En una civilización más avanzada que la nuestra las contraseñas son indispensables para todo, y es un delito olvidar alguna de ellas. Esto es lo que podría pasarle si por distracción llegara a olvidar alguna.
La puerta del auto convertible no se abrió. Reinició el mecanismo de lectura digital de la cerradura, pero no obtuvo resultados. A la tercera ocasión en que ingresó la contraseña equivocada se detonó una alarma. Era muy oscuro y estaba en un barrio de mala muerte. Desesperado, comenzó a golpear los vidrios polarizados del auto de color rojo con una piedra, pero el cristal era demasiado resistente. No tardó en llegar un helicóptero de la policía a iluminar la escena.
—¡Deténgase! ¡Levante las manos! —le ordenaron desde las alturas.
Alejandro echó a correr. El helicóptero de la policía le disparó pequeños rayos eléctricos para detenerlo mientras él atravesaba matorrales e intentaba perderse en un terreno baldío. De no haber estado tan oscuro podría haber avanzado más rápido entre las enredaderas. Alejandro corrió con toda su alma, presa del pánico. Una vez que las autoridades imputaban un crimen era muy difícil argumentar inocencia. Aún continuaba atormentándose en su fuero interno y preguntándose cómo había podido ser tan estúpido cuando atravesó el terreno baldío y salió a una carretera. Continuó su carrera hacia una choza cercana y se escondió ahí con la esperanza de perder a las autoridades.
Sudaba frío y buscó en aquella cabaña abandonada algo que pudiera blandir como arma. No había gran cosa. Los ocupantes previos debieron de haber salido huyendo y ya las ratas se habían apoderado del lugar. Alejandro se encerró en un armario que despedía un insoportable hedor a humedad y disminuyó el compás de su respiración.
Tal como esperaba, el helicóptero de la policía aterrizó cerca y un par de policías armados con pistolas láser entraron a la cabaña en su búsqueda. Él se quedó impávido en el armario, dispuesto a acribillarlos a la menor oportunidad con un fragmento de vidrio que había encontrado. La madera crujió ante los pesados pasos de los obesos policías y cuando encontraron el armario inició una batalla entre los rayos láser y los salvajes intentos del delincuente por cortar de tajo la garganta de los oficiales.
La autoridad se impuso. No sin algunos rasguños en los rostros, los policías lograron someterlo y subirlo al helicóptero. Sin dirigirle la palabra lo llevaron al Departamento de Control. Una torre oscura de más de cincuenta pisos donde se procesaba todo comportamiento inaceptable.
El inspector de Control lo miró con altivez mientras los policías lo conducían a rastras a la sala de interrogatorios, y no pudo evitar encender un puro con teatralidad mientras Alejandro esperaba a que empezara el interrogatorio.
—¿Sabe por qué se encuentra aquí? —le preguntó el inspector.
—Creen que intenté robar un auto —dijo el preso.
El inspector casi se ahogó con el humo del puro pareciéndole ridículo el comentario.
—Oh no, nada de eso —explicó el inspector y se sentó frente al acusado—. Sabemos que el auto era suyo. Lo hemos rastreado. El crimen que se le imputa es muchísimo más grave —dijo y, tras una pausa dramática, continuó—. Usted olvidó la contraseña para abrir el auto. ¿Cómo se declara?
—¿Qué puedo decir? —preguntó a su vez Alejandro, sintiéndose acorralado y avergonzado.
—Culpable, ¿verdad? —insistió con saña el inspector—. Sabe bien que vivimos en una era tecnológica en la que el manejo de la información es indispensable y la seguridad de los datos es igualmente imprescindible. Sabe que olvidar una contraseña está penado en nuestra civilización, ¿verdad? —y sonrió cuando Alejandro asintiera—. ¿De qué privilegios cree que goza para estar deambulando por las calles de esta ciudad y olvidar los accesos directos a sus bienes? —lo increpó—. Cuando alguien olvida una contraseña compromete la seguridad de la red informática. ¿Sabe por qué?
—Porque tiene que generarse una nueva —respondió Alejandro.
—Así es. Una nueva contraseña implica un promedio de quinientas microoperaciones tecnológicas que estarán expuestas a un hackeo por parte de malware. Es además un acto de irresponsabilidad. ¿Olvidar una contraseña? —se mofó—. Cada cual tiene que ser el responsable de su privacidad de datos, señor. Las autoridades no pueden abrir sus redes oficiales para generar nuevas contraseñas cada vez que a alguien se le olvide un dato. ¿Entiende lo que implica? No sé si me explico, pero en esta ciudad vivimos más de cincuenta millones de personas. ¿Cree usted que nos daríamos abasto si cada cual olvidara alguna contraseña? Por eso hemos insistido en que las contraseñas se memoricen. Son como las llaves digitales para sus activos intangibles. Imagine que todos estuvieran caminando por las calles con sus llaves y las dejaran olvidadas en cada esquina. Sería un auténtico peligro. Por eso no podemos permitir que las contraseñas se olviden. ¿Está usted de acuerdo conmigo?
Alejandro asintió, aunque sin levantar la cabeza para ver al inspector a los ojos.
—¿Por qué olvidó su contraseña? —instigó el inspector.
—No…, no lo sé —balbuceó el acusado—. Tengo…, tengo muchas contraseñas…
—Ésa no es excusa —le gritó el inspector—. Todos tenemos muchas contraseñas y es nuestra responsabilidad memorizarlas. Dígame, ¿acaso no usted generó su propia contraseña? —Alejandro asintió—. Así que me está diciendo que tuvo la oportunidad de generar una contraseña propia y aun así usted la ha olvidado. ¿Qué acaso no presta atención a lo que hace? ¿Estaba usted sobrio?
—Sí lo estaba —dijo de inmediato, a sabiendas de que estar alcoholizado era un agravante a la pena.
—Por su bien espero que sí —dijo mientras abría un expediente electrónico en un ordenador cercano—. Lamentablemente no me explico cómo podría olvidar una palabra que usted mismo eligió para abrir su auto. Perdone, pero me es inconcebible. Revisemos su archivo, ¿quiere? Vamos a analizar todo lo que hizo antes de cometer el crimen.
El ordenador, de avanzada inteligencia artificial, mostró el expediente electrónico de Alejandro.
—Computadora —le dijo el inspector—. Muéstreme todas las contraseñas empleadas por el acusado el día de hoy indicando si fueron introducidas con éxito.
—Con gusto, inspector —respondió la computadora con voz metálica y tras recopilar los datos de todos los videos de seguridad y de los lectores digitales desplegados a lo largo de toda la ciudad reconstruyó la relatoría de hechos y comenzó a exponerlos—. El acusado se levantó hoy a las seis de la mañana, ingresó la debida palabra de seguridad para apagar el despertador y se levantó de la cama. El sujeto tomó su celular. Esto lo hizo a lo largo de todo el día un total de 45,678 veces y en todas ingresó exitosamente la clave para desbloquearlo. El acusado inició sesión en su aplicación de salud general, ingresando su contraseña, y salió de la casa para seguir su programa de ejercicio. La casa tiene una contraseña inmobiliaria de 28 dígitos que fue ingresada debidamente por el acusado cada vez que entró a la casa. El acusado salió a correr por el circuito de su privada y pudo ingresar sin problema la combinación secreta que abre las tres rejas de la privada para recorrer el circuito completo. Al regresar a su casa el acusado inició sesión en su regadera, con el usuario y contraseña correctos, después pudo abrir el clóset con su clave habitacional, la cual comparte con su esposa. Tras vestirse, el acusado fue a la cocina. Sin problema recordó la contraseña del refrigerador y las de las cuatro alacenas. Se preparó el desayuno. La cafetera es el único aparato de su casa que no tiene contraseña configurada porque es de libre acceso para cualquier miembro de la familia y paga el impuesto correspondiente para que se permita su empleo sin contraseña. El acusado revisó su correo electrónico mientras desayunaba, así como la aplicación bancaria. Realizó un total de siete transferencias electrónicas en las que se le solicitó su número secreto bancario y su número confidencial bancario y los ingresó sin problema. Después fue al garaje e ingresó la contraseña del automóvil. Partió al trabajo. Al llegar a la oficina se identificó con su credencial del trabajo e ingresó en cuatro puertas su número de seguridad de empleado. También ingresó en el correo institucional con su usuario y contraseña corporativa. Accedió a la aplicación de lista de pendientes, también con su usuario y contraseña, la cual tiene por seguridad que renovar cada martes. Cerca del mediodía fue a una cita con un cliente. Salió del corporativo y tomó el auto, con todas las contraseñas que ello implica, y atendió al cliente en una cafetería. Ahí inició sesión para acceder al programa de recompensas con su usuario y contraseña. Después de una hora y media regresó a casa para comer con su esposa y sus hijos. Los niños le presentaron la boleta electrónica de calificaciones, por lo que tuvo que acceder a su cuenta de padre de familia, con su usuario y contraseña, y firmar de recibido las calificaciones de sus hijos. Al final validó el movimiento con su número confidencial y secreto de padre de familia responsable, porque forma parte de la junta de padres de familia y es la única manera en la que el sistema valida la firma de quienes tienen ese cargo. Después el acusado decidió salir con amigos. Hizo una reservación a través de una aplicación en un bar, para lo cual ingresó sin mayor problema su contraseña. Ahí tomó cuatro cervezas con botanas, las cuales ordenó a través de su número confidencial de cliente frecuente. Al salir del bar fue a su auto y no pudo ingresar la contraseña. A todo esto, ni una sola de las contraseñas mencionadas se repite.
—Muchas gracias, computadora —dijo el inspector—. ¿Ve entonces cuál es el problema?
—Son muchas contraseñas —insistió Alejandro.
—¡No! —le gritó el inspector—. Ése no es problema. Ya le dije a usted que todos los habitantes de esta ciudad tienen muchas contraseñas. Su caso es un juego de niños en comparación con personas más exitosas —le dijo con desprecio—. El problema aquí, señor, es muy simple. Olvidó una contraseña recurrente. Usó varias veces el auto y, de repente, tras salir del bar, usted mágicamente olvidó su contraseña para abrir el vehículo y poder regresar a casa. ¿Sigue sosteniendo que no estaba borracho?
—No lo estaba —se incomodó el acusado—. De verdad. Sólo olvidé la contraseña. La olvidé por pocos detalles. Había una mayúscula intermedia.
—¿Ahora el problema es la mayúscula intermedia? —se burló el inspector—. Dígame, ¿quién inventó la contraseña?
—Yo —tuvo que admitir el acusado.
—¿Quién decidió que hubiera una mayúscula intermedia? —insistió el inspector.
—Yo, pero…
—Pero nada. Tenía un historial impecable para ingresar los usuarios y contraseñas en todos los sistemas con los que interactuó y cuando sale del bar se le olvida una contraseña que usted mismo generó. No es una contraseña impuesta, no fue generada por las autoridades, usted tenía libertad para inventarla y reemplazarla cuando quisiera, y era su responsabilidad mantenerla resguardada en su memoria. ¿A qué conclusión nos lleva esto? Que usted ha cometido el delito de olvido de contraseña. Debería darle vergüenza su vicio a la bebida o su mala memoria. La que mejor le convenga.
—No estaba ebrio —insistió Alejandro, esta vez sudando frío.
—Debe entonces tener una pésima retentiva —comentó el inspector—. Lo cual entenderá es completamente delicado en la sociedad en la que vivimos. No hay manera de mantener la seguridad entre gente olvidadiza. No me queda más remedio que mandarle una medida correctiva.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Alejandro, nervioso.
—Descuide. Le ahorraré el paso por prisión. Sería capaz de no recordar la contraseña de su celda —se burló—. Vamos a tomar un remedio drástico para que entienda de una vez por todas que las contraseñas deben memorizarse. Le vamos a mandar un aparato de ortodoncia diseñado para que los pacientes aprendan la importancia de la nemotécnica de claves de acceso informático.
—¿Un aparato de ortodoncia? —se extrañó Alejandro.
—Así es. Sólo así aprenderá que en nuestra sociedad las contraseñas son de vida o muerte. Es una especie de retenedor de alta tecnología que sólo se abre con una contraseña —dijo mientras sacaba de un cajón un aparato metálico—. Este amiguito le cerrará la mandíbula y cada vez que quiera abrir la boca lo único que tiene que hacer es ingresar el número odontológico privado en este control —dijo mostrándole una especie de control remoto— y pulsar enter. El aparato se abrirá y le permitirá hablar y comer. Cada contraseña ingresada exitosamente le mantiene abierta la boca por un periodo de dos minutos.
—¿Y si ingreso mal la contraseña? —preguntó Alejandro atemorizado.
—Es a prueba de errores de dedo. Puede ingresar mal la contraseña cuantas veces quiera, pero no se lo recomiendo. Lo mejor es que aprenda a memorizar sus contraseñas.
—¿Y si la olvido? —preguntó…
—¿Pensando ya en el peor escenario? —se sorprendió el inspector—. Si la olvida, señor, no volverá a abrir la boca. ¿Qué implica esto? Que si no se memoriza bien esta única contraseña odontológica, usted no come. Así que ya lo sabe. O se aplica o se muere.
—¿Por cuánto tiempo debo usar este aparato?
—Vamos a darle una condena amable, dado que es la primera vez que usted olvida una contraseña. Será por un periodo de tres meses.
—Tres meses —repitió Alejandro mientras se mentalizaba.
—Aquí le dejo a su nuevo mejor amigo, o a su verdugo —le dijo mientras le daba el aparato—. De usted depende —aclaró—. En la sala cinco, saliendo a la izquierda, encontrará un consultorio dental donde le implantarán el dispositivo. Debo aclarar que está terminantemente prohibido que comparta esta contraseña. Si lo sorprendemos compartiendo directa o indirectamente la contraseña eso sí ameritaría la conmutación de su pena por prisión inmediata. ¿Ha entendido?
—Sí —contestó el acusado, nervioso.
—Pues bien. Generemos su contraseña —dijo entusiasta el inspector y le pasó un teclado digital para que generara una contraseña aceptable, tras lo cual pasaría con los dentistas y no volvería a verlo—. Escuche bien los requisitos. El número odontológico privado debe componerse de una serie de entre 20 y 30 caracteres, alfanuméricos, que no tengan identidad con ninguna contraseña anterior que usted haya generado ni ninguna contraseña que haya inventado en los últimos cinco años. Debe contar con al menos siete mayúsculas, ocho signos, los caracteres alfabéticos y numéricos no pueden estar sucesivos ni repetirse. Por seguridad, no puede ser ninguna letra que contenga su nombre o su dirección. Los números no pueden relacionarse con su fecha de cumpleaños, su número telefónico ni con los últimos dígitos de su tarjeta de crédito. No se me quede viendo con esa cara e ingrese su contraseña, por favor. Tiene tres minutos para generarla. ®