Cuenta el de la voz las cosas que vio y vivió en la entrañable nación argentina durante unos días a un tiempo plácidos e intensos, al lado de su amada, hija de las pampas.
24 de diciembre
Sobrevolamos el corredor de los Andes en punto del alba. Malena, mi mujer, me toma de la mano. Recuesto la sien en el borde de la ventanilla y dejo que mis pupilas se viertan en las grietas y los filos nevados lamidos por un sol anaranjado que remite al magma, al origen de toda la vida, mientras nos adentramos en las planicies de la Pampa. La máxima que un amigo argentino me compartió antes de partir retumba en mi cabeza: “Los argentinos no venimos del árbol, sino del barco”. Esbozo una sonrisa que denota las expectativas que tengo del viaje; de conocer una latitud neuróticamente compatible con mi locura, según me ha advertido más de un camarada argento y por lo que he leído de esa tierra que siento tan propia desde que tengo memoria. El mío es un viaje rumbo a la patria que nunca conocí, al menos en lo que se refiere a la carga simbólica que conlleva: la única tangible de toda patria.
Los neumáticos de la aeronave rechinan para afianzarse en el Aeropuerto Internacional de Córdoba. El agente aduanal sella mi pasaporte y me da la cordial bienvenida a la República Argentina, alargando las primeras sílabas dos fracciones de segundo de más para hacer gala de su pintoresco acento cordobés. Las puertas del AIC se abren y cruzamos una cascada de brasas para adentrarnos en el calor húmedo que se impone más allá de las bondades del clima artificial. Adriana, mi suegra, nos recibe con una sonrisa, abrazos y abordamos la nave.
Las llanuras insondables de la Pampa se ven intervenidas por las apariciones esporádicas de los eucaliptos, sauces llorones y los poblados diminutos que se despliegan y pululan en los 150 kilómetros de pavimento que separan el Aeropuerto Internacional de Córdoba del campo de mi familia política, en el corazón de la referida provincia.
Nos detenemos a medio camino en un restaurante de paso situado en las delimitaciones de un campo de soya: el denominado oro argentino, según señala mi suegra. Dejo que Adriana y Malena se adelanten puertas adentro para contemplar la silueta esbelta de una moza que recolecta hojas de arúgula, arrodillada en el pasto ante su huerto a cinco metros de mí, con un par de audífonos blancos colgando de sus tímpanos. Su larga cabellera negra y ese vestido blanco que cubre sus jeans deslavados y rasgados ondean con el fuerte viento para desdibujar la línea del vasto horizonte de soya y cielo que se desdobla frente a ella. La escena pastoral no tarda en descomponerse. La chica se incorpora a todas luces enfadada para ponerse de pie y putear con la mirada puesta en el cielo por la pobre señal de WiFi de su iPhone 10.
Después del café, las facturas y los criollos (pan dulce) seguimos nuestro camino. Adriana estaciona el auto al lado de un tractor. Malena y yo bajamos para arrastrar las maletas casa adentro. El viento norte estira las ramas de los eucaliptos y pone a prueba el quicio de cualquiera. Las golondrinas embisten y taladran a los bichos que agonizan en la superficie de la alberca. El canto de las loras y los cardenales acaparan el paisaje sonoro. Entramos en la casa para vaciar el contenido de las maletas y nos apuramos en vestir nuestros trajes de baño para romper con el calor sofocante hundiéndonos en la pileta (alberca) y así consumar, por decirlo de algún modo, nuestras vacaciones.
Adriana llega con una charola con pan tostado, crema, mermelada y mate. Salimos del agua y nos sentamos a su lado para conversar, sobre todo, de mis impresiones del campo argentino al tiempo que descansamos la mirada en la inmensidad de la llanura cordobesa. Los perros le ladran a una palmera donde los aguiluchos tienen sus nidos.
Graciela, una modelo de Instagram, nos narra de sus viajes por el mundo a bordo del yate de su marido: un maltés multimillonario, tataranieto del inventor de algún queso que porta su apellido y viceversa. La Guachi, por su parte, nos cuenta que su marido lleva tiempo cuerneándola y que está considerando el divorcio.
—Son una plaga —me dice Adriana mientras ceba el mate poco antes de extendérmelo.
—La verdad es que me gustan —confieso.
—Obvio. A los turistas les gusta todo, che —me replica guiñando el ojo.
Los perros ahora ladran con la mirada puesta en la entrada de terracería que encauza en la casa del campo. Dos autos surcan nuestro campo visual levantando una estela de tierra que se desprende del camino para quedar suspendida en el aire estático.
“Han de ser la Bibi y la Guachi”, especula Malena con un entusiasmo infantil: el único creíble. Y es que es la época del año cuando las amigas de la infancia se reúnen en La Francia: un pueblo habitado por cinco mil personajes dignos extraídos de un largometraje de Fellini, a un par de kilómetros del campo.
Las amigas de Malena dan rienda suelta a los chismes más suculentos del año que dejaron de verse. Graciela, una modelo de Instagram, nos narra de sus viajes por el mundo a bordo del yate de su marido: un maltés multimillonario, tataranieto del inventor de algún queso que porta su apellido y viceversa. La Guachi, por su parte, nos cuenta que su marido lleva tiempo cuerneándola y que está considerando el divorcio. Todas ellas están volcadas de lleno en cada una de sus palabras. Todas ellas menos Miguel, el marido mendocino de la hermana de la Guachi y mi persona, a falta de poder contribuir al acervo hablado de los predecibles deterioros conyugales. Sus ojos alegres intercambian miradas de solidaridad conmigo y al poco tiempo se levanta y se despide de las chicas, recordándole a su mujer de sus previas intenciones de visitar algún bar del pueblo, con el fin de visitar uno de los contados boliches que sacian la sed de los franceses.
—¿Querés venir? —me pregunta.
—Es muy temprano para responder a preguntas retóricas, camarada.
En el camino al boliche (bar), Miguel me cuenta que es psicólogo (cómo dos de cada medio argentino) y entusiasta del turismo de alto riesgo.
—El año pasado estuve en la jungla colombiana, en la ruta de conflicto entre el Ejército Colombiano y las Farc —cuenta.
—Para experiencias fuertes, mejor vente a México. Sólo tienes que salir de casa para poner pie en zona de conflicto —le respondo y éste suelta una carcajada moderada, como casi todo lo inherente a la idiosincrasia argentina.
—En ese caso, vayamos al boliche más cutre de La Francia —le reviro a mi inesperado y nuevo hermano en armas. Sus ojos se encienden hasta tornarse vidriosos.
Llegamos a La Terminal: el bar predilecto, por no decir predestinado, de los mecánicos y los choferes de tráileres que viven en las zonas marginales (las dos cuadras que delimitan el norte de La Francia) para atender las necesidades de los habitantes más afortunados del poblado. Elboliche se encuentra al lado de una gasolinería abandonada. Entramos en la cantina y somos atendidos por el dueño: un gringo (italiano) que carga en sus ojos con toda la indiferencia, las desilusiones y la fatiga clínica de sus parroquianos detrás de la barra. Miguel se apura en pedir dos tiradas (cervezas de barril) y salimos a la terraza para acomodarnos en una de las mesas de plástico blanco. El cantinero no tarda en llegar con un pomo de Brahma para colocarlo entre los dos.
—Che, te pedí dos tiradas —le dice Miguel con una sonrisa.
—Vivís en la negación, pibe —el cantinero le responde sin chistar, pone dos vasos de vidrio y destapa el pomo.
Un parroquiano (B) sale del boliche para sentarse a dos mesas de distancia sin soltarnos de la mirada ruda que carga su semblante prieto atiborrado de cicatrices. “Son botones?”, pregunta, insinuando nuestra supuesta pertenencia a las filas de la fuerza policial argentina.
—Guarda, che, somos turistas. Vengo desde Mendoza a pasar la navidad —aclara Miguel en un tono desenfadado.
—¿Sos mendocino, pibe? —interroga B con una voz más grave que el mercurio y un semblante iluminado por el asombro.
Ambos intercambian información geográfica de su provincia para situarse en la misma latitud nostálgica.
—Mi único arrepentimiento fue venir a morir lejos de mi amada Mendoza en este pueblo de mierda —asegura B con una sonrisa amarga.
—Yo atiendo los camiones de los Bertolucci (seudónimo de los dueños de la Francia) —continúa B y enciende un pucho (cigarrillo).
Lo invitamos a acompañarnos a nuestra mesa. Accede de buena gana. Sus antebrazos caen cual martillos sobre la mesa para poner a prueba la resistencia del plástico y enseguida nos ofrece de su cerveza. Pedimos otro pomo.
—Cuidado con éste, que le gusta el turismo de alto riesgo —intervengo para encauzar la conversación lejos del romance geográfico.
—Tené cuidado de enamorarte de mí, pibe, que soy un vicio riesgoso —le dice B a Miguel y todos soltamos una carcajada universal.
Al poco tiempo las mesas se ven habitadas por más parroquianos: el recolector de la basura (C), un mecánico de tractores (J) y un conductor de tráileres (D) originario de Jujuy. B los invita a nuestra mesa y no tardamos en enterarnos de los chismes más destacados de La Francia: de que hay una mexicana casada con uno de los dueños de cierta fábrica; de que los gringos los tienen marginados; de lo mucho que extrañan su tierra natal. D cae en llanto después de su segunda botella de vino rebajada con agua mineral. “Mi padre nos trataba como esclavos”, confiesa, y pronto todos comparten sus desventuras familiares y hablan de los motivos por los cuales no piensan pasar Navidad con ellos, en lo que en un pestañear se convirtió en una terapia grupal. No es casualidad: el efecto navideño suele detonar la intimidad más oscura del ser.
El cantinero pasa para tomar las órdenes.
—Andá a cagar, gordo. Servíme otra tirada, no seas desalmado —arguye B.
—¡Guarda!, Bernardo.
—Sin drama, gordo. Sólo traémela.
—Hay una mexicana acá en La Francia —me dice Jesús—, es la esposa de mi patrón. Nos invitó a una fiesta y me dio de su mezcal. Amanecí en pelotas en el living de mi hermana. Pero al contrario de aquel Jesús, yo resucito todos los días —asegura, con una sonrisa victoriosa.
—¡Puta madre!, ya son las 18:20 —le digo a Miguel—, prometí llegar a las seis para ayudarle a Adriana y a Malena con los preparativos.
Pagamos la cuenta y nos dirigimos al auto arrastrando la carrilla espesa de nuestros colegas que se adhiere a nuestras espaldas como el polvo dada la carga testosterónica de ese elenco de hombres indomables, claro, excepto por el alcohol.
Mi supervivencia tras llegar tarde a la cita se gana otro sol gracias a la dulce indulgencia de Adriana.
25 de diciembre
Las loras gritan como quienes acaban de avistar a un asesino serial en una guardería, para romper con el hondo silencio del amanecer. Salgo de la casa para limpiarme las lagañas en el fondo de la pileta. Saboreo el asado de mollejas y costillar que nos prometió mi cuñado para la comida y dejo que mi cuerpo se hunda hasta asentarme en el fondo de la alberca, meditando sobre el ser y la nada. “Mañana estaremos en Buenos Aires”, me digo con una felicidad que pensaba varada en el Sinaí y observo cómo las burbujas que salen de mis fosas nasales ascienden hasta desintegrarse en el prístino cielo azul que yace suspendido por encima del agua.
Adriana nos lleva a la terminal de San Francisco (un poblado a treinta kilómetros de distancia) para abordar el camión nocturno a Buenos Aires.
El sobrecargo del colectivo, un gordo simpático, pasa empujando el carrito con las bandejas de la cena. “Buenas noches a todos. Nuestro tiempo estimado de vuelo es de siete horas. No esperamos turbulencias más allá de las lomas de burros (topes) y las imperfecciones de las vías federales, pero todo bien, tenemos whisky y Rivotril”, nos asegura esto último a modo de media broma, media verdad, con la mirada puesta en mi persona. Aun sin haber puesto un pie en Buenos Aires, ya estoy enamorado.
Salimos de la estación El Retiro con el sol naciente de frente. Caminamos con cierta cautela a lo largo de las dos cuadras de mercado ambulante, donde pululan los embusteros de turistas y ladronzuelos en potencia quienes acechan a los recién llegados en su estado más vulnerable: con exceso de equipaje y de expectativas.
“Buenas noches a todos. Nuestro tiempo estimado de vuelo es de siete horas. No esperamos turbulencias más allá de las lomas de burros (topes) y las imperfecciones de las vías federales, pero todo bien, tenemos whisky y Rivotril”.
Logramos abordar el colectivo 132 que nos dejaría a dos cuadras del departamento que nos prestaron en Palermo: una de las zonas más chetas (fresas) de “la capital del imperio que nunca existió”. André Malraux no pudo haberlo dicho mejor: Buenos Aires es de una grandilocuencia que no concuerda con su posicionamiento en el mapa. El orden vial, el estado de las calles, las influencias inglesas y francesas en su arquitectura y la italiana en su gastronomía y el histrionismo son tan sólo un reflejo de un aspiracionismo vigente y aparentemente eterno del rescate del Viejo Mundo y sus costumbres.
No vengo aquí a escribir una crónica más sobre los lugares comunes de Baires, ni tampoco para ilustrar que afuera del café Tortoni los turistas hacen largas filas para entrar guiados al establecimiento donde Borges y demás tótems del arte y de la literatura solían frecuentarse. Las hordas de turistas se muestran impacientes en entrar, como si la genialidad se adquiriera mediante el roce con los objetos.
No, no escribo estas líneas con ese propósito, pero confieso que me es imposible no romantizar los días que pasé en las calles de la capital del imperio que siempre se me negó.
De las tres virtudes que comparten los porteños: la empatía, la conversación y la neurosis, la primera es la más notable. Se percibe un sentimiento de compromiso y de reconocimiento de los demás integrantes de la sociedad (claro, dependiendo en gran medida de su condición económica, los pigmentos de su piel y su contribución a la sociedad). Me tallo los ojos. Nunca antes en México había visto algo similar: un paramédico consolando y acariciando la cabeza de un sintecho octogenario en lugar de ser depositado en la basura por el escolta de algún político por osar pedir limosna.
La amabilidad del porteño, admirado y repudiado fuera de la capital argentina, no concuerda en lo absoluto con su estereotipo de engreído, al menos no desde mi perspectiva, la única que puedo aportar. Y una vez más: su don y gusto por la conversación es una cualidad tanto loable como contagiosa.
Camino de la mano de Malena para adentrarnos en el jardín botánico. Buscamos algún claro para recostarnos a apreciar la flora urbana bajo un sol radiante y húmedo. Los visitantes se pasean, todos ellos vestidos con una elegancia sobria: empujando carriolas, leyendo a algún derivado de Jung bajo la sombra de un árbol, platicando entre las ramas. La atmósfera inspira una paz reflexiva.
—¡¡¡VIOLADOR DE MIERDA, TE TENGO GRABADO!!! —amenaza una voz femenina a lo lejos y de pronto, un sujeto en calzones y sin camiseta sale disparado de los arbustos para cruzarse entre mi mujer y mi persona.
Nos incorporamos y vemos a una mujer treintona de vestido negro, tacones altos y gafas de otra década, con su celular en alto, para mostrarnos su documentación del incidente: del sujeto estrujando su choripán en la vía pública.
—¡¡¡CHORRO, CHORRO (ladrón)!!! —gritan dos cincuentonas al presenciar la huida del sospechoso.
Nos aglomeramos alrededor del celular de la mujer de negro. Se observa al cuarentón frotando su choripán desde una banca. Retiro los ojos.
—No quiero ver más —le digo a la mujer.
—Sólo grabé el final.
—Es justamente la parte que preferiría ahorrarme —le digo con una sonrisa descompuesta.
Un hombre de traje de sastre beige y zapatos lustrados se acerca lentamente a nuestra pequeña comitiva de ciudadanos consternados con su sombrero en mano.
—Disculpen que me vea obligado a intervenir, pero técnicamente no es un chorro, sino un exhibicionista —aclara el señor, para que nadie entre en acusaciones que se encuentren fuera de las categorías correspondientes.
Aplaudo para mis adentros los desenlaces cómicos del incidente mientras Malena y yo acompañamos a la comitiva hacia el puesto de guardias para denunciar el hecho.
Una vez concluida nuestra labor de vigilia caminamos a un restaurante que lo único que conserva de sirio es el café, las shishas y las prominentes narices medio orientales de sus dueños: cuarta generación en Argentina.
En un ejercicio que excede lo banal intento poner un tema, una melodía que logre sonorizar la esencia de Buenos Aires. Se me ocurre una mezcla de Chopin con algunas intervenciones de Piazzolla. Me siento sometido por los clichés y desisto de mis experimentos infantiles y carentes de imaginación.
A pesar de su reticencia inicial logro convencer a Malena para compartir una shisha de manzana con un par de cafés turcos. Observo entre el humo a las siluetas nítidas que recorren la avenida Las Heras. En un ejercicio que excede lo banal intento poner un tema, una melodía que logre sonorizar la esencia de Buenos Aires. Se me ocurre una mezcla de Chopin con algunas intervenciones de Piazzolla. Me siento sometido por los clichés y desisto de mis experimentos infantiles y carentes de imaginación. Incluso para ser cursi se necesita algo de gracia.
Retomamos la marcha y nos adentramos a las calles arboladas de Palermo. Pasamos por los súpers de los chinos, las verdulerías de los bolivianos, los negocios de ropa (abundan las camisetas de Frida Kahlo: no están exentos de un desliz estético), de electrónica, de algunos boliches y los restaurantes categóricamente señoriales que adornan las faldas de los edificios espigados, en su mayoría, levantados en los años veinte y conservados con una nostalgia férrea.
Volvemos al departamento para tomar una siesta (a pesar de la reticencia inicial de Malena) antes de dirigirnos a La Boca para probar “uno de los mejores asados porteños”, según fuentes oficiales. Malena hierve el agua en la pava (tetera) eléctrica para el mate y yo dejo que mi ser se desplome en la cama antes de besar la lona.
26 de diciembre
Hasta este punto Buenos Aires parecía un cuento de hadas: y es que para que las hadas puedan levantar vuelo necesitan de la clase trabajadora. La primera sensación que percibo es de un silencio tenso. Un ciclista cuarentón vestido de overol pasa a nuestro lado y escupe un chisguete marrón sobre el pavimento, no sé si en señal de desprecio hacia los gringos (nosotros, supuestamente. En términos técnicos soy un ruso encubierto) o simplemente como un mecanismo para restarle algo de mierda cotidiana al cuerpo. El Uber se aleja y devela la puerta a El Obrero. La fachada, al igual que el interior, es un vivo homenaje a Boca Juniors en general y a Maradona en específico (sugerencia al turista: evita pronunciarte a favor o en contra de uno de los equipos capitalinos de mayor protagonismo: la rivalidad entre Boca Juniors y River Plate es un tema tan delicado como la ocupación de Palestina. Si lo tuyo es el turismo de alto riesgo: adelante).
—¿Qué va a ser, chicos? —pregunta el mesero.
Pedimos un bife de lomo con fritas (papas a la francesa), ensalada y una botella de vino tinto. No soy lo que viene siendo un crítico culinario, pero todo resultó ser una puta delicia. Salimos para caminar los bordes de La Boca que, según me cuenta Malena, es un barrio bravo, pero, como buen turista, no veo al león hasta oler su halitosis. Nos adentramos en el Parque Lezama en nuestro camino a San Telmo: uno de los barrios de los inmigrantes más antiguos de la ciudad: una reliquia que sobrevivió la prueba de nuestros tiempos, en donde abundan las cafeterías, pastelerías, pizzerías, cervecerías de caña, pastas, asados. Es lo equivalente a La Roma mexicana, salvo que apenas se avista un hispter a la redonda.
Terminamos la gira en el Cementerio de la Recoleta, donde las gárgolas, estatuas y mausoleos grandilocuentes hacen lo posible por perpetuar la noción de la inmortalidad, entre turistas que se pasean en grupos guiados y se toman selfies con algún ángel de mármol para perpetuar su narcisismo gratuito y, de paso, la estupidez de los mortales.
27 de diciembre
El calor se torna insoportable poco antes de las 10. Abordamos el climatizado transporte público para visitar a unos amigos de Malena que viven en Belgrano: un barrio de familias jóvenes posicionadas en la escala media alta de la sociedad.
Hasta este punto, dada la vestimenta similar, los fenotipos, la neurosis desinhibida, las conversaciones, el histrionismo tragicómico y constante, lo mismo que el compromiso social de los porteños que, de a ratos, puede ser confundido con un dejo de intromisión, Buenos Aires me resulta familiar a Tel Aviv. Claro: a un Tel Aviv sublimado por la grandilocuencia arquitectónica y sin la carga introyectada de la Ocupación.
28 de diciembre
Dedicamos nuestro último día en Buenos Aires para recorrer Los bosques de Palermo y cenar con otra amiga de la infancia de Malena antes de volver a la central de camiones.
Un cordobés de proporciones vikingas golpea el módulo de la compañía de transporte. “¿Crees que por tu incompetencia me voy a quedar sin ir al cumpleaños de mi hija, animal? ¡Ya dormí diez años en prisión. Estoy más que dispuesto a dormir otros diez para cagarte a palos, pelotudo!”, grita señalando al cajero de la línea, quien hace lo posible por disimular su petrificación a la vez que intenta desaparecer detrás de la vitrina. Malena hace lo posible por mitigar el desplante de ira del cordobés apoyándose en las destrezas de su disciplina, pero logro convencerla de que hay batallas que no merecen la pena pelearse y nos perfilamos hacia nuestro bus. Esta vez el Rivotril no aparece en el menú.
29 de diciembre
06:20
Llegamos a la terminal de San Francisco, Córdoba. Malena me platica de sus días en La Francia al lado de su amiga Natalia mientras entramos la cafetería por unos largos y criollos. Tomamos asiento. La mesera, con un vestido azul celeste, se pone de puntas para encender el televisor que cuelga de la pared con la punta de una escoba. “Time”, de Pink Floyd, suena a todo volumen y el sol devela una avenida del pueblo transitada por más perros que vehículos. Lejos quedó el dulce bullicio porteño y sus inquietudes psicoanalíticas.
Un gaucho cincuentón recarga su barriga en el mostrador de la cafetería. Vierte el contenido de sus bolsillos en la barra, hace cuentas, desiste y se aleja al corroborar que las monedas no le alcanzan para un bocadillo. La imagen del peón del campo y símbolo, en gran medida, de la argentina rural saliendo del diner con más hambre con la que entró es desgarradora y lamentablemente común. Y es que los bajos salarios que ofrece el trabajo rural, aunado a la desaparición gradual del gaucho como el hombre orquesta del campo y el alcoholismo galopante que procura mitigar su desvanecimiento, los ha dejado al borde de la extinción, condenados a representar el folclor involuntario.
La puerta se cierra detrás del gaucho. Malena y yo hacemos un recuento de nuestras vivencias en la capital mientras esperamos el colectivo que nos bote en La Francia.
14:30
Decido simular la vida provinciana argentina y salgo del campo después de la comida para tomarme un café con los parroquianos de El Mundial. “Los personajes de los boliches locales dan para una trilogía por cabeza”, asegura Juan, mi cuñado, antes de extenderle las llaves de su camioneta a mi mujer. Malena me deja enfrente del establecimiento y se sigue de largo para atender algunas cuestiones familiares y demás diligencias. El interior tiene dos mesas largas ocupadas por parroquianos septuagenarios que juegan al chancho, entre otros derivados de los juegos de naipes argentinos, y una mesa de billar vacía enfrente de la barra donde el cantinero atiende parsimoniosamente los pedidos esporádicos de tiradas y café que salen a flote como boyas a la superficie del mar. En estos tugurios no entra una mujer ni siquiera para alterar las estadísticas. El machismo es implícito, obedece a una tradición que nadie cuestiona, tan sagrado como la rutina que lo avala. No es casualidad que rara vez se ve a una mujer detrás de la parrilla en el neopaleolítico argentino. No obstante, la amabilidad de sus comensales y del cantinero que me vende un café largo y tres puchos acompañados de agua mineral es franca y natural. Es lo equivalente a un bar manejado por un tío sutilmente machista, pero tío, al fin y al cabo.
Más que un intruso, soy visto como una atracción turística, a pesar de que mi vestimenta es de tintes autóctonos: camiseta blanca, bombachas de campo y alpargatas negras. El tío (de mi señora) Franky me saluda de beso antes de tirar su jugada y aprovecha el turno de sus compañeros de juego para aclararme que las bombachas de gaucho llegaron a Argentina por error; que era un pedido originario de Polonia que estaba destinado para Uruguay.
Prendo un Chesterfield para sortear la abstinencia y me siento a su lado. Los viejos intercambian las proyecciones de los temporales que se avecinan y su respectivo impacto en el cultivo de soya; su consternación por la súbita alza del dólar y su descontento tras el triunfo en las urnas de los peronistas y de Cristina Kirshner. “Esa vieja chota vino a joder el campo”, dice el caudal que está sentado al lado del tío Franky. Me alegro tanto por estar a una distancia política tan remota que asimilo sus quejidos como una suerte de brisa.
Juan nos recibe con una nota trágica en cuanto volvemos a casa. “El Chino López iba en el tractor con su mujer. Su falda se amarró a la rueda y la jaló. Murió al instante. ¡El Chino fue a casa, sacó su escopeta y se voló los sesos, che!” Veo a Adriana sosteniéndose la cabeza con ambas manos y con los codos apoyados en la mesa. “No me lo puedo creer”, asegura Malena. Yo tampoco. Me zambullo en la pileta e intento sacudir de mi cabeza esa imagen mediante el agua sedosa que corre por la pileta.
Recuesto mis antebrazos en el borde de piedra gris que rodea la alberca para apreciar el atardecer azafranado que alborota a las loras e invita a las golondrinas a alimentarse de los bichos varados en el agua. Los perros se recuestan a mis costados y los cuatro permanecemos con la mirada en el mar de soya lamido por el tibio sol de la tarde.
Al poco rato Juan sale con un costillar entero que carga sobre el hombro y me invita a un asado para pasar la noche, junto con sus amigos, campo adentro.
Le ayudo a tirar tres cañas de pesca adentro de la furgoneta, el costillar en la cajuela junto con la parrilla, la pala y una sierra eléctrica. Al poco tiempo aparece Mateo, un amigo de la infancia de Juan. Nos saludamos, entramos en la camioneta y nos dirigimos campo adentro con la luz tenue que extiende el largo ocaso solar. Nos estacionamos al lado de un claro enfrente de un riachuelo y Juan se apresura a meter sus pies en el agua marrona para intentar sacar un bicho escamoso antes de que anochezca. Acompaño a Mateo para talar algunos troncos de eucalipto y alistamos la parrilla, sacamos una bocina inalámbrica y colgamos una lámpara en la rama de un árbol y sacamos las sillas. Juan vuelve con las manos vacías y forja un porro en la mesa de madera redonda. Le da dos caladas al churro y me lo extiende.
A este pueblo le sobran historias de terror. Hubo un año en que los adolescentes se suicidaban cada dos semanas del mismo modo: colgándose de los árboles. También hay muchos casos de viejos que se pegan un tiro. Acá la gente tiene huevos —cuenta y los faros de una camioneta entran en escena para deslumbrarnos.
—Pensaba que no tenías vicios más que la intensidad, viejo —le digo en broma.
—¿Cómo creés que soporto la vida de campo, che? Hay que procurar la salud mental —responde entre risas a la vez que Mateo insufla sus pulmones de la yerba mágica.
—Oye, por cierto, qué cosa más espeluznante nos contaste hace rato; lo del tipo y su mujer con el tractor —le recuerdo.
—Eso no es nada, che. A este pueblo le sobran historias de terror. Hubo un año en que los adolescentes se suicidaban cada dos semanas del mismo modo: colgándose de los árboles. También hay muchos casos de viejos que se pegan un tiro. Acá la gente tiene huevos —cuenta y los faros de una camioneta entran en escena para deslumbrarnos. Las luces se apagan y cuatro amigos más, seguidos de otros cinco, salen de las furgonetas y se saludan de abrazo y beso. Algunos se ponen a hacer la ensalada, Juan le prende fuego a la pila de troncos, otros acomodan las sillas al lado del fuego mientras se ponen al día. Mateo saca una guitarra y la afina desde su silla antes de entonar algunos cantos autóctonos de la región. Alguna que otra garanta se une a los versos de la sonora sabiduría campestre. No hay una sola mujer a la vista. “Esto”, supongo, “es lo equivalente a las cantinas de antaño; al Las Vegas rural argentino: Lo que pasa en el campo…”.
Las botellas de vino se descorchan a una velocidad exponencial, lo mismo que los churros forjados. Juan recuesta el costillar sobre la parrilla con la misma delicadeza con la que una enfermera entrega un neonato a su madre.
Con el estómago lleno de vino y carne, recuesto mi nuca en el respaldo de la silla para perder la vista en el vertiginoso cielo estrellado que se desdobla a lo largo y ancho de mi campo visual. “Voy a llorar a tu gente, a tu comida, a tus conversaciones y a todo lo que me une a vos, Argentina”, digo para mis adentros y cierro los ojos a modo de punto final. ®