Con la Ilustración se anima la discusión sobre los sentimientos de los animales y su capacidad de aprender. Incluso se habla ya de derechos de los animales y de evitar toda crueldad contra ellos.
Con el Siglo de las Luces la apoteosis de la razón se une a una sensibilidad más acusada por los animales. Su universo, como ha señalado el historiador Pierre Serna, se descubre entonces con pasión. Ha llegado el momento de observarlos, de clasificarlos, de librar una batalla intelectual de gran calado en la que está en el juego el avance del pensamiento en un sentido laico.
Para que la filosofía se desembarace de los principios religiosos primero hay que demostrar que entre los hombres y los animales existe una relación de familiaridad y no de antagonismo.1 Si en la época del barroco Descartes había reducido a las bestias a la condición de simples máquinas, Voltaire les devolverá la dignidad perdida en sus Cartas filosóficas. Su razonamiento, seguramente para no crear polémicas innecesarias, se fundamenta hábilmente en la apelación al Creador: puesto que Dios no hace nada que sea inútil, los animales, a la vista de los órganos que poseen, deben tener sentimientos. De otra forma, esos órganos se habrían originado en vano. ¿Para qué necesita nervios un ser que no es capaz de experimentar emociones?
Por otra parte, en el Diccionario filósofico, el “patriarca” de Ferney recordaba a sus lectores que un canario o un perro, al contrario que cualquier ingenio mecánico, eran capaces de aprendizaje. El segundo, además, mostraba hacia su propietario toda una gama de emociones de gran intensidad, desde una lealtad siempre inquebrantable que le hacía ser, en este sentido, muy superior a los seres humanos:
Ese perro que ha perdido a su amo, que lo ha buscado por todos los caminos con ladridos lastimeros, que entra en la casa, agitado, inquieto, que baja, que sube, que va de habitación en habitación y que encuentra por fin, en su despacho, al dueño al que él ama, y que le testimonia su alegría con la dulzura de sus gruñidos, con saltos y caricias.2
Precisamente por eso, por la capacidad del mejor amigo del hombre para profesar un amor incondicional, Voltaire rechazaba de plano que alguien pudiera disecar viva a una criatura así fuera sólo para hacer una demostración anatómica. Semejante ejercicio le parecía una prueba de barbarie.
Los tiempos ya no estaban para continuar con la vieja idea de que solamente una persona podía ser sujeto de derechos. En la Enciclopedia, uno de sus directores, Denis Diderot, se opone al empleo del término “brutos” para designar a las criaturas supuestamente irracionales. No cree que sea acertado suponer que carecen de alma ni que son incapaces de pensar, porque, en ese caso, no habría diferencias entre ellos y cualquier artefacto. Si no rebajamos a ese nivel a una persona incapaz de ganar nuestro interés con su conversación, tampoco debemos someter a los organismos no humanos a un menosprecio idéntico.
Adolph Knigge se mueve dentro de esquemas parecidos cuando recuerda a sus lectores que deben ser justos con otros seres vivos. No han de caer en la tentación de atormentarlos de manera gratuita. Sólo los salvajes, los duros de corazón, se deleitan infligiendo este sufrimiento inútil y atroz.
Diderot resulta muy moderno para su época. Habla de los animales con verdadera simpatía y rompe con numerosos tópicos que contribuían a su minusvaloración. No acepta, por ejemplo, su incapacidad para el progreso. Responde a esta idea con una apelación a la experiencia práctica: determinadas criaturas reaccionan de distinta forma ante circunstancias diferentes. Si a un castor le proporcionas materiales diversos, no construirá su nueva madriguera de la misma forma que la anterior.
Es cierto que la entrada de la Enciclopedia también dice que las “bestias” no se relacionan con Dios de la misma forma que las persona. Si ése fuera el caso, derramar su sangre constituiría una atrocidad. Pero el lector tiene la duda de si Diderot es por completo sincero… Tal vez sólo pretende hacer concesiones a los prejuicios de la época para, de esta forma, hacer más digeribles sus ideas. Aunque justifica la inferioridad de los animales, Diderot afirma que la mayoría de ellos “se cuidan a sí mismos mejor que nosotros y rara vez abusan de sus pasiones”.3
Otro ilustrado, el alemán Adolph Knigge, se mueve dentro de esquemas parecidos cuando recuerda a sus lectores que deben ser justos con otros seres vivos. No han de caer en la tentación de atormentarlos de manera gratuita. Sólo los salvajes, los duros de corazón, se deleitan infligiendo este sufrimiento inútil y atroz. Unos les arrancan las patas a los escarabajos. Otros, los aristócratas, convierten la tortura a otros seres en un deporte: “Vemos a nobles ociosos que, para tener el honor de ser los más rápidos en huir del aburrimiento, revientan sus propios caballos”.
Para Knigge, el maltratar al indefenso constituía una ofensa contra Dios. Los animales, como los seres humanos, sienten el dolor. Además, el abuso contra los seres irracionales acaba por conducir a los abusos en perjuicio de los racionales. Nuestro autor precisa que no dice nada de esto por sensiblería. No es un radical ni está en contra de prácticas como la caza. Si no pudiéramos comer carne tendríamos que alimentarnos únicamente a base del reino vegetal. No se trata de ir tan lejos sino sólo de erradicar la crueldad por la crueldad.
Si bien no hay que torturar a los animales, tampoco es cuestión de caer en el exceso contrario y tratarlos mejor que a las personas: “Conozco a damas que abrazan con más cariño a su gato que su marido”.4 Lo que Knigge reclama, en resumen, es que no se utilice la crueldad contra unas criaturas que no pueden defenderse. Eso implica, también, rechazar su cautiverio. Avisa por ello de cuál será su reacción si alguien le regala un pájaro. En esa circunstancia, el único placer que experimentará entonces será el de abrir la jaula y dejar que la pobre criatura extienda las alas.
Predicar que los animales carecen de inteligencia y sentimientos nada más porque no hablan con los humanos no sólo le parece un error intelectual sino un crimen. La equiparación de las “bestias” con simples máquinas únicamente conduce a inhibir en los seres humanos cualquier sentimiento de compasión por sus desgracias.
Pero si hay un animalista verdaderamente radical en el siglo XVIII, ése es Jean Meslier, un humilde párroco rural que, en realidad, no creía en Dios y profesaba un anticlericalismo militante. La bondad atribuida al supuesto ser supremo se contradecía, a su juicio, con infinidad de datos procedentes de la experiencia. Una divinidad que representara valores positivos no permitiría los sacrificios de animales que se realizaban en diversas religiones. Ni siquiera autorizaría que nadie hiciera el más mínimo mal a las criaturas más humildes, como las moscas o las arañas, a las que los humanos aplastan a menudo.
Meslier critica las ideas religiosas, pero tampoco está de acuerdo con los filósofos racionalistas a los que denomina “cartesianos”. Predicar que los animales carecen de inteligencia y sentimientos nada más porque no hablan con los humanos no sólo le parece un error intelectual sino un crimen. La equiparación de las “bestias” con simples máquinas únicamente conduce a inhibir en los seres humanos cualquier sentimiento de compasión por sus desgracias. Peor aún: fomenta la violencia activa contra seres desvalidos. Un humilde campesino, pese a carecer de formación filosófica, no caería en la grosera equivocación de suponer que los caballos o las vacas que le rodean son incapaces de sentir placer o experimentar dolor.
Un animal sería tan receptivo al bien y al mal como pueda serlo una persona. Fiel compañero de nuestra vida, tenemos la obligación de tratarlo con la corrección que merece. Para Meslier, éste es un imperativo moral inexcusable. Todo lo que sea abandonar este camino por la crueldad le subleva y le hace reaccionar en términos muy emocionales. En cierta ocasión, incluso expresa su odio contra las carnicerías y los carniceros. Las naciones que permiten este tipo de comportamientos sólo le producen un rechazo visceral.5 ®
Notas
1 Pierre Serna, Como animales. Historia política de los animales durante la Revolución francesa (1750–1840). Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2019, pp. 10–11.
2 Voltaire, Cartas filosóficas/Diccionario filosófico/Memorias. Madrid: Gredos, 2010, p. 200.
3 Gonzalo Torné (Comp.), Breve Antología de las entradas más significativas del magno proyecto de la Enciclopedia que dirigieron Diderot y D’Alembert y que fue uno de los hitos de la Ilustración. Barcelona: Debate, 2017, pp. 119–120.
4 Adolph Knigge, De cómo tratar con las personas. Barcelona: Arpa, 2020, p. 255.
5 Jean Meslier, Memòries d’un capellà que no creía en Déu. Barcelona: Viena Edicions, 2015, pp. 56–62.