Para responder a la pregunta “¿quiénes somos?” ha hecho falta responder primero a la pregunta “¿quién es el Otro?”, y la respuesta no sólo ha supuesto el comienzo de nuestra propia definición, sino también de nuestra hermandad como grupo.
En los tiempos del primer hombre sedentario, la comunidad —un grupo formado por más de una familia— fue provechosa en todos los sentidos. Las comunidades premodernas estaban unidas por un conjunto complejo de elementos compartidos —la lengua, las creencias, las tradiciones—, y siempre circunscritas a un territorio que fungía como “frontera”.
Con la circunvalación del globo, la noción de circunscripción a un territorio adquirió un significado planetario y poco a poco las comunidades se fueron incorporando a un nuevo orden político, económico y social globalizado.
Por otra parte, la racionalización de las estructuras sociales se produce al unísono de su economización y todo aquello que puede cuestionarse puede también medirse y, por tanto, comprarse. Las nuevas fronteras territoriales de los Estados ya no se fundamentan tanto en una cultura compartida como en un interés económico-político común, siempre enfrentado a otros en la lucha por dominar terceros pueblos a lo largo y ancho del planeta.
Pronto se constató la pérdida de todos los valores que, si bien, por un lado, suponía la liberación del sujeto, por otro producía nuevas dolencias, entre ellas, la más difícil de curar, la más actual: el individualismo. Y es por eso que en los países más modernos, aquellos que conocen el famoso “Estado de bienestar”, la noción de “comunidad” está adquiriendo una importancia creciente.
No obstante, el hecho de que este concepto esté hoy en día en boca de muchos es el mejor indicador de que no está en la vida de nadie. Salvando las excepciones que a todos los coleccionistas de datos les gusta señalar, se podría decir que, a grandes rasgos, la comunidad se halla lejos de nosotros en la medida en que se vuelve un horizonte deseable, un proyecto político o social por el que luchar.
A esto se suma que el desarrollo creciente de las sociedades actuales va acompasado por la pujanza de la economía como eje articulador de todas las esferas: social, política y religiosa. Lo verdaderamente sorprendente no es tanto que la economía ocupe un lugar que no le corresponde, cuanto que no haya una esfera que no le haya jurado sumisión y rendido pleitesía.
Prueba de ello es la desvergüenza con la que el dinero mueve la boca del político que canta al ritmo de la empresa que le paga la campaña; mueve la mano del médico que busca enfermedades en el cuerpo del cliente; con dinero se compra una creencia milenaria en el buffet de religiones; el arte y la cultura lamen las posaderas al mercado que, en su tiempo libre, financia también proyectos de investigación o las guerras planetarias que le resultan rentables.
Mientras tanto, el individuo-cliente, carcomido por la angustia, paga a un desconocido, especialista en una parte de su cuerpo a la que llama “mente”, para que lo escuche y le confirme que no hay nada malo en pensar sólo en sí mismo, que es legítimo seguir mirándose el ombligo, que se olvide de buscar el sentido de las cosas, que lo único que tiene es “su presente”, y que debe encontrar su “verdadero yo” en los treinta metros cuadrados donde habita.
La comunidad premoderna vs. la sociedad posmoderna
Pero no todo está perdido. En las sociedades actuales, el individuo-cliente puede unirse a otros en función de una multiplicidad de aspectos de sí mismo: a las mujeres, a los negros, a los alcohólicos, a los ecologistas, a los gays, a los humanitarios, ex drogadictos, y participar en sociedades (no comunidades) que han sido formadas en función de objetivos comunes de sus miembros.
Con estas sociedades posmodernas el individuo puede aplazar su sensación de aislamiento por un tiempo y formar parte de lo más parecido que, en nuestro tiempo, puede haber a una comunidad, pese a que nunca logre reproducirla completamente y guarde con respecto a ella diferencias esenciales.
Si bien la comunidad premoderna estaba limitada por su territorio y por su capacidad, también limitada, de expandirse, la sociedad posmoderna está desterritorializada, por lo que la lucha de los negros de Estados Unidos está en comunión con la de los negros de Sudáfrica.
Si en la comunidad premoderna la frontera territorial permitía cierta heterogeneidad en la práctica de la cultura, en la sociedad posmoderna la frontera simbólica, aunque es indiferente a las diferencias culturales, es implacable y homogénea en cuando a las formas abstractas.
Si la comunidad premoderna se levantaba al interior de una frontera de tipo cultural, la sociedad posmoderna se forma a partir de elementos abstractos de cada individuo sin que la pertenencia cultural de cada uno interfiera en esta comunión. Por ello, un indígena de México y uno de Perú pueden sentirse hermanados por su condición pese a todas las diferencias culturales que existan entre ellos.
Si en la comunidad premoderna la frontera territorial permitía cierta heterogeneidad en la práctica de la cultura, en la sociedad posmoderna la frontera simbólica, aunque es indiferente a las diferencias culturales, es implacable y homogénea en cuando a las formas abstractas. Un ejemplo de ello serían las escasas variantes discursivas o prácticas que existen entre los grupos de lucha por derechos de los homosexuales entre diversos países.
Por último, los lazos que unían a los miembros de las comunidades premodernas eran de tipo dogmático, es decir, dados desde la cuna, incuestionables, no racionales, esenciales; mientras que las razones que unen a las sociedades posmodernas son, en su mayor parte, de tipo social o económico y, por tanto, cuestionables, sujetas a valoración, relativas.
Comunidades ultramodernas: una contradicción con éxito
Ha sido en tiempos recientes cuando ha nacido una tercera forma de “asociación” que no es propiamente ni la de la comunidad premoderna ni la de la sociedad posmoderna, sino un híbrido entre ambas: lo que aquí llamaremos “comunidad ultramoderna”.
Hablamos de grupos como los gays, los chicanos, los indígenas, los negros, que han sido marginados por los Estados en que se inscriben y que, aunque se unieron en un principio para la protección de sus intereses comunes, como cualquier sociedad posmoderna, sus lazos han cobrado un nuevo sentido.
Teóricamente, si un grupo de personas se une para lograr una meta su unión carece de sentido al margen de su objetivo práctico y racional. Sin embargo, en el contexto de la modernidad algunas de estas sociedades se han resignificado dotando de un sentido simbólico a su propia existencia y, por tanto, a la de cada uno de sus miembros.
Las fronteras simbólicas que habían servido como trincheras desde las cuales luchar pasaron a ser “fronteras identitarias” que añadieron a su finalidad práctica un sentido simbólico de pertenencia, convirtiéndose en “culturas”.
Estas nuevas “identidades”, a semejanza de las comunidades premodernas, se apropian de ciertos territorios, adoptan símbolos, banderas, himnos, tradiciones y lenguajes propios que permean holísticamente la vida de aquellos que pertenecen a ellas.
Expresiones como “cultura gay”, “identidad indígena”, “cultura chicana” apuntan directamente a la construcción de este tipo de “comunidades ultramodernas”. En ellas se da la paradoja de que, teniendo su origen en una unión práctica, racional y abstracta —típica de sociedades economizadas— han adoptado un discurso y unas prácticas comunitaristas en respuesta, posiblemente, a las dolencias individualistas ya de sobra diagnosticadas a lo largo del último siglo.
Bajo el título de “culturas” o “identidades”, y gracias al relativismo cultural de la indiferencia con que se maquillan los verdaderos intereses de los mercados, este tipo de comunidades se definen en ocasiones como “anticapitalistas” cuando, respecto de su estructura abstracto-económica, son totalmente afines al sistema económico imperante.
La naturaleza de su comunión es económica y abstracta en tanto que reduce la complejidad cultural de sus miembros a los dictados de alguno de sus rasgos (su sexo, su raza, su clase social) y, a través de ellos, los determina completamente. Al interior de las fronteras los rasgos siguen siendo homogenizadores y sus límites son implacablemente excluyentes, como es característico de la racionalización de nuestro tiempo.
Como toda comunidad, estas comunidades ultramodernas requieren fronteras, y toda frontera tiene una doble función: unir a los que están dentro a costa de separarlos de los que están fuera. “Nosotros frente a los Otros” es la dicotomía que el ser humano ha manejado tanto para enfrentarse a los demás cuanto para unirse a los suyos. Para responder a la pregunta “¿quiénes somos?” ha hecho falta responder primero a la pregunta “¿quién es el Otro?”, y la respuesta no sólo ha supuesto el comienzo de nuestra propia definición, sino también de nuestra hermandad como grupo.
No es de extrañar que la comunidad ultramoderna por excelencia del siglo XX fuera, precisamente, la Alemania del Tercer Reich: el mejor ejemplo llevado a la práctica de este tipo de comunidades en tanto que buscó —y encontró— la cohesión de un grupo desesperado y empobrecido, a costa de una frontera simbólica y geográfica, de la proyección de un enemigo común, de la adopción de una serie de símbolos, ritos y juegos del lenguaje, con los que curar la desaparición posmoderna de todas las certezas.
Es verdad que no todas las comunidades ultramodernas llegan a estos extremos tan desafortunados, muchas logran importantes avances en políticas de igualdad y otorgan a algunos cierto espejismo de comunidad. Pero, teniendo presente la historia cercana, no está de más considerar con prudencia cuáles serían las consecuencias de una posible radicalización de estas fronteras identitarias.
En cualquier caso, es obligado reconocer que los grupos que se encuentran bajo los títulos de “cultura indígena”, “cultura gay”, “cultura chicana”, etc., son de corte absolutamente economicista y abstracto, protegidos por fronteras simbólicas y definidos por oposición a “enemigos virtuales”. Su estructura, de corte posmoderno no puede pretenderse en ningún caso “anticapitalista”, pero mucho menos incluyente, ni universalista, ni plural, ni abierta, ni ninguno de los atributos con los que tanto les gusta definirse para validarse ante los gobiernos de la indiferencia universal que hoy preñan occidente. ®