Supongo que esa parte del mensaje me tocó especialmente no sólo por la tragedia insinuada y el bálsamo que, en ocasiones, podemos encontrar en algunos libros, sino porque creí entrever una especie de desmentida. Una gratificante y conmovedora desmentida sobre aquello de la soledad del oficio.
Pocos días después de volver de un viaje recibí un mensaje en Facebook de alguien que no figuraba entre mis contactos. En la foto de perfil el tipo aparece casi de espaldas, como si la foto se la estuvieran tomando desde el lado opuesto, señalando algo que está fuera de cuadro y resulta imposible adivinar qué es. Me escribía sobre la novela que yo acababa de presentar. El mensaje contenía un par de elogios desmedidos que soy incapaz de repetir y una frase que me conmovió de una manera extraña: “Hace unos meses sufrí una pérdida irreparable y desde entonces no paso más de tres horas sin marihuana, alcohol y varios tipos de pastillas”, contaba. “Ayer tuve mis primeras doce horas de sobriedad, leyendo tu novela dos veces consecutivas”.
No habían pasado todavía dos semanas del día de la presentación. Ese día —ignoro si el autor del mensaje estaba entre el público o si la novela la compró después— dije algo así como que era entonces, en ese momento, cuando este oficio que sin dudas puede ser uno de los más solitarios del mundo, cobraba su verdadero sentido. No porque la historia llegara al papel sino porque alguien habría de leer ese texto y, aunque fuera por un instante, podía sentir —acaso podría llegar a sentir— que uno de los personajes que los escritores nos pasamos horas inventando en soledad cobraba vida ante sus ojos. Y que entonces todo valdría la pena, aunque nosotros no lo supiéramos nunca y siguiéramos encerrándonos durante horas, días o meses para volver a intentarlo. Para seguir apostando a este absurdo pero maravilloso oficio de contar historias.
Supongo que esa parte del mensaje me tocó especialmente no sólo por la tragedia insinuada y el bálsamo que, en ocasiones, podemos encontrar en algunos libros, sino porque creí entrever una especie de desmentida. Una gratificante y conmovedora desmentida sobre aquello de la soledad del oficio.
Paul Auster afirmó alguna vez que la novela “es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad”. Supongo que hubo algo de eso, que a fin de cuentas no debería ser tan sorprendente: muchas veces me ha pasado a mí también. Acaso lo que me sorprende sea encontrarme por primera vez del otro lado de la ecuación, del lado contrario —del lado incorrecto, casi estoy tentado de decir— de la página. Porque la literatura para mí sigue siendo eso que se amontona en mi biblioteca y que hacen los demás, eso que disfruto en los demás, eso en lo que todavía tengo pendiente aventurarme y me llama cada noche. Lo que yo escribo no. Escribir, como apuntó alguna vez Abelardo Castillo, sigue siendo mi fiesta secreta.
Alguien que quiero y respeto me preguntó, cuando le conté sobre este mensaje, cómo me había sentido. La pregunta me sorprendió, o me descolocó. Estábamos en un bar y me clavaba el estiletazo de unos ojos pardos y bien abiertos que siempre parecen leerme un poco más allá. No sé bien qué le respondí ni cómo pasamos a hablar del sentido —o la falta de sentido— de la literatura o, por decirlo de algún modo menos pretencioso, esta histórica propensión humana a narrar historias que tanto me gusta imitar. Creo que le dije que al fin y al cabo no tiene ningún sentido práctico. Creo que porque no me animé a eliminar el adjetivo final.
Paul Auster afirmó alguna vez que la novela “es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad”.
Alguna vez afirmé —tajantemente, con la contundencia con que solemos decir cosas de las que no estamos tan seguros pero quisiéramos que fueran así— que la ficción contribuye a mejorarnos como civilización. Que no seríamos los mismos si no nos atreviéramos al ejercicio de imaginar, de soñar las vidas que no tuvimos, de rebelarnos contra brutalidades e injusticias, de oponernos a personajes oscuros, siniestros o miserables y enamorarnos de los dignos e imprescindibles. Que no seríamos los mismos sin haber estimulado, a través de las historias que leímos y creamos a través de siglos, nuestra sensibilidad y sentido crítico. Alguna vez lo dije como si el mundo no estuviera lleno de hombres y mujeres imbéciles, crueles, egoístas y miserables que leyeron y seguramente disfrutaron los mismos libros y las mismas historias que disfrutamos los demás. Como si no estuviera lleno de tiranos infames y asesinos despreciables que son grandes lectores y consumidores del arte en cualquiera de sus expresiones. La inquietud es tan vieja como la humanidad pero a veces resurge. Aunque buscarle un sentido a la ficción, acaso —o a toda la literatura, o al arte en general— no sea más que una actitud pretenciosa en la que solemos caer o nos vemos puestos los que incurrimos en estas artes y oficios. Quizá porque nos resistimos a decir simplemente no lo sé, o a quién le importa.
Pero entonces por qué, entonces para qué. Por qué escribir. Creo que eso también me lo preguntó la chica de los ojos pardos que me horadaban tratando de intuir o leerme entre líneas. Y no supe qué decir.
O no supe decir otra cosa que no fuera “porque no lo puedo evitar”.
“Yo no elegí escribir”, dijo una vez Amélie Nothomb, “es igual que enamorarse: se sabe que no es una buena idea y uno no sabe cómo ha llegado ahí pero, al menos, hay que intentarlo”. A lo mejor ésa es una especie de respuesta. Escribo porque no lo elijo, como uno no elige el amor o la lluvia que habrá de calarlo hasta los huesos. Escribo porque el acto de escribir siempre me tiene un milagro reservado. Porque no hace falta que tenga un sentido cuando todo lo demás —lo que está del lado de acá de la página o las palabras, la vida real, la vida ingobernable— tampoco parece tenerlo. Escribo para que esas otras vidas, las inventadas, las más o menos manejables, puedan tenerlo al menos en esa ficción, al menos en ese recorte que tiene un comienzo, un devenir, un final. Escribo porque le quiero poner palabras al dolor, a la incertidumbre, al amor, a la felicidad, a la barbarie. Para ser lo que no fui y nunca seré y porque la ficción de a ratos es una forma de vivir dos veces, tres veces, mil veces. Escribo para permitirme el odio, la pasión, el desconsuelo, la indecencia. Para indagarme hasta el espanto. Para asomarme al abismo. Para saltar y no volver ileso porque tampoco de la ficción se sale indemne, pero volver es siempre una buena forma de renacer un poco. Para mirar y mirarme. Para maniatar ciertas neurosis. Para no dejar de ser niño ni de ser hombre ni perder nunca el asombro. Para reír y llorar, y pensarlo todo y pensarme de nuevo. Para buscar nuevas formas de interpretar la realidad y el mundo que me rodea. Para intentar descifrar lo indescifrable. Para seducir, para perdonar, para ser odiado. Porque no puedo evitarlo y porque no quiero hacerlo. O escribo, tal vez, como dijo Semprún, para sobrevivir a la muerte, la necesaria muerte que me nombra cada día.
Podría haberle dicho alguna de estas cosas. O todas. Supongo que al fin y al cabo escribo, también, porque no siempre puedo decir las cosas que me gustaría decir. Porque a veces, como ahora, me muerde una imagen, una idea, una palabra: la amenaza de una historia que me sigue a todas partes con la persistencia de un fantasma. Entonces tengo que escribir. Y seguir celebrando esta fiesta secreta de invención y fabulaciones o, aunque más no sea, esta afición a ponerle palabras a los días de ojos pardos bien abiertos, preguntas sin respuesta y horas de sobriedad consecutivas. ®