Faltaba una pieza como la de Mastrogiovanni en las narraciones relativas al exilio, a la migración, a las fronteras; que cuente, con un registro estilístico diferente, aspectos que están detrás de las escenas de lo que pasa y que los periodistas no cuentan.
Uno de los grandes temas a escala global es el de la migración, los masivos movimientos de personas que atraviesan buen parte del mundo y que constituyen uno de los dilemas que debe enfrentar el mundo. En 2019 se estimaba que las personas en tránsito eran 272 millones.
Debido a su vecindad con Estados Unidos, México es uno de los lugares de paso de migrantes más importantes, lo que es un serio desafío para la política regional con muy diversas vertientes que van desde lo cultural hasta lo social.
Para tratar ese asunto en nuestro ámbito, Federico Mastrogiovanni ha escrito el libro Aquí acaba la patria (Fondo de Cultura Económica, 2021), en un muy amplio recorrido que supera por mucho los límites de Tapachula y Tijuana porque hace referencia a muy diversos movimientos migratorios que abarcan desde la antigua Roma hasta Haití, pasando por Córcega y Nueva York en diferentes etapas históricas.
De ese prolongado y extenso viaje Mastrogiovanni elabora relatos que se apartan del habitual dramatismo que se estila hasta el hartazgo en infinidad de notas y reportajes periodísticos, con lo cual aporta una visión mucho más amplia y compleja del fenómeno.
Conversamos sobre el libro con Mastrogiovanni (Roma, 1979), quien es licenciado en Antropología Cultural por la Universitá Sapienza, de Roma, y maestro por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Fue académico de Periodismo en la Universidad Iberoamericana y coordinador del programa Prensa y Democracia. Ha colaborado con Radio France International y Radio Rai, y en publicaciones como Milenio Semanal, Gatopardo, Esquire y Variopinto. Ha obtenido premios como el Nacional de Periodismo, y los del Pen Club y el Certamen Nacional e Internacional de Periodismo, ambos en 2015 por su libro Ni vivos ni muertos.
—¿Por qué un libro como el tuyo, en el que dices que trata sobre lo que te da la gana, que es “pretencioso”, del que la historia no se entiende porque es enredada y sin un andamiaje lineal, con personajes, incompletos, un viaje bizarro?
—Es, en realidad, la frustración que en algún momento quise poner por escrito para que quedara. Uno escribe un libro y finge que es todo perfecto; claro, cuando ya lo entrega, después de todos los problemas que ha tenido. Estaba tratando de narrar una travesía que es hacer este libro; lo quería poner para que quedara constancia de ello, porque luego parece que los escritores son seres que se ponen allí a escribir y, qué chingón, todo perfecto. Pero no: es un proceso muy contradictorio en el cual siempre tengo muchas dudas; por ejemplo, de que tenga algún sentido para quien lo lea, porque a lo mejor lo tiene para mí, pero quién sabe si quien lo lea dirá “Éste está loco: ¿por qué esta escribiendo estas cosas?, ¿a quién le importan?”
Es un viaje que me parece bizarro, por lo menos como yo lo he vivido, pero que tiene un hilo que reconozco insensato. Pienso que faltaba una pieza así en las narraciones relativas al exilio, a la migración, a las fronteras; que cuente, con un registro estilístico diferente, aspectos que están detrás de las escenas de lo que pasa y que los periodistas no cuentan. Aparece por la locura de los editores que lo quisieron publicar; son unos irresponsables, pero les agradezco enormemente haber creído en esta locura porque fue una señal de estima.
—En el libro presentas una gran cantidad de personajes y de escenarios para abordar la migración, alejado de lo típico, con una geografía muy amplia que desborda las fronteras mexicanas, y vas lo mismo a la antigua Roma que a Haití, y no te quedas entre Tapachula y Tijuana. ¿Cómo vinculas esta amplia cartografía?
—Es que siempre me quedan cortas las cosas que tengo que hacer. Me había planteado que son los dos puntos y cómo se llega del punto A al B. Pero luego resulta que el mejor camino no es el más directo, y esta vez, más que otras, me dejo ir con las asociaciones libres de ideas. Así es con la historia de María Luisa y Ernesto Tomasini, la mamá y el hijo, en un encuentro en el que pongo algunos elementos pero no digo cómo conozco a este hombre, que fue a través de otro gran escritor, que para mí es un referente sentimental y de quien ahora tengo el honor de su amistad, que es Pino Cacucci. Yo llegué a México porque leía sus libros cuando tenía dieciocho años, y ahora voy a su casa cuando voy a Italia.
Pino me presentó a este joven, a quien fui a conocer; es un personaje increíble. Su mamá es hija de un emigrante corso. Cuando cualquier periodista con un mínimo de curiosidad llega hasta Tapachula y encuentra a una familia de inmigrantes de Córcega, se pregunta: ¿por qué vinieron aquí? No es que no puedan, pero hay lugares donde es más frecuente que vayan ellos; por ejemplo, a principios del siglo XX se iban al norte de África a trabajar porque les quedaba cerca y hablaban francés, por ejemplo. Eso tiene mucho más sentido, pero que en Tapachula hubiera dos hermanos que salieron de Córcega me pareció fascinante.
Una vez que fui a Italia, a una isla donde vive mi hermana que está frente a Córcega, tomamos el ferry para ir allí. Me parecía que era la manera de seguirle el flujo a las historias, y creo que ese es el sentido de a dónde te lleva, porque tomas un hilo y lo sigues.
—En esa parte de Córcega hablas de Napoleón y de que ha sido una tierra de resistencia y haces un relato heroico de Giacomo Casella. ¿Qué nos dice de las fronteras la historia de Córcega?
—Como son asociaciones libres retomé al personaje más famoso de Córcega, que es Napoleón, quien tiene una historia potente porque él luchaba contra Francia, que había ocupado la isla. Él era un nacionalista corso y se volvió emperador de Francia. Eso está cabrón, pero ¿qué tiene que ver con mi historia Napoleón? El exilio. Él lo vivió dos veces, una de las cuales fue en la isla donde vive mi hermana, desde donde me pregunté: ¿qué pensaba ese cabrón exiliado, ese genio político y militar cuando estaba allí, en una piedra frente a Córcega?
Cuando nosotros hablamos de países vejados, Córcega ha sido un país conquistado pero que se ha resistido toda su historia. En ese evento que me encontré estudiando, me pareció fascinante la historia de un hombre que solo, en una torre y abandonado por sus soldados, la defendiera contra la armada de Francia haciéndole creer que ese lugar estaba lleno de soldados, y se burló de ella de tal forma que al final casi lo matan. Es una historia narrada por los franceses.
Hay un tipo de migración estacional que, de manera poco atenta, sería narrada como de gringos que vienen, se gastan su dinero y que son privilegiados porque son blancos. Pero, si uno lo mira bien, estamos hablando de una población que en realidad es subalterna en su propio país, y tan es así que se tienen que ir a vivir en casas de ruedas y tienen que ir a curarse en un país en el que su dinero valga un poco más.
Lo bonito del asunto es que las historias se tienen que seguir, no ocultarlas y dejar que se narren, que nos lleven. Ésa es la belleza de la narración, de las historias emocionantes, de las novelas de aventura.
—Volvamos a México: hablas, por supuesto, de las migraciones más sonadas, de centroamericanos, haitianos, cubanos y africanos que se encuentran en Tapachula y en Tijuana, pero hay otros fenómenos que relatas: el pueblo de Los Algodones, una comunidad de dentistas al que llegan muchos estadounidenses. ¿Qué nos dices de este otro tipo de migración?
—Con la idea de huir de los lugares comunes, hay un montón de historias que se ignoran porque no entran en una narración que te da seguridad y que es la que hace todo el mundo. Hice ese reportaje con un compañero, Fabio Cuttica, que de repente me decía: “Me encontré esta cosa, ¡qué te parece!” Quién sabe cómo las encontraba, pero yo le decía que fuéramos a hacer el reportaje. Siempre nos gustó buscar estos asuntos un poco bizarros, poco conocidos.
Es otra historia que cuenta mucho: es un poblado que nació hace algunas décadas y que se especializa en farmacias y dentistas. Hay un tipo de migración estacional que, de manera poco atenta, sería narrada como de gringos que vienen, se gastan su dinero y que son privilegiados porque son blancos. Pero, si uno lo mira bien, estamos hablando de una población que en realidad es subalterna en su propio país, y tan es así que se tienen que ir a vivir en casas de ruedas y tienen que ir a curarse en un país en el que su dinero valga un poco más porque en el suyo son subalternos.
Eso me está hablando de relaciones de poder en las cuales estos tipos, para poder recuperar un mínimo de poder adquisitivo y de dignidad, tienen que desplazarse. Esto es migración, lo siento mucho.
Claro que, al venir acá, por supuesto que tienen un estatus diferente y pueden hacer otras cosas que no podrían hacer si no fueran gringos: tomar en la calle, por ejemplo. Pero también es verdad que el pueblo vive del dinero de esta gente; entonces, como cualquier comerciante inteligente, ésta dice “Pues vamos a sacarle provecho a estos señores”.
Es una relación donde no hay alguien que aplasta y alguien que padece, sino un intercambio interesante. Esos aspectos a mí me parecen útiles, con ejemplos divertidos, ligeros, leves, pero que nos dicen cosas que a lo mejor no nos dice el periodismo de denuncia.
—Al respecto, también me atrajo la parte dedicada a Lakewood, una comunidad que está metida en un bosque, una suerte de campamento en el que no sólo hay mexicanos sino hasta un soldado de Estados Unidos, gente de Nueva York que se empobreció, etcétera. Allí se forjan solidaridades y formas de sobrevivencia entre migrantes de su propio país.
—Esa historia la recuperé de una cobertura de hace diez años porque me pareció que cabía para explicar las consecuencias de ciertas decisiones económicas y la crisis. Luego vi la película Nomadland y recordé que yo había hecho una cobertura sobre ese tema, y el filme habla sobre esos años. La recuperé y la adapté al libro porque sentía que era necesario explicar este aspecto en el que se aterrizan ciertas políticas económicas.
Ese reportaje fue una experiencia muy extraña y, a la vez, muy divertida. Lo incluí al último aunque no estaba previsto, porque me pareció que podía moldear un poco más el aspecto que se menciona en Los Algodones de que no todo es como parece: no todos los gringos son los millonarios que pintamos. Hay lumpenproletariado urbano en Estados Unidos, hay blancos que son parte de la pobreza estadounidense, pero no se toma en cuenta. También provocar un poco me gusta.
—Ahora vamos sobre “la Bestia”: relatas que cuando ibas en una de las caravanas un profesor te dijo que quería ver a los migrantes como actores revolucionarios. Pero le manifestaste tu desacuerdo, y vas contra, por ejemplo, el movimiento de Occupy Wall Street.
—El profesor es Javier Urbano, un colega y amigo, y entiendo su punto. Pero, para mí, los migrantes no lo son porque falta la conciencia de clase, y esto es fundamental. No es lo mismo que haya agrupaciones, ONG que utilizan a los migrantes para su propia agenda y los coordinan para hacer cosas, a que los sujetos se consideren a sí mismos como clase y como actores con una finalidad, porque la finalidad única común a todos es cruzar esas fronteras. Luego, en esta masa hay de todo: hay gente que sí tiene conciencia de clase pero, en realidad, la mayoría no.
Occupy Wall Street, al que vi de cerca, me parecía grotesco: gente a la que la Policía le decía “No puedes bajar de la banqueta” y no lo hacía. ¿Cómo estás protestando, quieres tumbar el sistema, pero llega un policía, te dice que no puedes bajar de la banqueta y lo obedeces?
Creo que es pedir algo que no está allí, y que si estuviera la migración sería diferente: no sería así sino una invasión. Pero no lo es, sino que es como es, y no sé si es bueno o es malo. Me parece que es sobreinterpretar algo que no está allí.
Occupy Wall Street, al que vi de cerca, me parecía grotesco: gente a la que la Policía le decía “No puedes bajar de la banqueta” y no lo hacía. ¿Cómo estás protestando, quieres tumbar el sistema, pero llega un policía, te dice que no puedes bajar de la banqueta y lo obedeces? No sé; pero he participado en un montón de manifestaciones en mi vida en Italia, y si un policía nos decía así, nosotros a huevo bajábamos de la banqueta nomás pa’chingar.
Me parecía rarísimo: una rebelión medio burguesa de chavos que piensan que están haciendo la revolución, y sólo lo pensaron porque no hicieron ninguna. A ver: ¿qué pasó en estos once años? Tuvo visibilidad, planteó asuntos importantes, pero uno también puede juzgar los movimientos a la mediana distancia, no sólo como ellos deciden que se van a dibujar a sí mismos.
Pero también había gente ruda por allí, que se salía de ciertas categorías, y así acabé en Lakewood.
—También me gustaron los contrastes entre fronteras que estableces desde el principio y hasta el final: Ciudad Hidalgo, México, con Tecún Humán, Guatemala; Tijuana, México, con San Diego, Estados Unidos, con la historia de la ladrillera cuya casa quedó partida por el muro, e incluso cuando te refieres a Haití dices que del aire se ve la diferencia en forestación con República Dominicana. Son muy contrastantes. Cuéntanos qué establecen esas fronteras.
—Son lugares extraños. Me fascinan las fronteras porque son sitios de contradicciones, hay extremos, y de repente hay cosas que son iguales de un lado y de otro, y es como una negociación constante.
Sobre Haití y la República Dominicana: es una frontera que conocí por primera vez en avión. Salí de Haití en un pequeño Cessna manejado por pilotos mexicanos de la ONU, y ves la frontera: kilómetros de verde claro, y kilómetros de verde oscuro, donde no hay árboles o hay muy pocos. Esto tiene que ver con que la frontera, al mismo tiempo, es el último baluarte de un centro que a lo mejor está lejos pero que extiende su dominio hasta allí.
Otro ejemplo es Gibraltar, entre España y Marruecos: geográfica y culturalmente comparte algo de este país, pero de todas formas Madrid llega hasta allá porque es el centro de ese lugar. A la vez tiene costumbres que son fronterizas, pero también algunas que son del centro y que se sobreponen. La frontera hace que compartan elementos, pero también que choquen las diferencias porque estás en España, y del otro lado estás en Marruecos; de un lado estás en Europa y del otro en África. Eso es importante. Eso me llama mucho la atención y sentí la necesidad de hacer ver estos elementos, de que se sintieran porque no es sólo discurso.
Había que articular cada concepto de formas diversas en estos lugares. Así —y sé que esta parte es problemática porque digo cosas desagradables— los guatemaltecos se quejan de los mexicanos porque para ellos éstos son los blancos y los patrones, los que tienen lana, los que explotan. Sí, pero hay un tráfico de trabajadores manejado por guatemaltecos. Pero en este caso los que trafican con trabajadores son culeros; estos pueden tener el color claro o más oscuro, y no cambia nada: culeros son.
—Al respecto recuerdas la experiencia de los comanches.
—Claro, y casi nadie sabe esa historia. A ver: si los pueblos nativos eran tan buena onda, ve a preguntarle a sus esclavos. Tenemos las narraciones que tienen el sesgo del sentido de culpa occidental y el que tienen los defensores de las tradiciones de los nativos. Pero no: hay pueblos que hacen lo que pueden para chingarse al otro o para no dejarse chingar. ¿Por qué esto no se puede ver? Nos tenemos que hacer ilusiones que no. Los comanches hicieron lo que pudieron para construir su imperio, y luego se les vino encima porque se habían expandido demasiado y ya no podían siquiera defenderlo, como le pasa a todos los imperios.
Eso me parece fascinante porque, como autor, le devuelves la dignidad a la gente; o sea, ¿por qué a los comanches se les tiene que pintar como los hermanos tontos, pobrecitos? ¿Cuál pobrecitos? Esa gente era chingona, no le tenía miedo a nadie y le dieron miedo a todos. Hicieron lo que pudieron, como cada pueblo. Es de gran valor saber estas historias.
—Está la leyenda de Tijuana de “Aquí empieza la patria”, pero tú dices que, más bien, acaba, como ejemplificas con la historia de la ladrillera. Uno da por descontado que la idea de patria es buena y noble, pero tienes tus reservas: te recuerda a los fascistas y a políticas de identidad, de sentido de pertenencia, de excluir a otros. ¿Qué inconvenientes le encuentras?
—Los Estados, las sociedades, necesitan que su pueblo esté dispuesto a morir por ciertas cosas en algún momento. Una de ellas es la narración patriótica. Lo entiendo, pero me permito disentir: ¿qué pasa si no creo en este cuento, si a mí no me dice gran cosa esta pertenencia? Pasa que, por ejemplo, si tienes veinte años y tu país entra en guerra, pues estás obligado a ir a morir por la patria, y si no lo haces eres un desertor. No es cualquier cosa cuestionar esta idea en ciertos lugares y en ciertos momentos.
Nuestra identidad se compone de muchos elementos, y tener que establecer qué es lo que nos define ante los demás obligar al Otro a respetar cómo nosotros nos sentimos, pero ¿desde cuándo? Ocurre hasta con los nombres: tú me tienes que llamar así, porque ésta es mi identidad. Oblígame: ¿por qué y cómo me obligas? Si yo quiero llamarte de otra forma, lo voy a hacer aunque a ti no te guste.
Hay que, también, cuestionarla en términos conceptuales: se nos dice que es tal cosa, pero cada quien tiene opciones e ideas diferentes. Allí también hay problemas porque si eso me define, entonces yo lo interpreto de una forma, pero tú de otra, y esto pasa con todas estas ideologías identitarias, que me asombran y asustan y que, a veces, también me parecen muy ridículas.
Nuestra identidad se compone de muchos elementos, y tener que establecer qué es lo que nos define ante los demás obligar al Otro a respetar cómo nosotros nos sentimos, pero ¿desde cuándo? Ocurre hasta con los nombres: tú me tienes que llamar así, porque ésta es mi identidad. Oblígame: ¿por qué y cómo me obligas? Si yo quiero llamarte de otra forma, lo voy a hacer aunque a ti no te guste. ¿Cómo le haces? Encuentras la manera de obligarme ¿y cómo lo encuentras? A través de la fuerza, que puede ser la de la ley, pero allí está la prepotencia.
Allí hay otro punto: estamos en una época en la que quienes se consideran los buenos de la historia ahora también quieren aplastar cualquier otra expresión que no corresponda exactamente a su versión de la historia. Esto siempre nos ha llevado a los totalitarismos, y no sé a dónde nos va a llevar ahora.
—Me gustó que en el libro ya no pones el enfoque en las bandas delincuenciales, e incluso haces una crítica a estar hablando otra vez de los Zetas. Al respecto, ¿qué tanto ha afectado esto a la cultura fronteriza? Lo digo incluso porque cuentas que fuiste a la frontera y participaste en un videohome como extra.
—Ha permeado muchísimo. La intención no fue ligarlo, sino es y era ofrecer otra perspectiva sobre una articulación de este tema. ¿Cuánta gente ha hablado de la influencia del crimen y de los grupos paramilitares y desde la droga? Pues un montón, ¿y de qué sirve que lo haga yo también? A nadie le importa mi opinión sobre el fenómeno de la droga y, aparte, me aburre.
Mejor les cuento algo que a mí me pareció divertido hacer y, sobre todo, la humanidad que encontré, otra vez, en la gente que está allí. Es gente que hace cine, que le encanta, que trabaja también en producciones gringas en Tijuana…
—Y varios tienen otros oficios…
—Claro. Yo quería conocer a la gente que lo hace, que es como nosotros; no es ningún demonio, aunque puede haber alguno que otro, como en todos lados. Pero acerquémonos, y entonces el director, el sonidista, el actor, dicen: “Güey, nosotros hacemos cine de cuates y nos cagamos de la risa”, y es verdad. Aunque hay precariedad laboral, es muy alivianado el ambiente.
A mí me interesa hablar de estas cosas, y menos estar pontificando; esto que lo hagan los chingones, pero yo soy un juglar.
—¿Qué te ha parecido la cobertura periodística del fenómeno migratorio? Eres muy crítico: te sorprende que hay hasta gente de Japón en el reporteo, dices que buscando el dramatismo, la desesperación, que hace las mismas preguntas. Y apuntas que hay asuntos que son de sentido común que los migrantes ya ni siquiera quieren contestar. Cuentas también que en un viaje en la Bestia los pararon policías, que no sabías si los iban a matar, y que luego a ustedes los respetaron porque venían de Italia, pero quién sabe qué podría ocurrir con los mexicanos.
—Pues sí, estaba seguro de que nos iban a matar. Luego entendí que no iba a pasar, pero ¿qué hubiera pasado si, en lugar de ser yo italiano, blanco, hubiera sido moreno y de Tamaulipas o Veracruz? Quién sabe si me hubieran dejado tranquilo; yo no creo. La historia es así: ¿por qué salve el culo? Probablemente por mi pasaporte. ¿Te parece justo? A mí no.
Hay un montón de colegas que son fenomenales, entregadísimos a su oficio. He desarrollado un respeto por este oficio a partir de convivir con gente noble, entregada, divertida, y de repente hay gente que creo que no debería ocuparse del periodismo sino hacer otra cosa.
Por otra parte está la limitación autoimpuesta o la conciencia de lo que te pide el mercado, pero muchas veces la narración es estandarizada y tú ya sabes cómo la tienes que dramatizar. Esto a mí ya no me parece ni siquiera interesante. Me regalaron un libro de un periodista reconocido (no te voy a decir quién) que ha tratado también ciertos temas, y me dio una hueva infinita su tono autoindulgente, su dramatismo, la solemnidad de la tragedia…
Hay periodistas locales nefastos, de cualquier tipo de medio, y hay periodistas nefastos corresponsales de otros países. Creo que es una falta de profesionalismo y no tiene que ver de dónde eres, sino si eres buen periodista o no. El tema es que la cobertura de la migración tiene que ver con lo que, por un lado, se espera en los grandes medios de comunicación, que son los que imponen, de alguna manera, la lectura de las cosas.
Por otra parte está la limitación autoimpuesta o la conciencia de lo que te pide el mercado, pero muchas veces la narración es estandarizada y tú ya sabes cómo la tienes que dramatizar. Esto a mí ya no me parece ni siquiera interesante. Me regalaron un libro de un periodista reconocido (no te voy a decir quién) que ha tratado también ciertos temas, y me dio una hueva infinita su tono autoindulgente, su dramatismo, la solemnidad de la tragedia… Ya, puta madre, y tomo un descanso también de estas cosas. O cuéntalas, pero dentro de una narración que pueda incluir también otros aspectos, que es lo que intenté hacer, porque, claro que está el drama, la dificultad y la tragedia, pero hay muchas formas de narrar, y algunas a mí me parece que están ya tan desgastadas que sólo sirven para reproducirse, para vender la idea melodramática de la vida, que tiene aspectos terribles y horrendos pero ¿por qué seleccionar sólo una parte de la experiencia humana cuando hay muchos acontecimientos colaterales, sensaciones? Si vemos sólo el dramatismo de estas narraciones, en realidad eso es una ficción, pero no porque no exista sino porque es siempre desde un ángulo muy específico y nunca se trata de mover un poco la mirada para ver qué pasa alrededor. Funciona esa ficción y hasta se hacen series, pero a mí me da hueva.
No es que yo me ponga por encima; me incluyo porque ha sido parte de mi manera de trabajar, pero luego me cansé de ella; si los demás la quieren hacer, pues que la hagan. Es simplemente que a mí ya no me gusta, por lo que hago otra cosa.
El formato del libro me permite jugar con el lector, comunicar otros asuntos. Me decía una persona que trabaja en el teatro: es como cuando se rompe la pared con el puño y empiezas a hablar con el público. Eso te da mucha libertad y es muy satisfactorio poder comunicar también cosas que normalmente no comunicarías porque estás dentro de un formato. ®