No creo que Indio borrado sea la historia de un héroe, como algunos han escrito. Más bien estamos ante un parricida contemporáneo que protagoniza una tragedia. Es una novela cruel y breve. Como una cuchillada. La trama transcurre en un aguerrido barrio de Monterrey, en esos lugares donde todo va de mal en peor.
Para Juan José Arreola la espera es una estatua llena de movimiento contenido. Esta definición está muy cercana al cine, pues en la vaina cinematográfica hay un tipo de montaje que consiste en dejar una acción suspendida en un momento determinado, en espera, pues, para retomarla más adelante. A veces, al liberar esa acción detenida la trama explota como granada, aunque sabemos que la espoleta fue retirada tiempo antes.
En su novela Indio borrado (Tusquets, 2014) Luis Felipe Lomelí ofrece una excelsa muestra de cómo se dosifica y se estira al máximo eso que definió Arreola.
Pero antes debo contar cómo conocí a Luis Felipe.
Una tarde de octubre de hace unos años me encontraba en la cantina La Central, ubicada a las espaldas de la catedral poblana. Dentro, la conversación fluía entre cervezas y algunas botanas. Más afuera la cosa iba mejor: cobijados por el humo del tabaco, la charla se avivaba y abarcaba otros tópicos.
Esta dinámica de entrar y salir para mí es ajena. Vivo en un estado donde el humo del cigarrillo es tan familiar como una mascota. Puedes fumar en la mayoría de bares y cantinas sin temor a que te acusen de genocida.
Mientras me encontraba dentro llegó mi parna Daniel Fragoso, a quien no esperaba en ese lugar. Lo saludé con la misma efusividad con la que lo he hecho y lo seguiré haciendo. Fragoso llegó acompañado. Me presentó, pero por motivos etílicos no guardé el nombre dentro de mi disco duro. Minutos después, al salir a fumar, aquel hombre que me había presentado Fragoso hacía lo propio. Era Luis Felipe y entonces me cayó el veinte.
De jóvenes, entre mis contemporáneos del sur compartimos gustos musicales, literarios y hasta amistades. Como éramos un grupo compacto, lo que leía uno lo leíamos todos. De forma extraña llegaban a nuestras manos libros que no eran novedades ni best–sellers, pero que leímos con vehemencia y se ganaban nuestra admiración. Esto ocurrió con Eusebio Ruvalcaba, con Juan Hernández Luna, con Jaime Muñoz Vargas, con Guillermo Fadanelli y, por supuesto, con Luis Felipe Lomelí.
No creo que Indio borrado sea la historia de un héroe, como algunos han escrito. Más bien estamos ante un parricida contemporáneo que protagoniza una tragedia. Es una novela cruel y breve. Como una cuchillada.
En aquellos días no había redes sociales ni foros en los que compartir gustos y conocer novedades. El pulso literario latía más lento. No teníamos idea de gueto literario o del canon. De modo que una obra era leída y comentada sin afán protagónico o compadrazgos literarios. Era mero disfrute, no más no menos.
Una tarde uno de mis compas llegó con un libro de portada guinda y cuya portada era muy familiar: un enmascarado, similar a los Diablos, a los Manueles o a los Tlacololeros, danzas autóctonas de la región.
Se trataba de Todos santos de California (Tusquets, 2001), de Lomelí. Lo leímos y lo compartimos. Nos atrajo su variedad de personajes y su lenguaje cotidiano, pulcramente trabajado. En su más reciente novela Lomelí lleva al límite esta última característica.
No creo que Indio borrado sea la historia de un héroe, como algunos han escrito. Más bien estamos ante un parricida contemporáneo que protagoniza una tragedia. Es una novela cruel y breve. Como una cuchillada.
La trama transcurre en un aguerrido barrio de Monterrey, en esos lugares cuyo destino retrató Juan Rulfo en “Es que éramos muy pobres”: “Aquí todo va de mal en peor”.
El Güero —un personaje que, por cierto, nos recuerda mucho al Güero Luis en “Mar bermejo”, de Todos santos de California— es un aprendiz de peón que vive con su hermana y su madre.
Al vivir en una colonia sin ley el Güero debe aprender a ser hombre —trabajar, cuidar a su familia y llevar el sustento— y someterse a la ley del más fuerte.
Desde las primeras páginas Lomelí detiene el tiempo en una imagen: el Güero a punto de hacer un disparo. A partir de esta escena —que nos lleva a Keats: “Un sueño inconcluso, la espera de la muerte; y cada circunstancia u objeto es una suerte/ de decreto divino que anuncia que soy presa”— se trazan varios escenarios, anécdotas, acciones y suposiciones que construyen esa novela atemporal, estructurada en capítulos dispares por los recursos narrativos que se despliegan, mas no por su efectividad.
Un factor que debe destacarse es la apropiación del lenguaje. En una entrevista el autor explicó que durante su estancia en Monterrey ahondó en el habla que se estila en los barrios. Esta cualidad, la de usar el lenguaje cotidiano —no académico, no estilizado—, es algo que Lomelí realiza desde su primer libro y también es algo que se disfruta muchísimo.
Es en Indio borrado donde la construcción narrativa escala a latitudes sublimes. Por momentos el habla de barriada da paso a la prosa poética sin que notemos el cambio. El narrador nos cuenta de la niñez del Güero como limpiaparabrisas; sus idas a la obra donde cobrará su primer pago; sus traumas que van y vienen, como ánimas, las que lo aconsejan, lo apapachan y le dan forma al personaje, o bien —y éste es uno de los puntos más sublimes de la novela—, su debrayes psicotrópicos ocasionados por el resistol.
Indio borrado no es una narconovela, como se ha pretendido encasillar. Estamos ante una metáfora de la pobreza, el desempleo y el abuso. No es que necesariamente todas las personas que viven en la miseria deban terminar como el Güero. Pero el relato de Lomelí nos ayuda a entender que, en los barrios y en cualquier cinturón de pobreza que rodea a las ciudades, también habitan seres humanos que responden y actúan en consecuencia a estímulos emotivos, violentos, sociales y económicos. Seres humanos que el sistema político se ha empeñado en mantenerlos así. Hace poco la Comisión Económica para América Latina y el Caribe expuso que México es el único país en América Latina en el cual el índice de pobreza ha aumentado en los últimos diez años. Indio borrado nos permite asomarnos a esa realidad. Cualquier sensación de asombro, tristeza y rabia es culpa de Luis Felipe Lomelí. ®