¿Y si las catedrales de la vieja Europa desaparecieran bajo olas torrenciales? Todo, absolutamente todo, arrasado por mares, hielos, llamas o arenales.
Cuando en una entrevista le pregunté acerca de su trabajo actual, el fotógrafo Pablo Genovés (Madrid, 1959) hizo primero un marcado ademán con la mano —como queriendo ordenar así las ideas— y luego un amplio y apasionado recorrido a través de temas, anécdotas y conceptos como sus incursiones en los mercados de antigüedades de Berlín, donde reside mayormente, en busca de fotografías antiguas de principios del siglo XX, la ambivalencia de la vida, la pátina del tiempo que ya no es, la mentira, la ilusión, el cambio climático e incluso su miedo atávico al agua a raíz de un accidente que sufrió de niño junto con su padre, el afamado pintor Juan Genovés, en ya no me acuerdo a estas alturas qué alta mar.
—¿A qué ilusión te refieres, a la del ojo o a la del alma? —quise averiguar, dividida entre el engaño y la esperanza.
En respuesta, me invitó a que yo escogiera, que yo decidiera, que en realidad a lo que aspiraba con su quehacer creativo era eso precisamente, abrir preguntas, no cerrarlas, sugerir, ser vehículo y multiplicar de esa forma las posibilidades…
—¿…de la historia? —le interrumpí, queriendo hurgar en las perspectivas posibles de su obra y sus narrativas.
Sin titubeo, con claridad, se refirió a la historia en singular y también a las historias en plural, a la macro y a las micro; en fin, a todas las que pudieran y quisieran poblar de manera real o imaginaria cada una de sus composiciones visuales.
Entonces volví a hacer un repaso por cada una de sus fotografías: una extensa colección de imágenes —agrupadas bajo las series Precipitados, Cronología del ruido y Antropoceno— que representan interiores de opulentos edificios barrocos y neoclásicos, emblemáticos del poderío europeo a lo largo de los siglos, asolados por grandes catástrofes naturales: iglesias, teatros, palacios y palcos; espejos, lámparas, frescos, retablos y ángeles; columnas, ménsulas, cariátides y hornacinas; todo, absolutamente todo, arrasado por mares, hielos, llamas o arenales. Todo, incluso las cortesanas de Lancret, solo, solas, a la deriva.
—¿Qué sentirá la gente ante todo esto? ¿Dolor, horror? ¿Aprensión, diversión? —me pregunté, le pregunté.
Me contestó que no podía saberlo a ciencia cierta, que las fotos adquieren significados diferentes dependiendo de la persona, el lugar, las circunstancias; que se abren a sí mismas a mil lecturas, sujetas a los destellos y las sombras de quien las mire. Y que ahí reside la libertad de cada quien para apropiarse cada cual a su manera de una pieza artística, cualquiera que sea.
—Pero, tú… ¿qué pretendías? ¿Es deseo lo que plasmas en tus imágenes? ¿Es premonición, anhelo, búsqueda de la destrucción?
Y me habló del juego: de la manipulación de la realidad hasta transformarla, distorsionarla, llevarla hasta sus límites y mutarla en mentira, esa mentira de la que hablaba al principio, y estirarla al máximo hasta el final, hasta donde se deje, hasta donde deje de ser creíble. Es así, me reveló, como él imagina, inventa y construye la destrucción: paso a paso, echando mano de las herramientas digitales, haciendo cuidadosamente collages, ensamblando dos, tres, cuatro, hasta siete imágenes diferentes, así, hasta lograr el efecto esperado. Todo es, al fin y al cabo, un enorme simulacro, el mismísimo en el que estamos sumidos socialmente hoy en día. Y lo que él hace como fotógrafo es ora participar del mismo, ora evidenciarlo, ora denunciarlo.
—Agua, fuego, tierra… siempre elementos naturales externos que invaden espacios interiores de gran carga cultural —observé.
Me habló del impacto que produce siempre la tensión entre cultura y naturaleza, más aún en las sociedades occidentales, asentadas en el pretendido control absoluto del entorno, del expolio, del invierno y del otoño…
Y me pregunté para mis adentros qué sucedería si en cualquiera de las fotos insertáramos, como quien no quiere la cosa, como otro elemento más del montaje, a Pinocho, arremolinado en el estómago de la ballena en busca de su padre, o a Kafka asomándose por encima del borde del puente y balanceándose una y otra vez sobre el precipicio de la vida o, mejor/peor aún, la imagen de una patera repleta de migrantes irrumpiendo en el paisaje aristocrático del primer mundo. Y pensé en el Mediterráneo, el Mare Nostrum, en el cementerio que es.
—¿Y por qué, Pablo, no aparece ninguna persona en tus fotos?
Hizo un gesto de negación con la cabeza y me aclaró que él se encargaba de borrar sistemáticamente todo vestigio de ser humano de las imágenes intervenidas, y eso para que el espectador pudiera entrar libremente en la foto final —que para eso la revelaba en tan gran formato—; situarse ahí, ser el último testigo de esos espacios avenidos por el tiempo y la debacle, dejarse llevar y encontrarse, tal vez, en todo caso, con sus propios fantasmas.
Miré de nuevo las fotos y de nuevo sentí lo mismo que sentí cuando las vi por primera vez colgadas en una sala de exposiciones en Madrid: alivio, un gran y expandido alivio por dentro. Algo así, imagino, como un chute de heroína, una caída en picada, un avión estrellado. Y se lo comenté. Y se sorprendió. Y se lo expliqué.
—Es como la sensación de gran liberación por la muerte del león, del yugo, del verdugo, el desmoronamiento de la gran civilización, de la metrópoli y el florecimiento por fin de otros horizontes, otras utopías venideras… de las catedrales a los arrabales, de la herida a la sutura…
Y me acordé de Juan Gelman en su primer exilio, en Roma, en el año ochenta, cuando escribió: “¿Quién dijo que la cultura no tiene olor? […]. No olés a viejo, Europa. Olés a doble humanidad, la que asesina, la que es asesinada. Pasaron siglos y la belleza de los vencidos pudre tu frente todavía”.
Le dije a Pablo: “Ojalá y expongas algún día en México”. Y me sonrió y me sonreí, y canturreé despacito bye, bye, Montesquieu. ®