La historia de los nombres de las enfermedades sórdidas ofrecen una interesante evidencia diacrónica de los antagonismos sociales y políticos del mundo. La práctica común entre los grupos humanos es culpar al enemigo de la propagación de las enfermedades, sobre todo las de transmisión sexual.
Los prejuicios y estereotipos, a pesar de lo desagradables que puedan ser, son mecanismos de representación de la otredad cuya inevitabilidad se refleja en el lenguaje. A lo largo de los siglos, los enfrentamientos entre las culturas y el etnocentrismo de los pueblos han dejado una profunda huella en las palabras que usamos. Los apodos o gentilicios despectivos no son los únicos ejemplos de ello. La historia de los nombres de las enfermedades sórdidas ofrece también una interesante evidencia diacrónica de los antagonismos sociales y políticos del mundo. La práctica disfemística común entre los grupos humanos es culpar al enemigo de la propagación de enfermedades que afligen a los que se relacionan con el vicio y la inmoralidad.
El caso más revelador de esta práctica lingüística es el de los diferentes nombres que ha recibido la sífilis. Bautizada así en 1530 por una poesía didáctica de un médico italiano en la que el pastor Syphilus fue castigado con la enfermedad por llevar una vida inmoral y llena de vicios, en el lenguaje popular la infección se conoció durante mucho tiempo como enfermedad francesa o de los franceses (morbus gallicus), porque los soldados del rey francés Carlos VIII murieron por una epidemia de sífilis. Pero en realidad, ninguno de los países donde la enfermedad brotara admitiría ser su lugar de origen, por lo que se le echaba la culpa a la perversión de los extranjeros. En el inglés del siglo XVI se le conoció como Spanish needle, Spanish pox, Spanish pip y Spanish gout (aguja española, peste española, semilla española y gota española). Después, Shakespeare se refirió a la infección como Neapolitan bone-ache (mal napolitano). El capitán Cook casi se desmayó cuando descubrió que los tahitianos la llamaban Apa no Britannia, “la enfermedad británica”. En italiano se conocen morbo gallico, mal francese y malattie celtiche (morbo gálico, mal francés y enfermedad céltica). Al final, prácticamente ningún pueblo se salvó de que lo culparan, y en diferentes lenguas se han documentado denominaciones populares para la sífilis como mal americano, mal canadiense, mal céltico, mal de los cristianos, mal escocés, mal francés, mal gálico, mal germánico, mal portugués, mal napolitano, mal polaco y mal turco.
La historia de los nombres de las enfermedades sórdidas ofrece también una interesante evidencia diacrónica de los antagonismos sociales y políticos del mundo. La práctica disfemística común entre los grupos humanos es culpar al enemigo de la propagación de enfermedades que afligen a los que se relacionan con el vicio y la inmoralidad.
Estas prácticas disfemísticas podrán parecernos retrógradas pero siguen vigentes aún en pleno siglo XXI. Cuando el sida apareció en escena, hace más de 25 años, por todas partes surgieron numerosas hipótesis sobre sus orígenes. Mientras que en el mundo occidental sus orígenes suelen localizarse en África, muchas personas en África lo atribuyen a Occidente, particularmente a Estados Unidos. Entre los mismos países africanos se pasaron la pelota: Ruanda y Zambia dijeron que el sida se originó en Zaire, Uganda dijo que venía de Tanzania, y así sucesivamente. En la ex Unión Soviética el sida era considerado como “un problema extranjero”, atribuible a la CIA o a tribus del África Central. En el Caribe, e incluso en Estados Unidos, se creía extensamente que el sida provenía de experimentos biológicos estadounidenses. Los franceses primero creyeron que el sida fue introducido por vía de un “contaminante americano” (también creían que el sida venía de Marruecos). La entonces Unión Soviética, Israel, África, Haití y las Fuerzas Armadas de Estados Unidos negaron la existencia de homosexualidad nativa y así alegaron que el sida debía haberse originado en “otra parte”.
Lo que diferencia al sida de la sífilis es que esa “otra parte” no necesariamente tenía que ser un país extranjero: también podía ser el cuerpo de “otra persona” considerada diferente en la sociedad. Antes de que recibiera oficialmente el nombre sida, la enfermedad se rigió por diversas etiquetas. Los primeros reportes publicados en Estados Unidos confirmaban las sospechas de los médicos en otras ciudades: algunos de sus pacientes homosexuales estaban contrayendo e incluso muriendo de enfermedades muy extrañas, incluyendo formas raras de neumonía y cáncer. Lo que en un inicio se había llamado de manera no oficial “neumonía gay”, “cáncer gay”, “peste o plaga gay” y WOGS (Wrath of God Syndrome, es decir, Síndrome de la Ira de Dios), en 1981 recibió en los círculos médicos el nombre provisional de GRID (Gay Related Immunodeficiency, es decir, Inmunodeficiencia relacionada con los homosexuales). Pero en los meses que siguieron, estas mismas enfermedades empezaron a diagnosticarse también en heterosexuales (hemofílicos, usuarios de drogas intravenosas y personas que acababan de recibir una transfusión sanguínea), por lo que el nombre GRID ya no era apropiado. De este modo, en julio de 1982 se introdujo el nombre Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida durante una conferencia celebrada en Washington.
El hecho de que en un inicio la enfermedad se haya asociado tan fuertemente con la homosexualidad en el discurso biomédico dejó huellas muy profundas en el modo en que la gente se representó la enfermedad. En inglés surgió un nuevo acrónimo para GAY: “Got AIDS Yet”, que desde luego era una broma de mal gusto. Y los grupos de alto riesgo recibieron la etiqueta de club o grupo 4-H. Se trataba de un juego de palabras: primero, reconocía el hecho de que los enfermos de sida eran HIV positive, donde las siglas para “Human Immunodeficiency Virus” se reinterpretaban como “H-cuatro” (IV romano). Segundo, aludía a los cuatro grupos de mayor riesgo en aquellos primeros días: homosexuales, haitianos, hemofílicos y heroinómanos.
Hoy algunos de estos prejuicios han disminuido y la gente es más consciente de que cualquiera puede infectarse y no sólo los que viven en “el pecado y la perdición”, aunque en el inconsciente colectivo el sida sigue siendo “la enfermedad del otro”, nuestra sífilis del siglo XXI. Y quizá deje de serlo cuando aparezca otro mal peor y haya que buscar nuevos culpables. ®