Sí, me contradigo. Porque sí, a veces me desbordo y a veces me encierro. Pero aquí sigo, latiendo en todas esas voces a la vez. Conteniendo multitudes. Aprendiendo a vivir en la contradicción. Sí, soy exceso y también fuga.

Empezó como una incomodidad vaga, algo que bauticé rápidamente como insatisfacción crónica. Un vacío que parecía no agotarse nunca, que se pegaba a los días como humedad. Pero no era eso. Era otra cosa. Algo más grande, más desordenado, que todavía no sabía cómo nombrar.
No se trata sólo de la imposibilidad de hacerse cargo de las demandas ajenas. Es algo más difícil: hacerse cargo del propio deseo. Saber empezar y terminar. No solamente arrancar y escapar. Dejar de jugar. Dejar de ser como los gatos. Que tiran las cosas al piso para ver qué pasa. Y entonces cuando se rompen ya no saben qué hacer.
Renunciar a esa costumbre de dejar todas las puertas ajenas abiertas, por si acaso. Quedarse hasta el final. No desaparecer. Atender, sostener, habitar el deseo: de estar, de hacer, de decir algo. Todo. Saber qué hacer con lo que se quiere. Dejar de hacer esas pausas largas, incómodas, como si el silencio pudiera evitar el derrumbe. La verdadera imposibilidad es quedarse. En casa. En las decisiones. En los vínculos. Sostener las ganas de estar, de hacer, de decir, sin dinamitarlo todo antes de tiempo.
La contradicción no es un accidente: es la raíz de todo. La lucha entre querer y querer lo opuesto. Entre sostener algo y, al mismo tiempo, desear destruirlo.
Me sorprende —y me agota— querer tanto y tan distinto. Es como sostener un vidrio enorme sobre la cabeza: pesado, cortante, frágil. Una tensión constante, incluso cuando parece calma. Cada deseo es un filo; cada uno empuja desde su esquina, queriendo ganar la batalla. La contradicción no es un accidente: es la raíz de todo. La lucha entre querer y querer lo opuesto. Entre sostener algo y, al mismo tiempo, desear destruirlo.
Hay un cansancio que no es del cuerpo, sino del ansia misma. Lo que agota no es el esfuerzo físico, sino ese zumbido interno que no se apaga: la certeza de que algo falta, siempre. Nada es suficiente. Siempre hay una grieta invisible por donde se escapa lo que parecía seguro.
Desear es hermoso. Pero a veces incomoda. Vivir con las manos abiertas es aceptar que, junto con lo bueno, se cuela todo lo que habrías querido mantener a raya.
Cuando paro —cuando por fin paro— descubro que la paz no está ahí. Las cosas se mueven igual, incluso más. El silencio agita su propia tormenta. Lo incómodo no desaparece; se hace más nítido. Desear es hermoso. Pero a veces incomoda. Vivir con las manos abiertas es aceptar que, junto con lo bueno, se cuela todo lo que habrías querido mantener a raya. La plenitud como concepto trampa: ofrece algo y, en el mismo gesto, lo pone en duda. Obliga a mirarte de cerca, sin disfraces.
La plenitud no está en lo que permanece intacto, sino en lo que se recompone después de romperse. Lo que amo no está libre de dolor; está hecho de él. El dolor también abre camino. Crecer es quedarse en lo incómodo.
Al final, sostengo esa herida sin cubrirla. La miro de frente. Porque sí, me contradigo. Porque sí, a veces me desbordo y a veces me encierro. Pero aquí sigo, latiendo en todas esas voces a la vez. Conteniendo multitudes. Aprendiendo a vivir en la contradicción. Sí, soy exceso y también fuga. Pero aquí sigo: siendo todas y ninguna, multiplicándome y borrándome a la vez. Conteniendo multitudes. Lo único constante es el cambio. ®