La hora azul

Una manta con una leyenda amenazante. Unos débiles destellos de luz dejan pasar un poco de claridad cada vez que el viento abre y cierra el follaje de los árboles. En el horizonte los tonos del cielo pasan del azul al naranja.

“Rayos de sol” (1933), de Gerardo Murillo, Dr. Atl.

La hora azul, un paisaje inocuo, mudo y solitario.

A un costado de la carretera que se extiende desde las afueras hasta la ciudad una Ford Lobo, color negra, de modelo reciente, con las portezuelas abiertas. Y, al lado de la camioneta, dos hombres en la treintena y un adolescente tardío.

Exhaustos, dirigen sus miradas hacia el único puente que hay kilómetros a la redonda.

—A ver, Indio, ¿qué dice ahí?
—Co–mien–so.
—¿Está bien escrita esa palabra?
—Niño, tú la escribiste. Respóndele al Diablo —dice el Indio.
—Pues, creo que sí, está bien escrita —responde el Niño.
—Indio, busca en Google, ve si se escribe con “s” o con “z” —le ordena el Diablo.

El Indio busca la palabra en su celular.

—Se escribe con “z”. Tiene razón el Diablo. Te equivocaste, Niño.
—¿Qué no terminaste la secundaria, pinche Niño? —le pregunta el Diablo.
—Sí, en el orfanato.
—Si serás pendejo, Niño. ¿Te imaginas qué van a decir nuestros enemigos? ¿Cómo nos van a respetar así? Si no sabemos ni escribir. Pero hay algo más…
—¿Qué?
—Mira bien. Lee todo lo que dice.

El Niño abre muy grandes los ojos, como dos ligas que se fueran a estirar, para ver más lejos.

—No encuentro nada.
—¿Y tú, Indio?
—No, pues tampoco.
—Estás igual de idiota. Está mal escrito el nombre del patrón. Se escribe “Xólotl”, de eso sí estoy seguro.
—¿Y ahora qué hacemos? ¿Lo dejamos así? No creo que haya pedo. ¿O sí?
—Pero ¿cómo no va a haber pedo, Indio? Si el jefe o el patrón lo ven en la tele nos lleva la chingada. Niño, tráete otra manta y la pintura. Vamos para ariba, otra vez.

Suben de nueva cuenta los peldaños del viejo puente. Arriba el viento es más frío. Se asoman hacia abajo. No es posible ver el asfalto de la carretera, sólo las líneas blancas que delínean los carriles alcanzan a distinguirse en la oscuridad. En la orilla unos débiles destellos de luz dejan pasar un poco de claridad cada vez que el viento abre y cierra el follaje de los árboles. En el horizonte los tonos del cielo pasan del azul al naranja.

—Qué belleza de cielo —dice el Diablo—. Si no fuera por los cielos que hay en México hace mucho que me habría ido al gabacho.

El Niño extiende la tela blanca de nylon sobre el suelo del viejo puente y vuelve a escribir sobre ella, con tinta roja, corrigiendo los errores de ortografía.

Una vez que termina, entre los tres tiran con todas sus fuerzas de una de las cuerdas. Pero no consiguen nada.

—Está demasiado pesado. No vamos a poder levantarlo —dice el Indio.

El Diablo corta la cuerda con su navaja y, enseguida, le hace una seña al Indio quien, en un tris, sujeta al Niño, pasándole un brazo alrededor del cuello y metiéndole una zancada detrás de las piernas, derribándolo e inmovilizándolo en el suelo.

Enseguida le atan los pies y las manos, por detrás de la espalda y le amarran la nueva manta al cuerpo.

—No sean culeros —les grita el Niño—. Cuando el Nahua se entere se va a encabronar. ¿No ven que él me sacó del orfanato? Me dijo que tenía futuro en este negocio. Hasta me prestó su fusca y me enseño a disparar. Me dijo que tú me ibas a proteger, Diablo, no que me ibas a matar. ¡No la chingues, Diablo!
—Ya cállate, pinche Niño. Esto no es personal. Lo importante es que esos cabrones vean el mensaje a tiempo. Además, ¿quién se equivocó? ¿Fui yo? ¿O fue el Indio? No, cabrón, fuiste tú…
—¿De verdad lo vamos a hacer, Diablo? —le pregunta el Indio.
—¿Qué otra nos queda? El mensaje tiene que estar claro al amanecer.
—¿Qué le vamos a decir al Nahua? Es verdad que él lo sacó del orfanato.
—Déjamelo a mí.
—Está bueno, pues. Ándale, Niño, cierra los ojos y piensa en algo bonito, para que no sientas tan culero al caer. Van a ser sólo dos o tres minutos de sufrimiento, en lo que te asfixias, y después te olvidas de tu miserable existencia —le dice el Indio.

Entre los dos hombres levantan al Niño por encima del pretil y lo acercan a la orilla.

El Diablo hace un nudo de ahorcado a la soga y lo ajusta en el cuello del Niño. El otro extremo de la cuerda lo ata a la baranda amarilla del puente.

—No mamen, no me avienten. ¡Por favor! Hago lo que me pidan, Diablo, lo que me pidan.

Están a punto de lanzarlo cuando, del otro lado del puente, una pequeña luz se aproxima lentamente por la carretera. Conforme la tienen más cerca parece más evidente que la luz proviene de una bicicleta vieja y destartalada.

—Ayúdame a desatar al Niño, Indio. ¡Rápido! —le ordena el Diablo—. Ya chingaste, Niño, corran, antes de que la bicicleta pase por debajo del puente. ¡Tráigan a ese hijo de puta!

El Niño y el Indio bajan a toda prisa los peldaños de las escaleras y, poco tiempo después, regresan con un anciano que lleva un sombrero blanco. El anciano camina frente a los dos. El miedo asomado en sus ojos.

—Hola, Abuelo, ¿qué hace tan temprano por aquí? —le pregunta el Diablo.
—Tengo una parcelita aquí cerca, con unas vaquitas. Iba a ordeñarlas para vender un poco de leche en mi pueblo.
—¿Dónde queda su pueblo, abuelo?
—A cinco kilómetros. Allá arriba, en el kilómetro cuarenta.
—A su edad, abuelo… trabajando desde el amanecer. Usted ya no está para estos trotes.
—Estoy viejo, pero qué se le va a hacer… Además, aunque tengo mis achaques normales de la edad, todavía gozo de buena salud. ­Pero, dígame, señor ¿para qué soy bueno? Porque me tengo que ir.
—Abuelo, usted ya se merece descansar.

* * *

Extenuados, el Diablo, el Indio y el Niño bajan del puente y se dirigen hacia la Ford Lobo.

Desde donde están miran otra vez hacia el puente. Debajo, un cadáver tirado sobre el asfalto, envuelto en la primera manta.

—Me recuerda a los niños héroes —dice el Diablo.

Y ordena al Niño que se vaya a traer la manta mal escrita que envuelve al cadáver y que la arroje a la batea de la Ford Lobo.

Suspendido a varios metros de altura uno de los cadáveres se ha girado. La melena negra, la cara hacia la losa de hormigón. El segundo individuo mira hacia la carretera. Todo su peso corporal sostenido en la soga que le comprime el cuello, a la altura de la nuca. El rostro amoratado, los ojos cerrados. El tercero es el anciano de la bicicleta. A diferencia de los otros dos y, tal vez por el efecto del viento sobre la manta, se balancea suavemente. Sorprende que su rostro parece estar muy sereno para alguien que acaba de ser ahorcado.

—Descanse en paz —dice el Indio. Y los tres se persignan.

El Niño corre a traer la manta que envuelve al cadáver que atravieza un carril de la carretera. Al regresar el Indio le pone el sombrero blanco del viejo en la cabeza y le dice:

—Te lo ganaste, Niño.
—Lee en voz alta el mensaje —ordena el Diablo al Niño.

El Niño mira hacia donde está el cadáver del anciano y lee en la nueva manta:

Gente de los Arzua y del Isidoro; policías y soldados:
Tienen 72 hrs para abandonar la plaza. El nuevo jefe de la plaza soy yo
y esto es solo el comienzo.
¡Esto y más por el Xólotl!
Atte: El “Nahua”. ®

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Publicado en: Narrativa

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