinarse. Un ejemplo: si tú viajas en el tiempo a la África de hace diez mil años y te apareas con una chica, podrías tener hijos fértiles. Todo esto para decirte que somos la misma especie, que no hemos sufrido un aislamiento”.
«Podemos decir entonces que en términos genéticos el color de la piel es absolutamente insignificante. En realidad, el tipo sanguíneo es mucho más importante y sin embargo no vemos guerras entre grupos sanguíneos. La historia no ha registrado un derramamiento de sangre deliberado entre ejércitos B positivo y A negativo”.
“No pueden existir razas humanas por varias razones. La primera es que no hay un acervo genético claramente diferenciado. Es decir, no hay sólo blancos y negros: hay negros, negrillos, morenos, morenos claros, y así, gradualmente, hasta llegar al blanco. Hay una constante que se va modificando, una continuidad. No hay un punto en el que podemos decir de aquí para allá es una y de aquí para allá es otra. Si nos vamos del más blanco al más negro podemos encontrar un ser humano en cada uno de los tonos de color. En 1905 el Congreso Internacional de Botánica eliminó el valor taxonómico de raza, y el único uso de este concepto que se mantiene en la biología es cuando se habla de especies domesticadas cuya selección genética está decidida por el ser humano: hay razas de perros, de palomas, de borregos”, sigue Giménez Héau.
“Al comprobar que los seres humanos compartimos la gran mayoría de genes se descarta de manera automática la opción de que el comportamiento o la inteligencia estén definidos por éstos. La inteligencia es la expresión de una cantidad enorme de genes. Lo que sí obedece a la genética es la forma del cerebro de cada quien o el número de neuronas. Pero somos mitad gen y mitad medio: la inteligencia, o la capacidad de interligar, tiene que ver con las conexiones neuronales. El desempeño de éstas, a su vez, depende de tu historia, de tu aprendizaje. Esto quiere decir que aun si existieran las razas no podrían definir la inteligencia ni el comportamiento; eso lo define el medio, la cultura. Si bien la genética derrumba las teorías racistas en el ámbito biológico, se empieza a patentar un racismo étnico: se va de lo genético a lo social”.
“Ahora bien”, continúa, “es muy ingenuo pensar que todos somos iguales. Sí existen diferencias y hay que asumirlas, como hay que asumir el hecho de que éstas no son lo suficientemente considerables como para hacer una clasificación biológica. En pocas palabras: la especie humana es demasiado nueva como para haber creado razas.
Sin embargo, hoy se sigue buscando a través de la ciencia diferencias genéticas que puedan subdividir a la especie en grupos. Tal es el caso de las grandes compañías farmacéuticas, que buscan diseñar fármacos hechos ‘a la medida’ de las características genéticas del paciente (farmacogenómica), es decir, desarrollar fármacos especializados para cada grupo racial. A pesar de que esto sigue en discusión, cada vez son más las evidencias de que no existen estos grupos ni siquiera para desarrollarles fármacos especializados”, concluye Joaquín Giménez Héau. ®