El trabajo antropológico de Zora Neale Hurston (1891–1960) muestra un conjunto de innovaciones metodológicas y estilísticas sin parangón que hacen de ella una de las pioneras de la antropología interpretativa o la nueva etnografía. Esta autora no había sido traducida al español.
En 1936 Zora Neale Hurston ganó la beca Guggenheim para realizar una investigación en Jamaica y Haití. El viaje duraría dos años. El resultado del trabajo de campo fue Dile a mi caballo (1938), etnografía de amplio espectro al estilo de un diario de viajes. Éste es el segundo trabajo antropológico que publicó la autora durante su trayectoria profesional. El primero, Mules and Men, lo dedicó a estudiar el folklore de los habitantes del sur de la Florida y el hudú, la variante del vudú en Nueva Orleans. No obstante, no son trabajos inconexos, ambos forman parte de su interés en conocer las continuidades y diferencias que emergieron entre los pobladores de la diáspora africana en diferentes partes del Caribe. Desde este paradigma cuyo punto cero es la esclavitud, la incansable antropóloga se enfoca en dos grandes temas, el folklore y el misticismo religioso de origen africano conocido como el vudú, aunque en su trayecto toca muchos otros.
La cacería del jabalí es entonces un homenaje a esta mujer en su época de mayor madurez y una invitación al público de habla hispana para que emprenda una aventura por las Antillas de la mano de una de las mejores antropólogas que ha dado el siglo XX.
El trabajo antropológico de Zora Neale Hurston (1891–1960) muestra un conjunto de innovaciones metodológicas y estilísticas sin parangón que hacen de ella una de las pioneras de la antropología interpretativa o la nueva etnografía. Esta autora no había sido traducida al español y poco se sabe de su legado en México, por lo que en la mirada salvaje hemos decidido incluirla en la colección Mino Bimaadiziwin/El arte del eterno renacer, con la publicación de La cacería del jabalí, una selección de dos ensayos representativos de Dile a mi caballo. Como dice Fernando Islas, los textos seleccionados están “tallados con la precisión de un cronista, dotados de fuerza y belleza”. La cacería del jabalí es entonces un homenaje a esta mujer en su época de mayor madurez y una invitación al público de habla hispana para que emprenda una aventura por las Antillas de la mano de una de las mejores antropólogas que ha dado el siglo XX.
En seguida presentamos dos fragmentos de La cacería del jabalí. —Nota de Lydia González Meza y Gómez Farías.
La cacería del jabalí
Si van a Jamaica no dejen de visitar a los cimarrones en Accompong. Actualmente están bajo el mando del Coronel Rowe, un hombre inteligente y alegre. Pero les advierto de una vez, no se vayan a montar en su estrábica y panzona mula. La mandó a buscarme al final de las vías del tren para que no tuviera que trepar a pie aquella última y alta cima. Fue muy gentil de su parte y aprecié su hospitalidad, pero esa mula simplemente no encajaba en el esquema. La única cosa que impidió que me tirara de su lomo fue el hecho de que yo me caí primero. Y la única cosa que impidió que me pateara, mordiera y pisoteara después de haber caído fue la velocidad con la que me quité de su camino. Creo que quería perseguirme derechito hasta arriba, pero uno de los muchachos del Coronel Rowe la agarró por la rienda mientras yo me retiraba. Estaba tan picada cuando me vio huir que se paró en dos patas y arrojó la silla de montar con todo lo demás, excepto el ronzal. Tal vez lo que la puso en mi contra fue la vistosa corbata color naranja, que llevaba anudada al estilo clásico. Odio pensar que habrá sido mi rostro. Sea como fuere, comenzó a voltear sus ojos saltones apenas me acerqué. Una cosa diré a su favor, no fue taimada. En ningún momento fingió que yo le cayera bien. Subí a su lomo sin una pizca de cooperación de su parte. Desde el principio estaba en contra de ello y me lo dio a entender. Sólo yo sentía que en el fondo éramos hermanas. Más o menos media milla después ella lo negó rotundamente y a partir de ahí no tuve de otra que subir la montaña con mis propias piernas.
Lo que más me impresionó fue la sensación de magnificencia que emanaba del lugar. Parada sobre ese antiguo campo de armas, ahora campo de cricket, me sentía rodeada por generaciones de muertos. Éste, sin duda, era el poblado de libertos más viejo en el mundo occidental —hombres que se habían despojado de las ataduras de la esclavitud gracias a su propio ingenio y coraje—. La valentía y la intrepidez de los cimarrones impactan como un rayo púrpura que atraviesa la historia de Jamaica. Y a pesar de ello, mientras estaba ahí, en las montañas de Santa Catarina, mirando el mar más allá del río Negro y las chozas de paja que tenía al alcance de la mano, no podía evitar recordar que la nación más poderosa del mundo y una civilización entera habían surgido en tierra firme luego de que el primer esclavo fugitivo encontrara refugio en estas montañas. Antes de la llegada de los peregrinos a las inhóspitas costas de Massachusetts, los cimarrones ya estaban aquí.
Ahora, Massachusetts se ha extendido del Atlántico al Pacífico, y Accompong sigue igual.
Me instalé en la casa del Coronel Rowe, donde me quedaría un tiempo. Sabía que él se preguntaba quién era yo —por qué había venido acá y qué era lo que buscaba—. Nunca se lo dije. Me contó que el Dr. Herskovitz había pasado una noche en Accompong, que alguien más había venido por tres semanas con el fin de estudiar sus danzas y cuánto dinero se habían gastado. Día tras día me abstenía de decirle por qué vine. Propuso escenificar una danza también para mí. Le di las gracias, pero rechacé su oferta. No quise decirle que yo era una vieja loba de mar recolectando datos de campo y no estaba para ese tipo de montajes. Si no puedo ver una danza o una ceremonia en su contexto natural, ni me tomo la molestia. Mi experiencia personal me ha enseñado que estas escenificaciones nunca son iguales a las originales. Algunos cimarrones me habían comentado que su danza más importante, y la única verdadera es el 6 de enero. Es cuando conmemoran su partida a las cimas boscosas donde pernoctaron y de donde regresaron vestidos con trajes y máscaras. El Abeng o Conk–shell, la Concha Conk, los manda llamar de su largo retiro nocturno. A su regreso hay baile y cantos de Afro–Karamanti y agasajo de jerked pork, puerco al estilo jamaiquino.
—Traducción del inglés de Anna Styczyńska.
El vudú y sus dioses
Dambala, de Damballah Ouedo
Damballah Ouedo es el mystere supremo y su símbolo es la serpiente. A pesar de que el santo que lo representa visualmente es san Patricio, él no se parece en nada a este santo irlandés. Se utiliza la imagen de san Patricio porque es la que tiene serpientes ilustradas que ningún otro santo posee. En todo Haití hay consenso en que Damballah se identifica con Moisés, cuyo símbolo es la serpiente. Esta adoración a Moisés recuerda el hecho difícil de explicar de que en cualquier lugar en que haya población negra existen historias sobre Moisés y sus poderes sobrenaturales, que no están en la Biblia ni se pueden encontrar en ninguna historia escrita sobre él. Se dice que su báculo es una serpiente y que de ahí venían sus grandes poderes. En todo el sur de Estados Unidos, las Indias Occidentales Británicas y Haití existen historias de culto sobre Moisés y su magia. Es difícil creer que todas esas historias hayan surgido espontáneamente en el momento en que los negros llegaron a América y estuvieron en contacto con el cristianismo en esta vasta región geográfica. Es mucho más probable que exista una tradición de Moisés como padre supremo de la magia extendida en todo África y Asia. Posiblemente, muchas de sus proezas registradas en el Pentateuco son creencias populares sobre ese personaje agrupadas en torno a un solo hombre, pues es bien sabido que si la memoria es suficientemente fuerte, otras memorias se unirán a ella, y estas últimas traerán a cambio otro conjunto de recuerdos que gravitarán alrededor del punto de fuga, porque tal vez sean partes dispersas de una sola cosa, lo que Platón conceptualiza como la idea perfecta. Se dice, en lo concerniente al báculo de Moisés y a la serpiente, que muchos médicos brujos en África pueden hipnotizar a las víboras de manera que se queden rígidas y aparentemente sin vida, para portarlas como un báculo y después volverlas a la vida a voluntad. Se sostiene que el báculo de Aarón, que no era otro sino el de Moisés, era de este tipo, que le fue confiado a Aarón en el momento adecuado y que tales eran también los báculos de los magos del faraón, pero Moisés sabía que el suyo era como el de los magos del rey y por eso sabía qué pasaría cuando los convirtieran en serpientes. ®
—Traducción del inglés de Lydia González Meza y Gómez Farías. Véase también «La mirada indómita de Zora Neale Hurston«.