Durante un año las postulantes participan de las actividades del noviciado con otras jóvenes, aunque también hay hombres. Tienen suficiente tiempo para la oración personal y comunitaria y para la dirección espiritual. Algunos de ellos, y de ellas, son exadictos.
Los hermanos y hermanas que hacemos la comida formamos parte del postulantado, una etapa inicial de la vida consagrada, un tipo de célula de formación. Después de esta etapa, luego de un año, seremos novicios, novicias, y entonces la cosa se pondrá más difícil, dicen. Porque en esta etapa nos forman —o nos deforman— según nos ven, pero en la siguiente nos pasarán por el crisol. Hoy se nos va el día en las labores domésticas, en estudiar, cantar y rezar también. Nos forman para la vida de oración, pero más precisamente para una vida en comunidad; el estudio de las Santas Escrituras y la vida de los Santos y Santas va más como de relleno; porque para ser castos, obedientes y pobres, dicen, no se necesita más que la pura práctica. El postulantado no es muy diferente al aspirantado, donde la vida aún era un poco nuestra, aquí la vida ya no es de nosotros, es del Señor.
La hermana Rayito nos da las clases de formación y se encarga también de llevar registro factible de nuestros méritos. Porque, claro, pareciera que una vida en Dios no tendría que ver con la meritocracia, pero lo tiene. Tiene que ver con un derecho a adquirir, a recibir reconocimiento por hacer de uno mismo un buen servidor. Aquí se construye un valor, una importancia.
Rayito entrega este reporte a Refugio, nuestra formadora oficial, todas las tardes después de nuestra oración personal, que es un tiempo de treinta minutos en el que pedimos a Dios por nuestros hermanos y hermanas de otras etapas de formación, y entonamos para nosotros y para ellos uno que otro canto de adoración; luego de ese tiempo obligado leemos parte de los estatutos de la comunidad y fragmentos revisados del Catecismo de la Iglesia Católica. En eso consiste nuestra educación primaria, en destruir viejas creencias y aprender unas nuevas, o bien, reforzarlas. En otras palabras, y de otra manera, no podríamos proponernos como candidatos viables a la fidelidad y el compromiso recorriendo otro camino ni leyendo otros libros, qué va. En la biblioteca a la que tenemos acceso no se encuentra nada de Xavier Velasco ni de James Joyce, nada de D. H. Lawrence, de Clarice Lispector o de Nabokov, de Virginia Woolf ni se hable, mucho menos, de Simone de Beauvoir. Rayito no los conoce pero sabe que son libros prohibidos. Si acaso está Og Mandino, que no es precisamente un autor religioso.
En la biblioteca a la que tenemos acceso no se encuentra nada de Xavier Velasco ni de James Joyce, nada de D. H. Lawrence, de Clarice Lispector o de Nabokov, de Virginia Woolf ni se hable, mucho menos, de Simone de Beauvoir.
El postulantado lo conformamos Chuy, un drogadicto en recuperación; Fer, un amigo suyo que fue alcohólico; Rosa, una norteña de La Paz, adicta a las pastillas para dormir; Casados, hija de un petrolero de Cadereyta que no tiene pedos, y yo. Abreviemos mi nombre a un apodo: Soya. Me llaman Soya porque según Refugio justifico mis disparates diciendo que así soy. Soy así, le digo, y con su perdón.
Ayer fue viernes de Cuaresma. Los viernes de Cuaresma, en punto de la una y media, los que nos dedicamos a los alimentos llamamos a todos a comer. Por lo regular comemos a las dos de la tarde. Los viernes de Cuaresma ayunamos, y no nos es posible esperar tanto. Esta vez preparamos arroz y verduras al gratín, agua fresca sin azúcar y tostadas deshidratadas. A la una y media llegaron los hermanos y las hermanas que salieron a vender calcetines, los profesos y las profesas, hermanos de la etapa que le sigue al noviciado, una antes de la perpetuidad. Llegaron sedientos, porque sedientos es como nos levantamos los viernes de Cuaresma, y es como pasamos de la mañana al mediodía. No bebemos ni un vaso con agua. Después de comer le pedí a Claudia el CD player comunitario para lavar los trastes, y me hice el favor de repetir la Lacrimosa de Mozart una decena de veces. A él y a Beethoven sí me los deja oír, dice que me ayuda a hacer oído y me prepara para las prácticas del coro. Así es para mí más sencillo desengrasar las sartenes, porque ayer en particular el par de charolas que usamos para la capirotada estaban irreconocibles.
Apresurados por romper el ayuno, los hermanos que llegaron de la calle corrieron todos a saludar al Señor. Porque es lo que hacemos una vez que pisamos la casa. La capilla está al fondo del comedor, un pasillo que construyó el hermano Martín arriba de la biblioteca. A un espacio de tres por tres lo privan un par de cortinas y lo separan perfectamente de nosotros; a mí en lo personal me parecen redundantes. Pienso que está, según él, muy seguro allí, al lado del comedor, es absurdo; mira que privarnos estos días de la fiesta que es la comida, él, que es una hostia. A ti sí que te podemos comer, le recé, y de repente en el resto de los alimentos estás inaccesible.
Siempre pasa que los hermanos se tropiezan con otro por no recorrer las cortinas al salir y terminan rozando con la yema de sus dedos la alfombra que los eleva del piso, y al caer de rodillas éstas truenan. Una vez, habiendo saludado a Jesucristo, en el sagrario, se persignaron y dejaron la capilla. Reunidos todos alrededor de la mesa esperamos a que alguno tomara la palabra. Es lo que hacemos, y quien lo hace reza por todos nosotros. Dependiendo de lo que él o ella piden a Dios es como vamos todos o no de acuerdo. A mí no me gusta que recen por mí. No me gusta como rezan los demás.
La semana pasada llegó un nuevo cura a la parroquia de la comunidad a la que pertenecemos. Nuestra hermana superior lo invitó ayer a comer, justo cuando no hay nada bueno qué comer. Nada más oportuno. Siempre que llega un nuevo sacerdote a la comunidad es sobremesa segura…
El comedor es una mesa jardinera de siete metros de largo donde cabemos todos. Algunos suelen escoger el mismo lugar de siempre para sentarse aunque a veces la hermana superiora les asigne uno, todo depende de lo poco o mucho que hablamos entre nosotros. Yo a propósito le varío. Con tal de no recibir órdenes, me le adelanto. Los viernes de Cuaresma por obvias razones no hablamos mucho.
La semana pasada llegó un nuevo cura a la parroquia de la comunidad a la que pertenecemos. Nuestra hermana superior lo invitó ayer a comer, justo cuando no hay nada bueno qué comer. Nada más oportuno. Siempre que llega un nuevo sacerdote a la comunidad es sobremesa segura, y el tiempo que permanecemos sentados todos alrededor de la mesa después de comer es largo, como si lo que quisiéramos fuera eso, quedarnos a la mesa en día de ayuno. ¿Qué de emoción hay en quedarse más tiempo a la mesa un viernes de Cuaresma? No hay nada de qué platicar, no hay convivencia comunitaria, no hay capirotada, no hay nada. Lo que nunca es suficiente es la atención que piden los padres, no se habla de otra cosa que no sea de su experiencia de vida. Es lo que hacen ellos: hablar de sí mismos y evitar a toda costa los temas polémicos del momento. Y es lo que hacemos nosotros, seguirles la pauta. Ayer, por ejemplo, no se habló de la salud del papa ni de la guerra en Irak, tampoco se tocó el tema de los cubanos que huyeron de la isla en un transbordador, mucho menos del Pulitzer que le dieron a The Boston Globe por los escándalos sexuales de la Iglesia. Si acaso el padre soltó un irrelevante bravo a El pianista, una película que ganó un Oscar en los recientes premios de la Academia. Aunque la vimos el pasado domingo, tuvimos que reservarnos nuestros comentarios. No sabíamos si podíamos compartir nuestras alegrías con el nuevo cura. Estoy de acuerdo, es una película fascinante, pero no son temas que a mí me interese entablar con un sacerdote. Ah, también hizo un comentario insignificante de cómo fue insólito el temblor que hubo en Colima. Por mi parte, siempre quisiera hablar de The Boston Globe, y también de El Padre Amaro.
Se llama Elías, es de Torreón. Lo transfirieron de San Pedro, Coahuila, a nuestra ciudad, Monterrey. No nos dijo por qué. Nuestro párroco, el padre Guillermo, lo recibió bien; según nos contó, celebrará las misas de las siete para nosotros. ¿También confesará?, le preguntó la hermana superiora. Asintió con la cabeza. ¿Aquí en nuestra casa puede confesarnos?, retomó la hermana. Asintió de nuevo. Ni siquiera se había pasado el segundo bocado el padre cuando Rosa le colocó a la derecha de su plato una porción de capirotada. Claro, porque él representa a Dios en la tierra, y a Dios todo. Para mi sorpresa, el padre lo rechazó. Si ustedes no comen postre, yo tampoco, dijo, y lo hizo a un lado. Fue entonces cuando la hermana le dio indicaciones a Rosa de pasar la charola para que nos sirviéramos todos. Insólito.
¿Por qué no usan hábito?, preguntó, y repasó con su vista nuestra vestimenta: ropa casual, pantalones de mezclilla y camisetas, algunas llevamos paliacates para contener el cabello; los que venden calcetines usan viseras; las de la oficina, traje sastre, y así. El hábito no hace al monje, respondió Tere.
Cada año, la parroquia a la que pertenece nuestra comunidad cambia de vicario. Algo nos comentó él, que deseaba quedarse, que los movimientos no eran lo suyo, que hablaría de su contrato con el padre Memo y que haría lo posible por permanecer. Todo depende de qué tan productivo sea, dijo, y de qué tanta comunidad haga. En San Pedro, dijo, levanté algunas obras y fundé un movimiento juvenil, no había. En lo que se fija un párroco es obviamente en el crecimiento de su comunidad, y en la fidelidad de los feligreses. Elías tiene finta de hacerla en grande. Tendrá unos treinta años, más o menos, a mi parecer muy joven para haberse ordenado ya. Al parecer Rosa piensa lo mismo puesto que no se le desruborizaron los cachetes desde que llegó. ¿Cuántas son?, nos preguntó. Le contestamos al unísono que también había hombres y que éramos treinta y dos en total. No los huelo, dijo, y volteamos a verlo todos. ¿No los huelo?, pensé, guácala. No son una comunidad tradicional, nos dijo. No, padre, le contestó Tere, una de las hermanas fundadoras, tiene cuarenta y un años, es morena, de cabello negro, largo. ¿Por qué no usan hábito?, preguntó, y repasó con su vista nuestra vestimenta: ropa casual, pantalones de mezclilla y camisetas, algunas llevamos paliacates para contener el cabello; los que venden calcetines usan viseras; las de la oficina, traje sastre, y así. El hábito no hace al monje, respondió Tere. ¿Entonces son o no son monjes?, cuestionó el padre. Votamos por lo mismo, dijo Tere. Nos vestimos así porque necesitamos generar confianza entre nuestros hermanos en rehabilitación. ¿Ése es su apostolado?, preguntó el padre. Sí, tenemos un centro de rehabilitación, rehabilitamos a alcohólicos y a drogadictos, y a sus familias. Rosa secaba los trastes cuando se asomó para ver la cara que hacía el padre, porque siempre lo hacen, siempre hacen la misma pregunta: ¿Hacen los mismos votos que quiénes? Que los religiosos y las religiosas, padre. Y a eso le sigue: ¿Y están afiliados a la Iglesia?, cerró.
Les preocupa lo mismo: nuestra credibilidad. Y cómo no dudar de nosotros. Para empezar, nuestras edades. Varían entre los dieciocho y los cuarenta y dos. Somos hombres y mujeres, vivimos bajo el mismo techo, y algunos de nosotros somos adictos en recuperación. ¡Inconcebible! Los hermanos y hermanas fundadoras son los mayores. Los demás somos unos escuincles enajenados. ¿O cómo nos podemos llamar?
Las reacciones secundarias que nos provoca la abstinencia cuaresmal son ineludibles. Nuestro talón de Aquiles se expone como herida abierta; por ejemplo, la cara de Amalia. Amalia con hambre es una cosa descomunal, es horrorosa, no hay que hablarle a Amalia, no hay que saludarla, no hay que servirle de comer los viernes de Cuaresma a Amalia porque, de por sí sin hambre es una chica altisonante, con hambre es el ogro. En Cuaresma, si uno puede tener un momento a solas, lo tiene, y mejor que nadie se entere por lo que está luchando. Si uno puede ser arrogante, lo es, porque no siempre se puede estar solo y no siempre se puede ser arrogante. Es a lo más que podemos aspirar los que llevamos tiempo aquí, nos preparamos todo el año para estos cuarenta días, somos inmodestos, groseros con nosotros mismos, aunque luego nos reconciliemos en el nombre de María.
Este tiempo puede llegar a ser ridículamente triste, uno está en el mundo sin estar, va a la fiesta sin vestido, no baila y no goza. En Cuaresma podemos darnos el lujo de no sonreírle a la vida si no queremos, al punto de normalizar las caras largas. ¿Y por qué ayunan?, nos preguntó el padre ya que le habíamos dicho que no habíamos probado bocado desde la mañana, y que el único plato que se nos permitía servirnos era el que veía en nuestra mesa. ¿Por qué ayunan si es lo que la Iglesia hace?, prosiguió, ¿qué no van ustedes en contra de lo que dicta la Iglesia? Lo que deben de hacer no es privarse, dijo, sino moderarse. A mí, que la disidencia me parece lo más razonable, aproveché su comentario para discutir. Ya que lo menciona, padre, le dije, yo creo que todo esto de la Cuaresma es un fraude. Soya, me llamó la hermana superiora, pero no la atendí. Moderarse ya es una cuestión más psicológica que moral, ¿no cree, padre? No escuché más el bullicio de mis hermanos ni sus mordiscos desesperados. No tanto, dijo el cura, porque, a ver, ¿cuál es el beneficio, quién consigue qué, a quién y cómo se le engaña? Bueno, dije, al cuerpo se le engaña. La Iglesia se las apaña para beneficiarse. Imagine usted, son cuarenta días, más siete de Semana Santa, más ocho de Pascua. ¿Por qué no dura eso la Navidad? A la Iglesia no le interesa que a la gente se le vea alegre, llena de esperanza, ¿o sí? A la Iglesia lo que le interesa es que la gente sea indecisa, que no consiga ser consecuente. La indecisión es una debilidad, dicen los filósofos del Karate, la Iglesia vive de la debilidad de la gente, de su indecisión. En el relato de Jesús en el desierto que cada año conmemora la Iglesia; un hombre es tentado a enfrentar los deseos de la carne ¡a solas! Ni siquiera se le permite compartir sus penas. Vea usted a Rosa, le digo, ¿sabe lo que experimenta al servirle?, le digo, ¡excitación! Decía el Dr. Marston que una persona es más feliz cuando es sumisa ante una autoridad amorosa. ¿Siempre y cuando la autoridad sea un hombre? Lo que es verdad es que no nos es permitido abochornarnos en público, o lo que es peor, si lo hacemos, la consecuencia será una charla privada con alguna de nuestras superioras para luego terminar en confesión con usted. En unos días tendremos una confesión grupal, y Rosa hablará de lo que siente en este momento, le confesará a usted lo que es capaz de sentir y, bueno, qué halago, ¿no?
A la Iglesia no le interesa que a la gente se le vea alegre, llena de esperanza, ¿o sí? A la Iglesia lo que le interesa es que la gente sea indecisa, que no consiga ser consecuente. La indecisión es una debilidad, dicen los filósofos del Karate, la Iglesia vive de la debilidad de la gente, de su indecisión.
La hermana superior callaba sin parpadear hasta que por fin se paró de la mesa y me tomó del hombro. Me levanté de un salto en señal de obediencia sin quitarle los ojos de encima al padre. Soya, me dijo en la cocina, recoja los platos y comience a fregarlos. Porque entre nosotros nos hablamos de usted, como si no fuera suficiente el sometimiento. Hermana, la llamó el padre, no los prive de expresar su opinión, los fieles que permanecen en el redil aún viendo las heridas del Cuerpo de Cristo son los más valiosos. Se levantó de la mesa y dejó la servilleta a un lado del plato, se despidió de las hermanas superioras y se fue.
Más tarde el padre pasó a la casa a confesarnos. Fernando le abrió. Padre, le dijo, sí vino. Vine, le respondió. ¿Puede empezar conmigo?, le dijo Fer, y señaló el sillón para que el cura se sentara. Dice la hermana superiora que aquí puede confesar. Yo aún no terminaba de secar los trastes, por lo que lo vi cruzar el comedor al llegar. Fer lo dejó un momento a solas en lo que iba a su cuarto por la libreta de confesión. Todos tenemos una. Padre, le dije, secaba una sartén. ¿Soya? Me dicen así por ególatra. ¿Y cómo te llamas?, dijo. No importa eso, le dije, ¿o sí? No somos como ustedes, no nos dejan tener nombre ni propiedades ni cuenta personal en el banco. Lo mío no es mío, ni mi nombre es mío. ¿Quieres seguir después de Fernando?, me preguntó, dando más bien por hecho que así sería. Por mí es que estás aquí, lo tuteé, y pues, al mal paso darle prisa. La hermana tiene que tranquilizar su conciencia.
Fer regresó enseguida y se sentaron en el sillón largo. Un cuadro de la última cena posa en la pared detrás del sillón. Qué extraña pintura, le dijo a Fernando, ¿de quién es? La mesa en donde cenaban los apóstoles con Jesús era redonda, había un lugar sin ocupar. No sé, padre, le dijo, sólo sé que ese lugar es suyo, allí donde no hay nadie sentado, allí va usted. El padre Elías sonrió. Yo dejé lo que estaba haciendo para que se quedaran solos.
Lo más cercano al hábito que tenemos es un cíngulo ceñido a la cintura, por dentro de la ropa, al ras de la piel. Con tres nudos que representan la castidad, la pobreza y la obediencia. No podemos retirarlo al bañarnos, así que una marca delineada y húmeda se queda a la vista en la ropa hasta que el cordón se seca.
Nunca tuve el empacho de guardarme en el baño para quitarme la ropa, me cambio frente a mi armario. Refugio dormía la siesta en la última cama de las diez que se enfilaban en el cuarto. De haber estado despierta me hubiera mandado al cambiador común. La mía es la de enmedio. Me acosté en calzones sin taparme. A las hermanas les avergüenza de mí lo que les avergüenza de ellas y no pueden evitar verme con disgusto. Dejo que me vean los vellos púbicos, mis piernas sin rasurar, la celulitis.
Me acosté en calzones sin taparme. A las hermanas les avergüenza de mí lo que les avergüenza de ellas y no pueden evitar verme con disgusto. Dejo que me vean los vellos púbicos, mis piernas sin rasurar, la celulitis.
Cerré los ojos sin preocupación y crucé por detrás de la nuca los brazos, pensando en lo que le diría al cura cuando bajara. Soya, escuché a lo lejos, ¡Soya! Abrí los ojos. Ponte ropa, mujer, me dijo Refugio en tono condescendiente. Se había despertado. Para qué, le digo, sin abrir los ojos, sin moverme, Dios todo lo ve, ¿no?, así de imperfecta me hizo, a él no parece molestarle. Claro que lo ve, dice, nosotros somos sus ojos, y me avienta una frazada. ¿Bajarás con el padre?, me preguntó. ¿Tengo de otra?, le contesté. Se trata de tu absolución, Soya, dice Refugio. Hago media abdominal para lanzarle una mirada cómplice. ¿Mi absolución?, le digo. ¿Es en serio? Soya, necesitamos la aceptación de la Iglesia. ¿Tú crees que así nos la van a dar? Me levanto de un brinco y me visto. Es una estupidez, Refugio, que busquemos la aprobación de un grupo de hombres que no entienden nuestro estilo de vida ni nuestro apostolado. No les interesa. ¿Viste la cara que puso cuando le dijimos que también había hombres? ¡Morbo! Somos una comunidad mixta, algo insólito en el mundo eclesial.
Bajé a la sala una vez que Fernando hubo terminado. Llevé conmigo no sólo la libreta de confesión sino también mi diario personal. Elías, dije, y me senté junto a él, a un metro de distancia, no menos, como tengo indicado. No me recriminó el abuso de confianza, al contrario, tomó a bien que le hablara de tú. Soya, dijo, y puso su mano derecha en mi frente, sin tocarme. Ave María Purísima, dijo. Sin pecado concebida, contesté. ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?, preguntó. Le dije que sabía que para él era importante saberlo, pero que de cualquier manera mañana nos confesaríamos otra vez, en grupo. ¿En grupo?, dijo. Sí, dije, en grupo. Como le dije en la comida. A mí la verdad me parece más un show privado, dije, la hacemos mucho de emoción. Todos traen buenas intenciones de abrirse, pero a la mera hora somos dos o tres los que sacamos “los trapos sucios” nada más. ¿Y cuáles son esos “trapos sucios”, Soya? Tus trapos sucios. Pues, digamos que siempre tropiezo con la misma piedra, padre, cada mes, en mi periodo de ovulación sobre todo, sube mi libido y… Te masturbas, me interrumpió. Sí, le dije. ¿Y eso les cuentas a todos? Pues de eso se trata la confesión grupal, ¿no, Elías? Pero como te digo, me parece más bien una sesión morbosa. Ya propuse dejar de hacerlas. Digo, si la idea es que crezca la confianza entre nosotros, no creo que se esté logrando. Yo no tengo reparo en hablar, yo así soy, no necesito la confianza de los demás para hacerlo. Pero a ellos, a ellas, no les basta. A ellas menos que a ellos, por obvias razones. Es lo que no entiendo de esta vida en comunidad: el pudor, el hacer de cuenta que no pasan estas cosas, que es mejor no exponer “estos” pecados. ¿Por qué, padre? ¿Quizá porque otros pecados son los que nos hacen más santos y no éstos?
Se atacó de risa. De pronto encontré en él un alivio que no me había dado ningún otro en ese lugar. Porque los curas, se supone, son nuestros aliados en este campo de batalla, son nuestro alivio, descargamos en ellos nuestros fallos. Los necesitamos para creer un poco más que Dios existe.
Ahora sí notaba la edad en su sonrisa. Treinta años. Yo tengo veintitrés. ¿Tú por qué te hiciste sacerdote?, le pregunté. Uy, dijo, yo no me hice, mi mamá me hizo. Ella me obligó. No tuvo reparo en decirlo, no le dio vergüenza ni lo dijo como quien dice que le pegó su mamá. Tenía quince años, continuó, cuando me metió al seminario, en Torreón. Sus palabras no eran de disgusto, insisto. No se conmiseraba por la circunstancia, más bien se le veía adaptado. Me contó que era el más chico de sus diez hermanos y que al haberlo metido al seminario su mamá había aliviado una carga, que no muy tarde lo entendió. Al principio no me gustó, dijo, pero con el tiempo descubrí que la filosofía me apasionaba. ¿La teología no?, le pregunté. La teología sí, dijo, pero más más la filosofía. ¿O sea que saliste a los veinticinco?, le dije. No, dijo, me salí tres años. Luego volví. Y aquí estoy.
Ahora sí notaba la edad en su sonrisa. Treinta años. Yo tengo veintitrés. ¿Tú por qué te hiciste sacerdote?, le pregunté. Uy, dijo, yo no me hice, mi mamá me hizo. Ella me obligó. No tuvo reparo en decirlo, no le dio vergüenza ni lo dijo como quien dice que le pegó su mamá. Tenía quince años, continuó, cuando me metió al seminario, en Torreón.
Entre consagrados nos interesamos por conocer las historias de nuestros llamados. ¿Cómo te llamó Dios a ti?, etcétera. Porque son esas historias las que pueden fortalecer o debilitar nuestra fe, según dicen. Las historias de los sacerdotes me fascinan en lo particular, son a las que más acceso tengo en la biblioteca. Son raras las vocaciones de madrecitas que me conmuevan, en las que pueda apoyarme. Y ni qué decir de vidas laicas consagradas como la nuestra. No hay santos así. La mayoría son muy sufridas, como Santa Teresita de Jesús, y otras duras como una roca, como Santa Teresa de Ávila. No nos permiten admirar a nadie más. A mí Teresa de Calcuta no es que me inspire mucho. Su misión es un tanto inverosímil, a mi parecer.
A mí las historias de vida más mundanas me gustan más, no las más humanas. Es difícil, el romanticismo que se respira en la Iglesia Católica es inconcebible. Justo aquí en la comunidad hay un pretencionismo agotador. Me choca ver la cara de sufridas de algunas hermanas, el halo derrochista de algunos hermanos. No es lo mismo que una mujer se someta a un hombre a que un hombre se someta a una mujer. Y aquí es lo que pasa. He visto cómo mis hermanos se muerden la lengua para no contestarle a nuestras hermanas fundadoras. Como el otro día, Chuy, mi hermano postulante, entró en una crisis profunda el día que salió a visitar a los internos en el centro de rehabilitación. Es que, hermana, le decía a la superiora, estamos perdiendo el tiempo aquí encerrados. ¿Qué es esto?, decía, ¡no somos una comunidad contemplativa!, gritaba frustrado. Por más que la hermana le explicaba que era parte del proceso el esperar, el formarse, el integrarse al clan, no entendía. Claro, decía, como tú no eres adicta en recuperación, no sabes lo que unas horas más cerca de la sobriedad podrían significarte, y que alguien qué pasó por lo que tú pasaste te ayude.
Eso le conté al padre estando allí sentados, que mis luchas no eran ésas, que no me urgía salir al trabajo de “campo”, que lo que me urgía era fortalecer mi psique, o sanarla, lo que viniera primero. Porque yo sé de qué pata cojeo, le dije, tengo unos tornillos zafados. Y agradezco que me hayan aceptado aquí así.
La confesión siguió su rumbo natural. Elías hace bien su trabajo. Por lo menos lo disimula muy bien. Ayer viernes de Cuaresma, no podía esperarse otra cosa, cualquiera pensaría que tener la absolución al alcance de la mano es cosa de privilegiados.
En cuanto se fue el cura me metí a la capilla. Me hinqué. Cerré los ojos y repasé de manera cronológica lo que había sido hasta ese momento el viernes de Cuaresma. Tomé mi libreta y me senté en una de las esquinas. Escribí:
“Señor, ¿por qué recibes en tu abrazo a hijos desplazados por sus madres? ¿Por qué permites que esas madres tengan más hijos de los que necesitan? ¿Por qué permites que los hijos tengan más madres de las que ocupan? Digo, no sé, yo digo”.
Es lo que pasa cada vez que me acerco a Jesús, me confunde. Proseguí: “¿Qué es la vida luego de que uno ya no quiere seguir tus pasos? Ese padre es muy joven, no más joven que yo, pero ya está ordenado, o sea, no puede defraudarte. Yo en cambio, si quisiera, y aunque no debiera, me largaría de aquí. ¿Por qué no me diste límites, por qué no tengo miedo? ¿A qué Santo, que no seas tú, se encomiendan las almas como la mía? Si no alejas a ese padre de mi lado, yo no respondo”. No pude evitar carcajearme, mi risa se escuchó por toda la capilla. Rosa estaba allí, también, hincada. Casi dormida. Se asustó. Nos tuvimos que salir las dos y nos sentamos en la mesa enorme. Platicamos.
—Saca la capirotada —le dije.
—¡Soya!
—No te hagas —le dije—, yo sé que ahí traes. Esos kilos no se van por una sola razón. ®
En su sexta edición, el Premio Bengala se otorgó a historias que transcurrían en un mismo lugar, tramas que supieran cómo aprovechar un único espacio y convertirlo en una oportunidad narrativa, con personajes auténticos y originales. Un departamento, un bosque, un estacionamiento: cualquier sitio sería una buena excusa para narrar una historia.
«La íntima isla» llegó al segundo lugar de GEOGRAFÍA MÍNIMA, la última y más reciente convocatoria de la agencia, que se llevó a cabo en el 2019. Luego de eso Cinépolis le otorgó su Premio Desarrollo.
El Premio Bengala / UANL busca historias para cine o televisión presentadas en formato de crónica, cuento o argumento cinematográfico. Su objetivo es vincular a cineastas, escritores y periodistas, con productoras y directores interesados en desarrollar sus proyectos.
La Replicante Revista Cultural publica hoy este relato que antes fue publicado en el Libro Gris de Agencia Bengala.