En lo personal, quiero y necesito saber que puedo decidir qué hacer con mi vida en una situación de enfermedad de curso irreversible sin posibilidades de cura y no que los médicos decidan por mí. Sí que me aconsejen lo más adecuado y me acompañen en mi decisión.
El centro gravitatorio de la obra es Ángela Zaño, paciente-víctima de un encarnizamiento terapéutico que la hace rebotar entre quirófanos y terapias intensivas. La protagonista —como otros pacientes que atraviesan este calvario con ella— cae en las manos de aquellos médicos que rinden culto al dios positivista de la curación del cuerpo-cosa y olvidan que el ser humano tiene una trascendencia, algo que excede las posibilidades económicas y tecnológicas: lo intangible, la sensibilidad personal.
Este tema ya lo había tratado en mi novela Doma —publicada por editorial Alción en 2004— pero en lo personal me afecta tanto que decidí desarrollarlo en diferentes “formatos”. Así surgió la idea de hacer una adaptación para teatro de ciertos núcleos conflictivos de la novela. De este nuevo trabajo con un lenguaje y con materiales completamente diferentes comencé a esculpir una dramaturgia y a gestar un concepto escénico que le permitieron cobrar vida a la obra de teatro Tumbada blanca en blanco.
Siempre me interesaron esa clase de obras que demandan sí o sí un compromiso, una fidelidad, una postura, tanto de parte del que escribe el texto, como del que se apropia de él: el espectador o lector que lo hace productivo.
Eso es lo que me atrae de la escritura, crear un dispositivo artístico que haga posible la puesta en escena de conflictos que desde lo particular nos llevan a lo universal y nos colocan en una posición activa, de movilización. Mi anhelo como escritora y dramaturga es desplegar una obra que, al menos, logre inquietar al espectador, jamás dejarlo indiferente.
Tumbada blanca en blanco como pieza teatral es absolutamente independiente de Doma, la novela. No es necesario leer la novela para ver la obra o viceversa. Esta multiplicidad de formatos, por decirlo de algún modo, responde a un imperativo personal y a un modo subjetivo de instalar el tema en todos los campos creativos y artísticos posibles.
Siempre me interesaron esa clase de obras que demandan sí o sí un compromiso, una fidelidad, una postura, tanto de parte del que escribe el texto, como del que se apropia de él: el espectador o lector que lo hace productivo.
En esta obra, las personas son obligadas a adoptar posturas resultado de la metamorfosis quirúrgica que las dispara transformadas, lejos de una posición natural: inmovilizadas, encogidas, enrolladas en sí mismas. El organismo no está enfermo sino convertido en enfermedad por los aparatos médicos: el cuerpo es enfermado por la imposición de un orden clínico. La animalidad natural —de los fluidos, de las sustancias, del instinto, de la muerte— ha sido desvitalizada, cosificada en un objeto híbrido entre el jadeo intermitente de la respiración y el flujo de los tubos.
En Tumbada blanca en blanco, como en su momento lo señaló Michel Foucault, el cuerpo humano es el lento resultado de acciones artificiales y represivas que incesantemente le imponen las tecnologías del poder. Para estas tecnologías incluso las funciones vitales, la sexualidad, la enfermedad y la muerte son factibles de ser sometidas a manipulaciones médicas, económicas y políticas, es decir, a unos procesos de control.
La dramaturgia y el concepto escénico de esta obra ofrecen la posibilidad de atisbar unas situaciones-límite en las que los sujetos atraviesan el trágico periplo del vaciamiento. A este proceso perverso los sujetos oponen toda la resistencia posible, intentando evitar el exilio de sus propios cuerpos.
Tumbada blanca en blanco trabaja el grave problema del ensañamiento clínico —también conocido como encarnizamiento terapéutico— exponiendo, entre otras cosas, el costado más cruento de las terapias intensivas, de los procedimientos y tratamientos invasivos y de las cirugías innecesarias o mal hechas. Pero sobre todo se centra en la subjetividad de los pacientes y la violación permanente que sufren a su intimidad como uno de los principios inalienables del ser humano.
La obra nos conduce a replantearnos qué significa verdaderamente “calidad de vida”. A reformular el derecho que toda persona tiene a decidir por su cuerpo, por sus tratamientos, por elegirlos o rechazarlos y dejar establecido cuándo y en qué momento no quiere continuarlos. Y no que otros decidan por ellos, en definitiva, por uno.
En lo personal, quiero y necesito saber que puedo decidir qué hacer con mi vida en una situación de enfermedad de curso irreversible sin posibilidades de cura y no que los médicos decidan por mí. Sí que me aconsejen lo más adecuado y me acompañen en mi decisión. Esto conlleva una “asistencia al morir” que hoy no sólo no está arraigada y es poco difundida sino que encuentra duros oponentes en muchos sectores de la sociedad.
La obra está atravesada por las preguntas y cuestiones fundamentales sobre el derecho a decidir, el grave deterioro de la relación médico-paciente y la crisis del sistema de salud que reclaman un debate urgente.
Hay alternativas al encarnizamiento terapéutico o ensañamiento médico y son los llamados cuidados paliativos. Tal vez no demasiadas personas sepan de su existencia, como si éstos no estuviesen considerados dentro de la medicina tradicional.
El organismo no está enfermo sino convertido en enfermedad por los aparatos médicos: el cuerpo es enfermado por la imposición de un orden clínico.
Tuve conocimiento de este tipo de cuidados luego de la muerte de mi madre, hace unos pocos años. Mientras ella vivía ningún médico tratante nos informó sobre si había Unidades o Secciones de Cuidados Paliativos que funcionaran en los hospitales, en los sanatorios, en los centros de diálisis o en cualquier otro tipo de establecimiento de atención de la salud. Luego de la lenta agonía y del espantoso y sufrido fallecimiento de mi mamá —que fue una víctima del encarnizamiento terapéutico durante muchos e innecesarios años— supe que existía esta alternativa y averigüé si los denominados equipos de cuidados paliativos tenían verdadera inserción institucional o eran nominales como muchos comités de ética lamentablemente lo son.
Entré en contacto con profesionales que se dedican a la medicina paliativa, que inclusive asisten en los hogares a los enfermos terminales y sus familias. Y ellos me comentaron el porqué de su mala prensa o escasa difusión: la medicina paliativa implica un cambio en el esquema de poder respecto de la medicina convencional. En la medicina paliativa el papel del médico es brindar su conocimiento y experiencia, explicar, aconsejar, dejar en claro todas las opciones y sus consecuencias, pero el que decide por el principio de autonomía y autodeterminación es el paciente junto a su familia.
No hay que olvidar que tratamientos como la diálisis o determinadas cirugías y procedimientos invasivos son muy costosos, involucran grandes sumas de dinero y representan un negocio demasiado redituable para ciertos sectores. En cambio, la medicina de los cuidados paliativos es más económica, reconoce el principio de autodeterminación del paciente y, por ahora, no es un negocio para nadie.
Como sociedad civilizada tenemos que re-pensar la vida y la muerte. Es necesario difundir sistemáticamente la existencia de los cuidados paliativos y más allá de eso también debatir los proyectos de Ley de Declaración de Voluntad Vital Anticipada. Además —aunque no estén contemplados ni siquiera en proyectos— advertir otra necesidad, aquella que reclama la discusión y el análisis profundos de marcos legislativos para el suicidio asistido y la eutanasia. Pero comprendo que es imprescindible un debate serio, crítico, delicado y multidisciplinario en toda la sociedad para entender que no hablamos de aberraciones sino de buen morir.
Los mitos y las leyendas urbanos existen y se transmiten y calan hondo en la sociedad, pero son eso: mitos y leyendas urbanos, a los que debemos desmentir con educación, conocimiento y debate.
Pensábamos que si se legalizaba el divorcio todo el mundo se iba a divorciar, se socavaría el contrato matrimonial, se destruiría la institución familiar… y no fue así, existió la opción, únicamente eso, una opción voluntaria.
Con la donación de órganos sucedió (y aún sucede) lo mismo, los mitos y leyendas urbanos decían: si alguien se convierte en donante de órganos va a ser secuestrado y le serán extirpados los pulmones o los riñones o será asesinado en el hospital para ser vaciado y robados sus órganos. Eso tampoco es así, porque la infraestructura necesaria para hacer ablaciones exitosas de órganos es tan compleja que resulta poco probable traficar órganos del modo en el que el imaginario popular lo supone.
Con respecto a la legislación sobre directivas voluntarias anticipadas, suicidio asistido, eutanasia y posibilidades semejantes sucede algo parecido: el tabú nos mete miedo y nos deja inmovilizados.
Por qué tenemos tanto miedo a preguntas como: ¿qué es el buen morir? ¿Qué tienen la ciencia, la medicina, la ética, la filosofía, la psicología, el derecho y la política argentinos para decirnos sobre este tema que indefectiblemente nos tocará a todos?
La única certeza que conocemos es que somos seres humanos y como seres humanos tenemos una vida y una muerte, y así como hablamos de una vida digna, con derecho al trabajo y la alimentación, al techo y a la educación, a la cobertura social, tendríamos que hablar también de una muerte digna. Es cada vez mayor la cantidad de gente que muere en los hospitales, en las terapias intensivas, en ambientes hiper-artificiales y tecnologizados que demasiadas veces prolongan innecesariamente la agonía y el dolor de pacientes sin posibilidades de cura y en condiciones irreversibles. Lo que se llama medicalización de la vida y de la muerte puede llegar a provocar situaciones sin salida que merecen, porque nos lo debemos, un debate social serio y comprometido.
Por qué tenemos tanto miedo a preguntas como: ¿qué es el buen morir? ¿Qué tienen la ciencia, la medicina, la ética, la filosofía, la psicología, el derecho y la política argentinos para decirnos sobre este tema que indefectiblemente nos tocará a todos? ¿Cuál es la situación en nuestro país? Y ¿cómo se manejan las directivas voluntarias anticipadas, el morir asistido y la eutanasia en otros países como Holanda, Bélgica, Suiza, el estado de Oregón en Estados Unidos, etcétera?
Las decisiones sobre el final de la vida no tienen por qué ser un tabú, necesitamos informarnos en detalle, analizar, opinar, contemplar y diseñar las opciones posibles, las más humanitarias y centrar el debate en la calidad de vida no en la cantidad de vida.
Una de las tantas aristas del arte es poner sobre el tapete estos temas que por lo general evadimos porque nos asustan. ®