En esta ciudad, aislados de todo contacto exterior, salvo el que filtra la TV, los pobladores son incapaces de distinguir entre la realidad y el sueño.
La ciudad de los hongos
Sueño con una ciudad en espiral, que integra naturaleza y urbanismo, con un centro formado por bancos y prostíbulos y los suburbios llenos de supermercados y funerarias. Cada una de sus calles conduce al campo raso, desemboca en el bosque. La ciudad semeja desde el cielo un gusano de luz, erizado de ramas y marquesinas. A causa de sus pequeñas dimensiones, la gente prefiere transitarla a pie.
Hay cafetines y bares al borde de barrancas, a la orilla de ojos de agua. Las casas de las personas que fallecen no vuelven a ocuparse, quedan como túmulos de los ausentes. Las mujeres paren una sola vez y lo hacen a edad avanzada. A despecho de lo que se barrunta en los poblados vecinos, sus costumbres sexuales son más bien morigeradas. Espontáneos, desconocen la culpa y la hipocresía. El 70 por ciento de su vida sexual es imaginaria. El restante 30 por ciento es completamente empírico, basado en la gravedad de los cuerpos, y carece de toda coloración fantástica. Habituados a tratar con íncubos y súcubos, practican un puritanismo vigoroso y nada mojigato.
El hongo es el emblema de la ciudad, y está grabado en sus monedas, sus banderines y sus directorios telefónicos. Los representa a la perfección como un pueblo sin raíces, a medio camino entre la vida vegetal y la animal. Si los ángeles tuvieran cuerpos, éstos exhibirían la opacidad y el espesor de la carne de los hongos.
Aquí, los periódicos aparecen con la fecha de ayer, pues sólo traen noticias del día anterior. Los espectadores creen a pie juntillas lo que ven en la televisión, de acuerdo con el dicho de Santo Tomás: “Hasta no ver no creer”. Razón por la cual los productores de imágenes están obligados a ser honestos, si no quieren que merme su auditorio. Su actitud ante el mundo está a medio camino entre el estoicismo y el zen. La vida se sigue como una costumbre, sin énfasis, sin dramatismo, sin euforia.
Ensimismados, han ido perdiendo paulatinamente la facultad del lenguaje. El abandono de la palabra los aproxima a los bosques. Su mirada de madera respeta la existencia de los objetos. A medida que se despojan de sus nombres, las cosas incrementan su riqueza particular. Aislados de todo contacto exterior, salvo el que filtra la TV, los pobladores son incapaces de distinguir entre la realidad y el sueño. Aguardan ante el semáforo mientras un rebaño de borregos cruza el bulevar. No se extrañan si el ascensor los conduce a una cueva de estalactitas.
El hongo es el emblema de la ciudad, y está grabado en sus monedas, sus banderines y sus directorios telefónicos. Los representa a la perfección como un pueblo sin raíces, a medio camino entre la vida vegetal y la animal. Si los ángeles tuvieran cuerpos, éstos exhibirían la opacidad y el espesor de la carne de los hongos. Extraterrestres, los hongos integran una colonia aparte en la naturaleza. Cápsulas que ni se mojan ni se queman, son tan asépticos como los pobladores, y encarnan el mismo principio de identidad: cada uno podría identificarse con un número. En la cima del abigarramiento, de la proliferación, de la exhuberancia, cumplen el papel del cero, que potencia esa minuciosa riqueza o la anula. Monásticos, los habitantes se diseminan como los hongos en su clausura.
Silva nocturna
En otro tiempo solía ocupar las noches de insomnio en explorar el cuadrante de amplitud modulada. La programación nocturna reproducía como en un espejo la programación diurna: era una simple regrabación. Una selva de voces me salía al encuentro, familias robóticas, pandillas de solitarios, pueblos cantantes, tribus enfermas de tiempo. En el laberinto acústico, las voces se metamorfoseaban en los espejos parlantes, hasta desaparecer en un mudo estallido. ¿Cómo escuchar la voz de la conciencia en medio de esta Babel de voces histriónicas, sedantes, indiferentes, explosivas? Allá una sirvienta adolescente coqueteaba con el locutor, cascado galán otoñal. Más acá, un merolico voceaba las ofertas del departamento de señoritas de un supermercado: ropa interior, bisutería, discos de moda, cosméticos. En un recodo, Esteban Mayo hacía girar la rueda del zodíaco, como un truculento maestro de ceremonias. Los noticieros repetían cada hora, desde su altoparlante, sucesos que, en mi problemático ahora, no sabía si habían acontecido ayer, hoy o mañana. En una estación campirana, nada insólita en el Distrito Federal, se transmitía un capítulo más de “Felipe Reyes”, radionovela que empecé a oír en la infancia, y que cuarenta años después —escamoteos del Tiempo— no he terminado de escuchar completa. Hipnóticas voces femeninas anunciaban, con sedosa insistencia, zapatos, perfumes, ropa de marca. De pronto, la señal se fugaba hacia el año de 1949: una voz artrítica solicitaba el último éxito de Jorge Negrete, y el locutor de cien años, con una cortesía de otra época, se disponía a complacerla. En la sincronía de la radio el tiempo no es lineal sino simultáneo. En este nocturno planeta acústico sobrevenían revoluciones —Etiopía, Polonia, Sudáfrica—, remates comerciales, galas de ópera, éxitos del corazón, desastres de la Bolsa, descubrimientos científicos, con una monotonía que ahondaba el insomnio, en lugar de resolverlo, hasta que las primeras luces del amanecer se anunciaban, mezcladas con los acordes del Himno Nacional.
En una estación campirana, nada insólita en el Distrito Federal, se transmitía un capítulo más de “Felipe Reyes”, radionovela que empecé a oír en la infancia, y que cuarenta años después —escamoteos del Tiempo— no he terminado de escuchar completa.
La populosa soledad de la radio me hacía fraternizar con los locutores, esas misteriosas criaturas que apenas ganan dos salarios mínimos pero que parecían omniscientes y omnipresentes como dioses. Personajes misántropos dentro de su charlatanería, del pletórico vacío de su voz, monjes en una cabina de ecos, interlocutores de los cometas, de los eclipses y de los aeroplanos que se marchan, oficiantes de la banalidad, en medio de centenares de voces anónimas, cuerpos astrales que se ponían en contacto con su auditorio, a eones de distancia, desde todos los rincones del Cosmos. Médiums que hablaban desde sus cabinas levitando, de cabeza, de espaldas, gravitando en estado de plasma. Ventrílocuos conscientes de su espectralidad, fantasmas familiares, voces manicuradas en la ouija del cuadrante, contorsionistas del silencio, donde practican su gimnasia gestual. Ciudad acústica, igual de populosa que la ciudad de los cinco sentidos: la soledad diurna quedaba grabada como un ideograma en el espejo de la soledad nocturna. ®