Me he interrogado varias veces en qué consiste el desasosiego, en este caso frente a un partido en que se ansía derrotar a otros humanos. ¿Acaso sólo me alegro al imponerme al otro?, ¿es esto a lo que hemos venido llamando “ser racional”?
No poseo más que una lengua, y ésa no es la mía.
—Jacques Derrida
Una locura basta para saciar a veinte mentes pusilánimes.
Parto de este enunciado. Desear salir de sí puede considerarse tranquilamente el código más castizo cuando remitimos a humanos. Digo salir de sí porque resulta obvio que pocas personas se toleran a sí mismas más allá de unos segundos. Digo segundos porque la experiencia me enseña que huimos de nuestra realidad como quienes de las calamidades. Y aquí recae la reflexión ad hoc sobre la copa mundialista. ¿A qué tipo de envergadura en el conflicto interno me enfrento que posee poder sobre mí para llegar a inducirme a salir de mi sitio? ¿Qué clase de encrucijada existencial me afecta o beneficia? Baudelaire, por caso, veía en el tedio la causalidad de tal enredo. Si no me soporto ni a mí mismo, tengo a lo sumo como opciones el suicidio (cual afirmación) o la evasión.
Aclarando: no apelo a la persuasión del eventual lector con respecto a éstos que llamaré, arbitrariamente, mis argumentos. Asumo mis consecuencias y punto. Igualmente evitaré aquí la reflexión en torno a los deportes masivos per se, pues el efecto suyo en nuestras sociedades asoma aristas muy infértiles. Algo similar me ocurre frente al nacionalismo.
En cuanto a las aspiraciones de un futuro campeón e inverosímil (como lo es el caso de la selección mexicana de futbol), ¿quién “saldría” ganando? Y decidir ganar ya incluye cierta dosis de derrotismo extremo. Pues sabido es que la ganancia implica sumisión, resta, pérdida por parte de quien, como uno, pretende el “triunfo”. Como es de verse, el asunto gira en torno a la primera persona del singular (el yo, en su aciaga modalidad de superego), del plural (un nosotros, en su advocación de inconsciente colectivo), y esto a través del rechazo, la adulteración o transliteración en ambas percepciones —donde las haya. Lo único cierto: si no me acoplo a esta situación mía (Ortega y Gasset), jamás me encuentro, y al encuentro de uno mismo hay que entenderlo, por mera salud mental mentada, como “salvación” de sí y restitución de la muerte (léase destino).
Me he interrogado varias veces en qué consiste el desasosiego, en este caso frente a un partido en que se ansía derrotar a otros humanos. ¿Acaso sólo me alegro al imponerme al otro?, ¿es esto a lo que hemos venido llamando “ser racional”? Ejemplificando esta racionalidad, su opuesto constaría, precisamente, en no tomar partido en el partido, en procurarse una lozana distanciación. De otro modo se expone el ego a la fractura de la psique. Conozco a más de uno que se alegra profusamente cuando equis equipo de su localidad pierde; esa pose sardónica verifica lo que expongo (aunque al tomar, a modo reactivo, posiciones graciositas, se muestre una miseria): el enajenamiento total de mi persona ante un balón y su negocio harto fructuoso en el que no comparto utilidades.
¿Qué significa locura sino alejarse de los propios cabales? (En este punto se hablaría de una vesania religiosa o delirio colectivo: Robert Maynard Pirsig.) Y no aludo a la fiesta en el sentido carnavalesco de Bajtín, como ruptura del statu quo. Quién no ha entrevisto un ambiente más similar al del psiquiátrico que al de Río de Janeiro en esos típicos puntos de festejo (Ángel de la Independencia, glorieta de la Minerva, etc.). Semejantes informidades distan mucho de engalanar los monumentos y avenidas —y llegados a este punto, es justo atorarlo, más que enjuiciar, analizo un estado dado: la carencia colectiva. No mencionemos ya el caos y estado de sitio que reinarían durante varias semanas en no pocas naciones de ser acreedoras (¿quiénes exactamente?) al trofeo de marras.
Ahora bien, y a propósito de celebrar los goles: lo peligroso de la creación, por ejemplo cuando hablamos de signos, estriba en que no sólo encierra a la noción de artista; esos signos, como supieron detectar Camus y Dostoievski, superan y por mucho a quien los profiere. Cualquier época al azar serviría para ilustrar que a esos símbolos por regla los expelen individuos con capacidad de imaginar (léase crear o, al menos, reproducir caracteres), i.e. casi cada ser humano; ahí tenemos al Perro Bermúdez, las postales de Hitler, tantas mitologías maniacas, los emblemas y blasones en las cofradías, así como eslóganes y afiches reluciendo en tiendas departamentales. De los papagayos, por otra parte, no se predica que reproduzcan signos sino sólo sonidos, lo mismo que de variada mente cotidiana. Por lo mismo, semejante pitorreo ensordecedor de los estadios enaltece al cacareo, al gemido y a la mueca (y parto ahora de una tesis: sólo el gesto es capaz de cancelar la efectividad de los lenguajes). Y puesto que dialogar con necios no se antoja ni remotamente empresa rentable, hace bien quien se complace en contemplar la orgia de las patadas sin alter-arse, exteriorizándose: desde el espíritu hacia la cosa.
Pero cerremos la tangente y volvamos a lo nuestro. Aquel que derrota a un semejante (allende el clímax, auge o cresta tras el epifenómeno; a su vez producto de la victoria), retorna al poco rato al estadio anterior: la incertidumbre. Yace aquí una analogía con lo que en budismo se denomina el ciclo del samsara, o rueda de Ixión en Schopenhauer: sufro (lo cual se traduce como el verdadero significado del verbo desear), luego obtengo premio, para finalmente reinsertarme en el dialelo o círculo vicioso (demoniaco) del sufrimiento. Vuelta reptiliana a Darwin y a los más básicos instintos.
Si esto es así —concediendo generosamente en dar por sentado el carácter animista, por usar un eufemismo, del onfálico balón—, nos resta gozar de la charcutería onanística que significan los golazos. Buen ejercicio de dominio propio sería el de observar un envite tal, solamente como “el observador”. Proceso rayano al del estoico y el asceta, cabe la posibilidad de que agriete de tajo un estado ulterior en la conciencia.
Las congregaciones (hinchadas) en derredor a las contiendas futboleras ofrecen por lo menos un valor positivo —en sentido ontológico— detectable, amén de útil y efectivo: conciliarnos con nuestro origen, al restablecer un vínculo si bien inestable, con nuestra animalidad primigenia. Y por ende con la vida (siempre anterior a la existencia). ®