El personaje de Mis mujeres muertas vive abrumado por la existencia y tratando de llevar una vida anónima, modesta, moderadamente alcoholizada y destilando en sus pensamientos un manual de filosofía doméstica sin grandes ambiciones.
Hay tareas que pesan como una losa. Sobre todo si la ocupación principal de la vida de un hombre consiste en analizar la realidad a través del tamiz de un alcoholismo voluntario, decidido y, entre comillas, funcional.
Domingo es el personaje principal de Mis mujeres muertas, la novela de reciente publicación escrita por Guillermo Fadanelli y ganadora del premio Grijalbo de novela 2012.
Con una construcción de estructura sólida, como ya viene siendo habitual en la cada vez más madura escritura de este autor, la novela avanza alrededor de la imposibilidad de Domingo de colocar una lápida que transporta durante semanas en la cajuela de su Shadow en la tumba de su madre, recientemente fallecida, al igual que su mujer.
Ambas compartían nombre. Huérfano y viudo en un intervalo de pocos días, Domingo deambula por la Ciudad de México sin demasiadas ataduras y con un morral repleto de perplejidad y resignación. Y un universo doméstico atestado de botellas vacías. Tan vacías como el espacio hueco que dejó la muerte de su esposa, con la que platica sin cesar retomando conversaciones inconclusas. Una vida de sopor solamente interrumpida por la curiosidad que despierta en su joven vecina, quien despertará un deseo sexual adormilado fantaseando que en ella, la vecina, reencarna su difunta esposa.
Hay personas que a pesar de ciertos atisbos de lucidez viven instaladas en un desconcierto permanente ante las situaciones de la vida. Ese tipo de lucidez no ilumina, sino que empantana más una realidad incomprensible. Fadanelli apunta en este relato que sólo los muy entusiastas pueden vivir ignorando lo absurdo de la existencia y llevar a cabo sus empeños cotidianos y anhelos a mediano plazo sin caer en el más profundo de los abatimientos.
Domingo, al contrario que su dos hermanos, no es de ese tipo de gente. El personaje de Mis mujeres muertas vive abrumado por la existencia y tratando de llevar una vida anónima, modesta, moderadamente alcoholizada y destilando en sus pensamientos un manual de filosofía doméstica sin grandes ambiciones.
En esta novela Fadanelli aprovecha para lanzar una crítica mordaz a una ciudad que conoce muy bien, al igual que sus moradores, cuya calidad moral queda a la altura del piso, si no es que todavía en un nivel un poco más abajo, el de las coladeras, desde donde asoman las ratas en busca de su oportunidad.
Con una construcción de estructura sólida, como ya viene siendo habitual en la cada vez más madura escritura de este autor, la novela avanza alrededor de la imposibilidad de Domingo de colocar una lápida que transporta durante semanas en la cajuela de su Shadow en la tumba de su madre, recientemente fallecida, al igual que su mujer.
Al igual que en su anterior novela, Hotel DF, el escritor combina en sus tramas varios estratos sociales, para de ese modo ejercer un sarcasmo social sin exclusiones. Los hermanos de Domingo, quienes le encargaron colocar la lápida sobre la tumba de la madre como única encomienda tras la muerte de ésta, pertenecen a una clase social más acomodada. Trabajaron duro para ello.
Pero de todos modos su calidad moral, sobre todo la del hermano abogado, deja mucho que desear. Ya se sabe que la inmoralidad en los ricos en sus luchas por el poder indigna a las clases populares. Y las bajezas de los pobres siempre son perdonables por la miseria circundante de las situaciones perpetuamente desfavorables que les ha tocado vivir en su triste tránsito por este mundo.
Estas dicotomías sociales las ejemplifica el tendero de la esquina donde vive Domingo, cuando éste alaba la disciplina del tendero al barrer la banqueta todos los días: “Barro porque soy buen ciudadano. ¿Qué nos queda a los pobres? Barrer, ser buenas personas y cumplir las leyes, porque las leyes son hechas para nosotros, los jodidos, nada más; los ricos no las necesitan”.
Mis mujeres muertas también es una punzante disquisición sobre el hábito de beber cotidianamente. El de aquellos que deciden que la embriaguez es el filtro idóneo para observar el mundo. Siendo Fadanelli un habitual y consumado cliente de varias cantinas de la Ciudad de México, vierte en esta novela los conocimientos sobre sí mismo y sobre la tan especial especie que son los bebedores de cantina, quienes acostumbran a pasar horas y horas frente a una sucesión de tragos, trasiego de meseros y otros clientes tan borrachos como ellos.
Finalmente, las buenas lecturas iluminan más aspectos de la personalidad del lector, cuando se lee con profundidad, que de los diversos universos descritos en los relatos. Mis mujeres muertas cuenta una historia, pero en ella nos vemos reflejados todos de algún modo u otro. Cuando la lean sabrán a qué me refiero. ®