The Heidelberg Project se convierte en una pieza del sistema que lleva a la práctica la teoría de la micropolítica del campo social de Foucault: a través del arte se ha logrado invertir el poder, se han desenmascarado la pobreza, la injusticia, la destrucción y el abandono que permanecían ocultos, prohibidos e impronunciables.
Hace unas semanas, alguien born and raised en Detroit nos dijo que el buen clima terminaría pronto y en noviembre comenzaría el frío intenso. Y así fue. Era uno de noviembre y, a pesar de la luz pajiza, el aire se colaba por la ropa hasta calar los huesos cuando nos bajamos del coche en el centro de Detroit. Era la segunda vez que visitaba la calle Heidelberg y temía que el ludismo y la magia hubieran desaparecido junto con el bullicioso calor del verano, y en el invierno la vía se tornara triste, terrible y atemorizante como el resto de la ciudad. No fue así. Mi mirada se volvió a topar con la magia urbana, que no encuentro otra manera de denominar: puntos de colores en el piso entre los cuales la mirada atenta puede hallar a un astronauta que parece hacer una caminata espacial entre estrellas que no son sino las manchas del pavimento transitado y vetusto, juguetes de plásticos y peluche que, entre el horror y la ternura, cuelgan de los árboles y conviven con los despojos de figuras de hadas y duendes de porcelana y granito para dar vida a un cuento insólito, pedazos de autos y llantas que recuerdan que esta ciudad se formó, cayó y renace por la industria automotriz, relojes de pared, televisiones, refrigeradores, radios y consolas vacías que, pintadas, proyectan la imagen de lo fantástico, ambigüedad entre lo real y lo sobrenatural. Zapatos, miles de zapatos que cuelgan inertes, se posan vacíos y recuerdan la presencia de quienes pasaron por ahí, pero ahora se han ido, presencias fantasmagóricas, ausentes pero sugestivas, casi tangibles. Discos de acetato de la música que aquí tuvo origen, mezcla del jazz, el blues y la lírica obrera urbana. Alrededor, casas vacías, abandonadas, quemadas, cuya superficie se ha intervenido con objetos de uso de uso cotidiano, como pedazos de metal oxidado de otrora máquinas relucientes, carritos de supermercado, más muñecos, más zapatos, ropa, puntos de colores, señales de tránsito, marquesinas seguramente recuperadas en negocios abandonados, objetos inimaginables, nuevos y sorprendentes cada vez que uno visita ese lugar. Pareciera que, en medio de la pequeña cuadra de la calle Heidelberg, uno estuviera dentro de una especie de villa romana hecha de despojos del consumo exacerbado, la producción esquizoide y la escandalosa e inevitable debacle del “arsenal de la democracia”; pequeña villa neobarroca que revela la gloria de otros tiempos y basa su estética de horror vacui en la destrucción, el olvido, el desecho y la ruina. Su tono, sin embargo, no es de conmiseración o terribilidad, sino de alegría y esperanza: quienes viven en Detroit y en esta misma calle —pues hay residentes que no han abandonado sus casas y viven en medio de la intervención cromática— no tienen otro lugar a dónde ir y resisten la devastación de la ciudad, algunos mimetizándose con ella en el abandono y la demencia, pero otros más generando nuevos proyectos artísticos, ciudadanos y económicos que, desde la informalidad y la civilidad, se sobrepongan a la falla del Estado y de las grandes empresas que los llevaron a la ruina. El lugar que he descrito, espero con la pasión y el sobrecogimiento que provoca a los miles de visitantes que atrae al año, se llama Heidelberg Project y es eso: un trabajo iniciado en 1986 en la calle Heidelberg del centro de la ciudad de los motores y la cerveza por Tyree Guyton en colaboración con la comunidad circundante.
En 1986 Guyton se convirtió en uno de esos pioneros que hoy toman en sus maños las calles de la ciudad y comenzó una gran labor casi duchampiana: dedicó sus caminatas por el barrio a recolectar objetos encontrados, residuos de una época gloriosa que los moradores ahora empobrecidos habían dejado en el abandono o que, quienes se marcharon de la ciudad, habían cedido al olvido, como testimonios de lo que un día prometió ser el sueño americano de la clase obrera.
¿Por qué Guyton comienza una acción semejante, que hoy aparece como una de las principales imágenes de cualquier búsqueda en línea sobre Detroit, justo entre las ruinas, los automóviles, las armadoras, los indigentes, la nueva generación de artistas urbanos, los deportes y una maravillosa estética de la destrucción a medias entre el afrancesado residuo palaciego glorioso y lo que pareciera ser una ciudad largamente bombardeada? Ésta, en otros tiempos, fue una de las urbes más prometedoras, pujantes y lujosas de los Estados Unidos. Fundada por colonizadores franceses como Cadillac en el siglo XVIII, su fuerza se afincó, desde la génesis, en el trabajo. Dejó de ser un reducto francés y pasó a manos inglesas a mediados del mismo siglo para, con el Tratado de Arriendo y la rebelión del jefe indio Pontiac, convertirse en parte del territorio de los recién declarados Estados Unidos de América. Sin embargo, un primer incidente conecta el pasado con el presente: a principios de siglo XIX las lenguas de un fuego terrible devoraron a la ciudad entera, tal como sucede hoy, cuando el fuego es el pan de cada día, pues las viviendas abandonadas en el centro arden con frecuencia por causas naturales o los propios vecinos las incendian, para desmantelar los refugios de drogadictos y ladrones, y mantener a salvo a su comunidad; en los noventa, además, la llamada Devil’s night constituyó la violenta arremetida de pandillas que no eran más que ciudadanos furiosos por la marginalidad de su ciudad, quemándolo todo a su paso como reproche contra el olvido y enfrentando a las fuerzas del orden público, cara a cara. Desde entonces, la población civil ha decidido tomar el control de su ciudad, protegerla y reconstruirla, ante la reducción del presupuesto declarada por el alcalde, que devino en el recorte de servicios básicos de seguridad y mantenimiento. Volvamos, sin embargo, la mirada hacia atrás. Tras caer nuevamente en manos inglesas durante la guerra de independencia y luego ser uno de los principales destacamentos en la Guerra Civil, Detroit se convirtió en el puente de muchos esclavos afroamericanos hacia la libertad que prometía Canadá, así que mientras para muchos fue sólo un lugar de paso, otros se asentaron y se las ingeniaron para hacer de aquel limbo fronterizo un hogar. Como se mencionó antes, la ciudad llegó a la gloria gracias al trabajo, siempre vinculado al armado y la manufactura: pronto su localización estratégicamente limítrofe y su epicentro en los Grandes Lagos la colocaron como la principal constructora de barcos. Fue aquí donde Henry Ford construyó su Modelo T y comenzó con la línea de producción en serie para el ensamblado de automóviles, trayendo con ello otra de las grandes riquezas de la ciudad: la fortuna no sólo venía ahora de la industria, sino de una fuerza sindical que lograra un salario mínimo más de tres veces superior al del resto del país. Grandes oleadas de trabajadores se desplazaban, por tanto, del resto de la nación para intentar comenzar una vida en aquella prometedora urbe automotriz, que crecería aún más con la fundación de las otras dos grandes armadoras, General Motors y Chrysler. Con la primera y la segunda guerra mundiales no sólo la ciudad se convertirá en el centro que abastezca de vehículos automotores al ejército, sino de prácticamente cualquier otro producto bélico, incluyendo equipamiento y uniformes. Pero luego vinieron las crisis económicas que, una tras otra, fueron minando a la ciudad, que acabará recibiendo el tiro de gracia desde su propio interior: la corrupción del gobierno y los sindicatos. Poco a poco las oportunidades se redujeron y, con ellas, la población que, de ser una de las mayores en el plano nacional, hoy evidencia su dramático encogimiento en los cientos de edificios, fábricas, casas, parques y vialidades abandonados. Finalmente, la bancarrota fue declarada hace unos meses, en julio de 2013. Es como si la maquinaria esquizoide capitalista se desmoronara: hoy no queda más que un cuerpo lleno sin órganos, que se resiste a la agonía.
Al caminar o manejar por el centro de la ciudad pareciera que se tratara del escenario de alguna película de ciencia ficción, en medio de cuya tramoya aparecerán zombis o soldados malheridos. La sorpresa y la conmoción, sin embargo, se aprestan cuando uno atisba pequeños detalles de vida y, aunque suene a cliché, de esperanza: la gente de a pie está recuperando su ciudad y en las construcciones vacías o los grandes terrenos llenos de maleza o nieve se asoman intervenciones, graffitis, instalaciones lumínicas y sonoras, galerías emergentes, agricultura urbana e innovadoras tiendas y restaurantes. Nada recibe apoyo del Estado ni de grandes consorcios empresariales. Todo es labor de la gente y corre por cuenta de aquellos que quieren salvar su casa y recuperar lo único que tienen, como Tyree Guyton. El barrio en el que él vivía desde niño fue una de esas comunidades segregadas en los sesenta durante el inicio de la decadencia de la ciudad; lo que antes solía tener el aspecto de una pequeña colonia francesa se convirtió en uno de los tantos guetos, donde no quedaba más que pobreza, ignorancia, desolación, locura y marginación, rasgos que durante el verano se muestran en las calles y durante el invierno se transforman en espectros insólitos.
En 1986 Guyton se convirtió en uno de esos pioneros que hoy toman en sus maños las calles de la ciudad y comenzó una gran labor casi duchampiana: dedicó sus caminatas por el barrio a recolectar objetos encontrados, residuos de una época gloriosa que los moradores ahora empobrecidos habían dejado en el abandono o que, quienes se marcharon de la ciudad, habían cedido al olvido, como testimonios de lo que un día prometió ser el sueño americano de la clase obrera. Era un gesto a la vez estético y de protesta social.
Así, Guyton se dio a la tarea de tomar aquellos objetos deformados, desgastados, minados, amputados y venidos a menos, para descontextualizarlos y proveerles un nuevo entorno para resignificarlos y convertirlos en ensueños metafóricos. El sitio donde el ready made urbano tendría lugar, sin embargo, no sería un museo o una pomposa galería neoyorquina, sino el mismo barrio céntrico de Detroit: las casas y los jardines quemados y abandonados de la calle Heidelberg, pintados lúdicamente con colores vibrantes y sólidos, o con grandes circunferencias de colores que le recordaban a Guyton que todos los habitantes de la ciudad son como dulces coloridos, “gomitas” de azúcar distintas que, en la diversidad, entrañan la esencia armónica de una urbe cuya sinfonía son las acciones civiles de sus habitantes. Así pues, la calle fue recibiendo los desechos que poco a poco tomaron forma en pilas, racimos en los árboles, objetos a la mitad de un terreno abandonado, maravillosos parajes habitados por muñecos y figuras ornamentales para jardín, bicicletas, electrodomésticos, vinilos que forran el exterior derruido de una casa,1 prendas de vestir, macetas, estructuras de autos, así como esculturas objetuales de composición diversa para esquinas, escaleras, bordes, pliegues y cualquier resquicio vacío que recordara la desolación y la miseria. En su lugar se instalaron colores, recuerdos infantiles, memorias felices y música. Mucha música. Esa porción de avenida, una pequeña cuadra con algunas casas y varios baldíos, se convierte pues en una gran instalación urbana polícroma, multiforme, de técnica mixta, ambiental y que evoca la niñez, la pobreza, la desolación y la esperanza, todo a una misma vez. Es el arte tomando el control de la ciudad, devolviéndosela a sus ciudadanos, sus memorias y su fe.
Así, Guyton se dio a la tarea de tomar aquellos objetos deformados, desgastados, minados, amputados y venidos a menos, para descontextualizarlos y proveerles un nuevo entorno para resignificarlos y convertirlos en ensueños metafóricos.
Esta última vez que camino anonadada, disfrutando el banquete de abandono y reconstrucción en medio del frío y los tenues rayos de luz que alumbran una silla donde duerme un gato que pareciera ser parte de la instalación, escucho a un hombre hablar sobre formatos que debía completar para obtener apoyo del Detroit Institute of Arts. Se trata de Tyree Guyton, sentado en una banca contemplando, junto a un amigo, su propia labor, que ha resistido los embates de demoliciones gubernamentales, incendios, un clima inclemente y la falta de presupuesto. Me acerco a él y, en efecto, me confirma que ése es su proyecto. Hablamos y sonríe mientras me cuenta que la idea del HP (Heidelberg Project) desde el comienzo fue hacer del arte una vía para la participación ciudadana y el mejoramiento de las vidas de los habitantes del barrio. A través de acciones como ésta, dice, las comunidades podrían desarrollar una manera de sostenerse a sí mismas y reconstruirse desde dentro, usando lo que de suyo tienen: la diversidad, la creatividad, la unión y la riqueza cultural. Asimismo, el proyecto ha servido como plataforma para otros trabajos, como el festival Detroit’s Got Talent, que divulga el trabajo de artistas visuales, poetas, músicos y creadores culinarios, así como un programa educativo que lleva a las escuelas presentaciones, talleres y visitas al sitio, junto con un programa de apoyo al trabajo de artistas emergentes que no han hallado un lugar en las galerías y pueden exponer su obra en Heidelberg para impulsar su trayectoria. El proyecto, me dice Guyton, sigue creciendo. Constantemente se reciben nuevos planes para hacer crecer el impacto en la comunidad y se alienta a los ciudadanos a que participen o sugieran nuevas líneas de acción. Incluso, tiene un boceto para expandir físicamente la instalación. Es un ready made que se articula como work in porgress, una plataforma, un sitio específico: todo lo que el arte contemporáneo proclama como principios básicos está ahí.
Cuando voy de regreso me resulta inevitable pensar en las palabras de Michel Foucault en aquella conversación con Gilles Deleuze, donde lo interpela acerca del efecto del Tribunal de Lens. Mientras Deleuze creía que los ciudadanos debían ocupar los tribunales y ejercer la justicia, condenando a los corruptos y despóticos gobernantes que permitieron que la tragedia se precipitara sobre la población más vulnerable, Foucault lo contradice: sistematizar las acciones de la sublevación al ubicarlas en los mismos aparatos de Estado, sustituyendo a los gobernantes por ciudadanos, no hará más que mudar el poder contaminado y corrompido de unos a los otros, en una contrajusticia que, una vez más, dividirá a la población, discriminará. En cambio, Foucault propone algo muy similar a lo que los artistas y ciudadanos de Detroit, como Tyree Guyton, están haciendo: ejercer el poder de forma “visible, solemne y simbólica” [Foucault, 1992: 79], generando contradiscursos y contraprocesos que ataquen la división social que el Estado ha propiciado. Así, el proyecto Heidelberg es un discurso que a través del arte significa no sólo una oposición social que pone en evidencia la disfunción del Estado, sino que propone una nueva estructura basada en la cooperación ciudadana y en la idea de transformar los desechos y las ruinas en belleza, educación, cooperación y funcionalidad civil. Parece que han intuido que en la multiplicidad de grupúsculos que constituyen a la sociedad lo único que queda es la acción para tejer un plexo donde el arte desarticule los sistemas de legitimación, prohibición, regulación y castigo que han conducido a la debacle a ciudades fracasadas en el capitalismo como Detroit, donde condenar la pobreza y privar de los servicios básicos a la población ha resultado en una embestida feroz de violencia y resentimiento. En su lugar, The Heidelberg Project se convierte en una pieza del sistema que lleva a la práctica la teoría de la micropolítica del campo social de Foucault: a través del arte se ha logrado invertir el poder, se han desenmascarado la pobreza, la injusticia, la destrucción y el abandono que permanecían ocultos, prohibidos e impronunciables. Se les ha transformado en arte. ®
Nota
1 Mientras esta edición se estaba llevando a cabo, la madrugada del 12 de noviembre de 2013 un incendio premeditado devoró por completo la casa aquí descrita, denominada “The House of Soul”. Debido a que su superficie de madera se hallaba recubierta con discos de vinil de los principales músicos de Detroit, la construcción ardió rápidamente y lo destruyó todo. Antes de este incidente, las embestidas contra el HP habían provenido exclusivamente de demoliciones gubernamentales, pero esta vez parece tratarse de un acto de oposición autónomo. La reflexión obvia que agobia a Guyton, quien afirma intuir quiénes son los responsables del acto vandálico pero prefiere que las investigaciones sigan su curso, y que aquí se comparte, se esboza en las siguientes línas: es claro que dentro de la propia sociedad civil hay quienes se oponen a este tipo de acciones, o bien porque insertan una dinámica distinta en un núcleo habitacional o porque genera una activación social que no siempre es deseable para intereses particulares. Si bien hacer arder algo es un gesto también simbólico y sobrecogedoramente estético, no parece ser éste el móvil. Queda la reflexión para juicio de los lectores.
Referencias
Foucault, M. (1992), Microfísica del poder. Argentina: La Piqueta.
LeDuff, C. (2013), Detroit. An American Autopsy. Nueva York: The Penguin Press.
Guyton, T. (1986), The Heidelberg Project. Recuperado el 10 de noviembre del 2013.
karina morales
http://www.mlive.com/news/detroit/index.ssf/2013/12/another_fire_at_detroits_heide.html
Gomita descalza
Es difícil imaginar a la calle como un enorme lienzo. Sin embargo, el Proyecto Heidelberg suena como una declaración fuerte (controversial) justo en el medio de la ciudad. Triste, devastadora, feliz, motivacional, y hermosa a la vez, por la humanidad. Personas que se unen en un barrio destruido y hacen frente a los estragos, creando bien a través de una emocional y sensorial crítica. Ironía de la mejora, en parte, mediante la recolección de basura. Protestando o sobreviviendo, te hace querer quitarte los zapatos y correr por la calle.