No deja de ser fascinante que el Sr. López actúe más como un gurú del wellness que como presidente. Lo importante es mostrar que se puede llevar una mejor vida si se comen garnachas, se habla de todo, se va en contra del capitalismo y en especial del neoliberalismo.
¿Era posible esperar que el Sr. López Obrador mostrara alguna cordura en las Naciones Unidas? Para ello debería haberla mostrado en algún momento desde que llegó a vivir a Palacio Nacional. ¿Cuándo ha mostrado algo que se acerque a la cordura desde diciembre 1 de 2018? ¿O antes de que pudiera desempeñar el papel de su vida?
Lo que hizo ante el Consejo de Seguridad, eso que aplauden sus fieles seguidores y que causó extrañeza en las delegaciones china y rusa, es otra muestra más de que es consistente, por ridícula que sea su consistencia. Es parte de lo que le ha permitido tener un público inamovible y que no duda en apoyarlo, haga lo que haga. Hay, empero, un costo. Esa relación lo limita, lo condena, a seguir actuando así, a ser como el chico en el bachillerato que no puede dejar de ser el payaso o el bully por miedo a que alguien lo desbanque. Cuando dijo que no fallaría no mintió. Sólo dejó de lado aquello en lo que no fallaría. De ahí que su espectáculo sea, tenga que ser, continuo.
Parecería que la ventaja de venderse como radical, de izquierda y antisistema es lo que le permite al Sr. López actuar de formas que no se le permitirían si se vendiera como conservador, de derecha y prosistema. Sin embargo, está el ejemplo de Boris Johnson y el de Nigel Farage, para quienes actuar en formas parecidas a las del Sr. López son aceptables. Lo mismo ocurrió con Donald J. Trump. El insistir en categorías que hace tiempo no tienen sentido, como izquierda y derecha, ayuda a entender por qué esa aparente contradicción no es tal, pero hay demasiada gente que no puede superar el trauma que su etiqueta favorita ya no represente los ideales en los que cree. Además, hay mucha gente en México que acepta la etiqueta de izquierda como válida para lo que propone el actual gobierno, si es posible llamarlo así. Lo aceptan porque ven al Sr. López como antisistema y lo aceptan porque uno de los logros de la educación pública ha sido asociar izquierda con virtud. ¿Cómo no sería exitoso alguien que apoya los ideales de Fidel Castro, quien no pudo hacer mal alguno por ser revolucionario y de izquierda? Todo sea con tal de acabar con el capitalismo y el neoliberalismo. Menos mal que una ideología cuente como educación formal.
Ante esto, el que el Sr. López sea honesto o deshonesto es irrelevante. Su público no cree que sea deshonesto. Con eso basta. Además, importa más el que vaya en contra de la cordura institucionalizada que se vivió hasta noviembre 31 de 2018. A final de cuentas, se puede alegar que esa cordura no pudo cumplir con las promesas de la democratización ni logró resolver todos los problemas que se dijo serían resueltos. Tal vez sea el caso que ese comportamiento contrario a la cordura sea una virtud porque va en contra de las formas de actuar en la política previa a que llegara el nuevo amanecer —como si cada amanecer no fuera nuevo—. Además, el actuar de esa manera hace que se parezca a quienes han buscado una revolución o, en su defecto, una transformación radical. Para cuando llegó a la presidencial el Sr. López había creado un aura de luchador social en el país de los burócratas aburridos y legalistas. De esa forma ha pasado a ser el san Jorge que busca matar al dragón de los intereses particularistas y la corrupción, sin que la oposición haya mostrado que ni son el dragón ni que pueden encontrar alguien como san Jorge. No importa que estamos peor ahora.
Que el Sr. López sea honesto o deshonesto es irrelevante. Su público no cree que sea deshonesto. Con eso basta. Además, importa más el que vaya en contra de la cordura institucionalizada que se vivió hasta noviembre 31 de 2018.
Lo que sus fieles seguidores no ven es lo plano que es el Sr. López. Es un personaje gris y sin gracia, algo así como el Sr. Roberto Gómez Bolaños, ese de los personajes de Televisa. No hay el menor encanto en lo que hace o expresa. Un personaje acartonado tiene más vida. Por más que intento, no encuentro ninguna característica que lo haga memorable, sea gracias a una anécdota o a un chiste que haya contado. Sus libros son tan aburridos como sus discursos, aunque con un poco menos de incoherencia. No hay el menor sentido de humanidad en lo que dice o hace. Aun así, es adorado por millones. ¿Qué dice eso acerca de quienes aceptan el producto que compraron? Tal vez por ello estén dispuestos a ignorar el costo de lo que se hace y de la imagen exterior que se forma sobre el país.
Aunque le guste verse como alguien único, quien reside en Palacio no es original en cuanto al espectáculo que ha creado, sin que por ello se niegue que sabe aprovechar el juego en el que se encuentra. Ese juego comenzó en otra época. Se puede alegar que empezó en Francia a finales del siglo XVIII, aunque tenga algunos antecedentes un siglo antes en Inglaterra. Como sea, el Terror durante la Revolución Francesa es uno de los momentos clave en ese juego, no por las ejecuciones públicas, un pasatiempo europeo, sino por la creación del espectáculo cívico y la importancia de las masas en ello.
Es exagerado referirse al Terror como un carnaval sangriento, sin que sea exagerado verlo como un carnaval. Tampoco es exagerado ver a la política a partir de esa época como un continuo y perpetuo carnaval que ya ha rebasado las fronteras de lo aceptable. El comportamiento de las masas ha creado expectativas en cuanto a cómo se debe comportar quien desee ser exitoso. Las masas quieren ser entretenidas, lo que ha resultado en que para este momento el juego se haya vuelto más complicado para los políticos. Vivimos en la época de la gratificación instantánea y de las múltiples alternativas para estar entretenido. Para colmo, las búsquedas en Google o los videos en YouTube, además de los grupos de apoyo en Facebook, han resultado en que toda persona sea experta en todo tema imaginable, en particular en lo referente a política y economía. Por lo mismo, es un reto considerable, un trabajo de tiempo completo, el mantener a las masas interesadas en la política, si es que existe la política en países como México. Las masas no quieren enterarse acerca de las profundidades de lo que se discute o acerca de las políticas públicas. Desean tener la oportunidad de discutir y que se les haga caso por medio de la mítica opinión pública. Quieren un espectáculo en que participan en las grandes decisiones, aunque su participación no pase de emitir un voto o de repetir lo que otros comentan sobre lo que hacen “sus” representantes. No es extraño que las elecciones sean lo que más interesa a las masas. Son sus carreras de caballos.
Lo que resulta extraño en cuanto a la política como carnaval, como espectáculo, es que, al mismo tiempo, se la pueda ver como algo en que es posible trascender el comportamiento de corto plazo por parte de quienes participan en ella. Hasta quienes rechazan la visión aristotélica de la política preferirían que se lograra trascender la mezquindad humana o la visión de embudo para que de esa manera cada persona pudiera desarrollar al máximo sus potencialidades. De ahí que hayan adquirido tanta relevancia las reglas del juego en los análisis económicos y políticos.
La política es el medio por el cual se busca resolver los problemas que nos afectan como comunidad, sin que por ello se asuma que todo debería ser ámbito de la política. (Tampoco se asume que todo debería ser ámbito del mercado.) Lamentablemente, no toda persona que entra a la política tiene lo que se requiere para cumplir con lo que se podría hacer. Existen las restricciones que los partidos políticos imponen a sus integrantes en cuanto a su actuar. Hay quienes ven a la política como un medio para salir de la pobreza o para imponer sus ideas. Hay oportunistas. Hay gente sin la menor visión o sin el menor entendimiento de problemas y posibles soluciones. Hay quienes creen que gobernar es sencillo y cuestión de atenerse a sus ideas, ideología o caprichos.
Tristemente, el Sr. López no es la causa de los problemas. Es la consecuencia y la parte visible de esos problemas, que incluyen a quienes lo siguen apoyando.
La frustración de algunas personas con el actuar de personajes como el Sr. López radica en que ha desaprovechado las oportunidades que se le han presentado para lograr un mejor país. Sin embargo, se debe considerar que se tuvieron oportunidades para que el país superara su pasado y estableciera un marco institucional que funcionara en los dieciocho años de la transición. No se hizo y ahora se viven las consecuencias de ello. Así que en pleno siglo XXI se sigue discutiendo lo que ocurrió en el siglo XVI y se retoman ideas de los setenta del siglo pasado como base para las políticas públicas, siendo que en el mundo se buscan ideas muy diferentes a lo que se plantea aquí. Para colmo, algo el indigenismo new age es lo de hoy. Tristemente, el Sr. López no es la causa de los problemas. Es la consecuencia y la parte visible de esos problemas, que incluyen a quienes lo siguen apoyando. Como sea, lo importante es que existe una idea, desarrollada o no, sobre lo que se podría lograr por medio de la política, algo que no se reduce a la política como espectáculo.
Esta visión de trascendencia, de poder ir más allá de nuestros peores rasgos cuando está de por medio el poder y las decisiones de vida o muerte, no es una visión idealista. Es una que no se puede separar de al menos un elemento normativo, que es algo diferente. Es fascinante que en los estudios empíricos sobre la política no deje de estar lejos el ideal democrático. Lo que se analiza no es meramente por saber cómo funciona algo, por ejemplo, sino por saber si ello contribuye o no a que el gobierno sea más responsable ante las demandas y las necesidades de la ciudadanía, si lo hace acorde a esos ideales y si la representación incluye el responder a lo que se demanda y el rechazarlo cuando así sea necesario. Se acepta que en la política hay corrupción y la búsqueda de beneficios personales. Se entiende que en parte es resultado de lo difícil que es encontrar acuerdos o puntos en común cuando se trata de incidir sobre los problemas que afectan a sociedades complejas y plurales. Incluso se busca ir más allá del espectáculo para que la política sea una forma de educación cívica que incluye votar, contactar a los representantes, asistir a reuniones de vecinos o town hall meetings, actuar como miembros de la sociedad civil para vigilar el actuar gubernamental y resolver problemas sin que tenga que intervenir el gobierno.
En esta visión de trascendencia se reconoce el aspecto de espectáculo y se le acepta, sin que ello se traduzca en aceptar que se deba reducir a ello. Se reconoce que las reglas del juego son importantes. Es cierto que éstas, las instituciones en lenguaje técnico, pueden contener y detener los peores comportamientos y abusos, haciendo que no sólo se valore el aquí y ahora. Sin embargo, se sabe que no hay garantía alguna que lo que ha funcionado hasta cierto momento vaya a seguir funcionando. No es sólo que se deba esperar que ocurra la decadencia de esas reglas, sino que existe la posibilidad de un oportunista que las aproveche para imponer su voluntad. Trump es un ejemplo de ello. Asimismo, esas instituciones pueden lograr que se vea más allá de los intereses particularistas o de grupo y por las nuevas generaciones. Sin embargo, tampoco hay nada que garantice que se logre eso. El que se logre una trascendencia en el ámbito de la política es uno de los ideales y uno de los mitos más importantes para la democracia.
Esas dos visiones, como espectáculo y como trascendencia, ayudan a entender los sentimientos encontrados que puede generar la política. Sería erróneo ignorar los dos lados de la misma moneda. A pesar que la política ha pasado a ser un espectáculo, en las democracias, o lo que pasa por ella, sigue vigente el ideal de la trascendencia. Ello ayuda a entender los conflictos en cuanto a los diferentes valores que se defienden y a la existencia de programas de análisis, sea o no el caso, en que se busca entender las consecuencias de los valores que se promueven desde el gobierno.
Hay que considerar la posibilidad de que la idea de la política como trascendencia no existe en el país, como es necesario considerar si la cultura democrática que se empezó a desarrollar era suficientemente extendida como para garantizar su permanencia.
No es de extrañar que exista esa doble visión, al menos si se considera el caso de Estados Unidos. Por una parte, existen ideales que se aprenden desde casa, ideales que están consagrados en la Declaración de Independencia y en la Constitución, al tiempo que existe una cultura política en que se valora participación, individualismo, trabajo en equipo y exigir los derechos. Ayuda el que existan instancias que los garantizan. Asimismo, existen expectativas claras sobre lo que se debe lograr en la política, en parte porque hay ejemplos de lo que se ha logrado en bien del país y a partir de esos ideales. Por otra parte, se acepta que la política puede ser algo digno, aunque no siempre se logre llegar a ello y se advierta sobre su carácter poco agradable (la metáfora del proceso legislativo como el de ver cómo se fabrican las salchichas es una referencia usual en el análisis de ese proceso). Lo importante es que sigan existiendo personas que alcancen esa dignidad, como fue el caso del senador republicano por Arizona, John McCain, ante Trump. Lo importante es, asimismo, que esos valores se inculcan y se pueden ver y conocer los documentos que dan coherencia a la política. Esto plantea una situación curiosa desde un punto de vista comparativo. ¿Hemos considerado si en México hay ideales claros, instituciones que garanticen derechos y una cultura política capaz de sentar las bases de una forma diferente de hacer política? Hay que considerar la posibilidad de que la idea de la política como trascendencia no existe en el país, como es necesario considerar si la cultura democrática que se empezó a desarrollar era suficientemente extendida como para garantizar su permanencia.
Es cierto que quienes se dedican a la política no actúan meramente con base en principios o en la moral. Podrán hablar de ello (“hacemos esto porque es lo mejor para el país”), siendo que en muchas ocasiones son un formalismo para ocultar lo que realmente se está haciendo (“lo hacemos porque vamos a obtener beneficios jugosos”). El primer objetivo para cada político es mantenerse en ese puesto o poder moverse a otro, no meramente el de realizar ideales, a menos que ello sirva para lograr el primer objetivo. A pesar de ello, hay ocasiones en que es posible, incluso necesario, ver más allá de la supervivencia. Esto plantea un reto para cada político. ¿Qué tanto se puede vivir a partir de luchar por alcanzar ideales si no es posible mantenerse en el puesto? En algo se deberá ceder, y a veces será mejor dejar de lado los ideales. Al mismo tiempo, el que la política sea un espectáculo puede ayudar a que se cumplan los ideales.
Estas condiciones crean una situación interesante cuando se analiza la política. Sería extraño aceptar el elemento de espectáculo y considerar que no pueda resultar en algo trascendente. Se puede alegar que la posibilidad de recurrir al espectáculo puede resultar en que se logre alcanzar ese plano superior en la política. Abraham Lincoln, uno de los presidentes más admirados en Estados Unidos, logró esa trascendencia, en cierta forma recurriendo al espectáculo. Franklin D. Roosevelt logró éxitos durante la Gran Depresión y durante la Segunda Guerra Mundial. Se puede considerar que el actual presidente de ese país tiene una gran oportunidad para usar el espectáculo para promover una legislación sobre infraestructura que podría cambiar a ese país significativamente durante los próximos diez años.
En América Latina las mentiras favoritas son cortesía de la izquierda, esa que se autodenomina progresista, la que lucha en forma heroica contra la derecha retrógrada, cuando no extrema (o contra imperialismo, paternalismo, fascismo, transfobia o todo eso que vive en su fantasía de acciones y para lograr un mundo mejor).
Las formalidades en la política pueden ayudar a que se logre esa trascendencia. También pueden ser una forma para pretender que se busca esa trascendencia. Las formalidades pueden ser el medio para engañar a quienes ven sin observar, que puede ser una buena parte de quienes están convencidos de estar informados sobre la política, empezando por los asiduos seguidores de la opinología. Esas formalidades van desde el uso particular del lenguaje, que permite ocultar el desprecio por el oponente; pasando por la toma de decisiones en grupo, lo que permite delegar responsabilidad si algo sale mal; hasta las características de los recintos en que ocurren las discusiones o en que se toman las decisiones. ¿No acaso son los lugares, como el Congreso, en que aparecen los nombres o las estatuas de los próceres y héroes de la patria? ¿No acaso en Palacio Nacional están los murales de la “gran lucha” del pueblo contra la tiranía, ésos que deberían recordar a quien sea presidente que es sencillo abusar del poder, querer eternizarse y lo que es el mal gobierno y sus consecuencias? ¿Cómo podría ocurrir algo indigno en esos recintos casi sagrados, ésos en que se decide lo mejor para la gente? ¿No es parte de lo que se le enseña a la población, en especial a la más joven, cuando se inculcan valores cívicos?
A veces se llega a la ridiculez gracias a esas formalidades, algo que incluye a las democracias. Se puede pretender que se logró o hizo más de lo que en realidad era posible lograr o hacer. Se puede recurrir a mentiras. Una usual en Estados Unidos es la de presentarse como el país que defiende a la democracia alrededor del mundo. En América Latina las mentiras favoritas son cortesía de la izquierda, esa que se autodenomina progresista, la que lucha en forma heroica contra la derecha retrógrada, cuando no extrema (o contra imperialismo, paternalismo, fascismo, transfobia o todo eso que vive en su fantasía de acciones y para lograr un mundo mejor). Se puede decir que se actúa con base en lo que desea el pueblo y en beneficio de éste. Se puede crear la fantasía de que se llega a la presidencia para ser el fiel representante del pueblo, rechazando la responsabilidad de decirle a ese mismo pueblo, si es que existe, que está equivocado, que lo que desea es un error o que cumplir con su voluntad resultará en peores problemas. Ése es el riesgo de la política como espectáculo cuando no se ata, por decirlo así, a la política como trascendencia, cuando existe un divorcio entre fe y razón. Este divorcio nos lleva de regreso a la cordura del Sr. López, cordura que sería tema irrelevante si siguiera bloqueando la avenida Reforma.
Es innegable que la política es de gran relevancia. Hay ocasiones en que quienes actúan en ese medio llegan a estar a la altura de los retos. De ahí que se llegue a hablar de estadistas, de ésos que no ha habido y no hay en el país. Sin embargo, hay mucho que es ridículo, cuando no grotesco y perverso, porque demasiado de lo que hacen quienes se dedican a la política ocurre con un ojo y un oído hacia el público, cuando no con los dos ojos y los dos oídos, antes que hacia la política como trascendencia. Esos políticos saben que requieren de una masa crítica que los apoye y les permita hacer lo que consideren mejor, siendo que el contexto en el que actúan dista de ser el que se encontraría en un país democrático. El reto es controlar a esa masa incondicional, por lo que requieren acceso a los puestos más importantes para poder imponer su voluntad, incluso perpetuarse en el poder. Saber leer lo que desea ese mítico pueblo es clave. Si ese pueblo no tiene cordura entonces lo mejor para quien viva de la política como espectáculo es actuar con base en lo que desea ese pueblo, tenga o no sentido hacer eso. Es una estrategia racional con consecuencias irracionales.
La pesadilla de una pantalla que los hiciera presentes en todo lugar debe ser su ideal. Lo irónico es que los detractores del Sr. López tal vez no consideran que no pasa un día sin que hablen de él. Tiene recursos que le permiten ser ese foco de atención, sin lugar a dudas, y sus decisiones están teniendo consecuencias que afectarán al país por varias generaciones y en formas que no son deseables.
De una u otra forma, quienes viven de la política como espectáculo necesitan que se hable de ellos mañana, tarde y noche. No pueden darse el lujo de desaparecer. La pesadilla de una pantalla que los hiciera presentes en todo lugar debe ser su ideal. Lo irónico es que los detractores del Sr. López tal vez no consideran que no pasa un día sin que hablen de él. Tiene recursos que le permiten ser ese foco de atención, sin lugar a dudas, y sus decisiones están teniendo consecuencias que afectarán al país por varias generaciones y en formas que no son deseables. Existen incentivos y razones para saber qué dice y hace. A pesar de ello, se le podría ignorar, pero si hay que estar informados acerca de lo que hace ¿por qué no se hace algo al respecto, más allá de comentar sobre sus acciones? Eso es lo más extraño en cuanto a que se le preste atención: se espera que alguien más haga algo al respecto, sea los partidos de oposición o personas en posiciones clave, al tiempo que se aclara que desde la trinchera se hace lo que se puede. ¿Por qué no se busca coordinar las acciones entre trincheras? Es cierto que existen problemas de acción colectiva, pero si es tan importante, y lo es, hacer algo contra el daño que se hace, no deja de ser interesante que la máxima acción sea prestar atención al espectáculo y comentarlo. ¿Es curioso que, en un país tan pacifista a pesar del himno, se recurra a metáforas militares que muestran el aislamiento en que se vive la política? No lo es. Hay varios elementos que hacen que México sea el lugar ideal para que no impere la cordura en política pues es un excelente espectáculo. Los indignados no dejan de ser un coro que comenta la acción, un coro que no se atreve a actuar, mientras los convencidos siguen otorgando legitimidad a la locura. ¿Será porque no hay una sociedad civil?
Desde el 1 de diciembre de 2018 ha quedado en claro que quien vive en Palacio Nacional está dispuesto a hacer lo que sea con tal de mostrar que es diferente y así ser la nota extraña de la primera plana. Sea por participar en rituales dignos de producción de Hollywood de tercera o por tener otros datos, lo mejor que ofrece quien ejerce el cargo de presidente es un espectáculo. No es sólo cuestión de hablar en forma muy personal o de mostrar un estilo muy personal de gobernar. Es cuestión de mostrar que es un personaje fuera de lo común, alguien que en nombre de la investidura presidencial es capaz de mostrarse como panadería ambulante. En realidad, no sé si es trágico o ridículo lo que ese individuo hace en nombre del país. Queda claro que es un populista pues cumple con la definición que ofrece Jan–Werner Müller: él, y sólo él, representa al pueblo. En su afán de representarlo es capaz de actuar como esos influencers de YouTube que hacen lo que sea con tal de mantener contentos a sus seguidores, quienes con gusto y pasión corresponden hasta con mariachis y porras cuando hace el ridículo allende las fronteras nacionales. ¿Qué hay de malo o de grave en aplaudir lo que ocurre en un programa de televisión tan divertido? Hasta se puede llegar a ser un científico porque así lo proclaman a los cuatro vientos sus defensores de importación.
No deja de ser fascinante que el Sr. López actúe más como un gurú del wellness que como presidente. Lo importante es mostrar que se puede llevar una mejor vida si se comen garnachas, se habla de todo, se va en contra del capitalismo, del imperialismo y en especial del neoliberalismo. Tal vez es lo que no entendemos: el señor busca que seamos mejores por vía del ejemplo que es él ya que él representa lo que desea quienes compran su espectáculo. Así que debemos comer garnachas para ser obesos —a final de cuentas nos cuidarán en los hospitales a los que tiene acceso la élite de Morena—; hablemos de todo, aunque no sepamos nada de lo que hablamos —aunque ya están las redes sociales, por lo que aprovechemos mejor esa oportunidad—, y hagamos lo imposible para que nuestros descendientes vivan en un mejor país, es decir, hagamos que migren a Estados Unidos en nombre de la Cuarta Transformación y así sus hijos nazcan en un país con futuro.
Hugo Chávez era un auténtico personaje de circo. Lo mismo se puede decir de su mentor, el tan amado Fidel Castro. ¿Alguien habrá notado algunos parecidos en sus gestos con las exageraciones ridículas de Il Duce? Biden no se queda atrás. Su estilo no es agresivo o patético, sino folksy. En cierta manera se acerca más al bumbling fool de Boris Johnson.
El problema de la política como espectáculo no es privativo de México, ni de esta época. Se puede ir tan lejos en tiempo y espacio como se desee para encontrar manifestaciones del mismo tipo. Hugo Chávez era un auténtico personaje de circo. Lo mismo se puede decir de su mentor, el tan amado Fidel Castro. ¿Alguien habrá notado algunos parecidos en sus gestos con las exageraciones ridículas de Il Duce? Biden no se queda atrás. Su estilo no es agresivo o patético, sino folksy. En cierta manera se acerca más al bumbling fool de Boris Johnson. Kim Jong–Un pierde peso y se considera que puede ser por solidaridad ante la situación que se vive en su país. Putin ya no gusta de mostrar su torso, pero sí de todo el ceremonial digno de un zar. Xi Jiping se adora y es la adoración del Partido Comunista Chino, que lo ascendió a digno heredero de Mao Zedong y de Deng Xiaoping. Daniel Ortega ya no es el revolucionario con anteojos de marca, sino el dictador con anteojos de marca. ¡Y todo en nombre de la Revolución Sandinista!
Todo esto es posible porque hay un divorcio entre la política como espectáculo y la política como trascendencia. Los peores excesos se pueden evitar cuando hay instituciones sólidas, aunque eso no es una garantía por sí mismo. Si no existe una ciudadanía capaz de apoyar a esas instituciones y exigir que se respeten no se podrá hacer mucho. La situación en México, por lo mismo, es especialmente complicada: no hay una unión entre espectáculo y trascendencia ni hay instituciones sólidas ni existe una ciudadanía con una cultura política que permita contener el espectáculo del Sr. López. Ya llegó al escenario mundial esa incapacidad de superar la política del espectáculo. ¿Sucederá algo? Sí, por desgracia para el país, pero nada más. ®