Los vencejos, de Fernando Aramburu, parte del suicidio como motor narrativo. El protagonista no está en crisis; no se le ve desesperado ni impulsivo. Tiene trabajo, salud, recursos económicos, un hijo. Pero no le encuentra sentido a la vida. Y, como no lo encuentra, decide ponerle fin.

Recién terminé de leer Los vencejos, la novela más extensa y, quizá, más valiente de Fernando Aramburu. No por su lenguaje —que a veces se pliega a una sencillez que duele, que es realista— ni por su trama, que parece no tener urgencia. Lo que me conmovió fue la radical decisión de Toni, el protagonista: un hombre que, desde las primeras páginas, nos anuncia que ha decidido morir. Tiene un plan, una fecha y un año por delante. Y, mientras tanto, escribe. Lo que leemos es, en realidad, la crónica de una despedida.
A diferencia de otras novelas en las que el suicidio aparece como epílogo o como consecuencia de un conflicto irresuelto, Los vencejos es una novela que parte del suicidio como motor narrativo. Toni no está en crisis; no se le ve desesperado ni impulsivo. Tiene trabajo, salud, recursos económicos, un hijo. Pero no le encuentra sentido a la vida. Y, como no lo encuentra, decide ponerle fin. Su plan no incluye el melodrama ni la venganza. Simplemente cree que vivir ya no vale la pena, y quiere hacerlo con la misma autonomía con la que ha intentado vivir su vida.
Esta estructura me descolocó. Uno espera, mientras lee, que ocurra algo que lo redima, que lo salve, que lo haga cambiar de opinión. Pero no. Toni no busca consuelo ni comprensión ni amor. Es un hombre agotado, hastiado de los vínculos humanos, de la memoria, de la decadencia del cuerpo y del tiempo. Y ahí, justamente, radica la fuerza de la novela: nos enfrenta, sin rodeos, a una idea incómoda, muchas veces silenciada, pero inevitable para la condición humana. La idea de que, tal vez, vivir no siempre es un imperativo. Que la vida no es sagrada en sí misma. Que la muerte también puede ser una decisión lúcida.
Reflexionar sobre esto, claro, nos obliga a mirar más allá del libro. A preguntarnos por la eutanasia, el suicidio asistido, el derecho a morir dignamente. A revisar las leyes, los países donde es legal, los casos que han marcado a la opinión pública. Pienso inevitablemente en Mar adentro, la película de Alejandro Amenábar que retrata la historia real de Ramón Sampedro, aquel hombre gallego que, tras quedar tetrapléjico, luchó durante treinta años para que le permitieran morir. No pedía compasión. No pedía piedad. Pedía libertad. La misma libertad que Toni, el personaje de Aramburu, ejerce desde la primera página.
Hoy, países como los Países Bajos, Bélgica, España, Luxemburgo y Canadá han legalizado la eutanasia y el suicidio asistido bajo condiciones muy específicas. En 2024, en los Países Bajos, el 5.8% de las muertes fue por eutanasia. En España, desde que entró en vigor la Ley Orgánica 3/2021, más de 1,500 personas han solicitado ayuda para morir, y el número va en aumento. Las cifras no son escandalosas, pero son suficientes para decir que hay una conversación abierta, y que muchas personas —mayores, enfermas, solas, hartas— están empezando a decir “ya basta”.

Los vencejos, en ese sentido, es una novela profundamente contemporánea. Nos recuerda que el suicidio ya no es sólo una cuestión de salud mental o de crisis existencial. También puede ser una decisión ética, filosófica, incluso política. ¿Y quiénes somos nosotros para impedirlo?
Lo que más me impacta de Toni no es su decisión de morir, sino su forma de vivir ese último año. Lo vive escribiendo. Lo vive reflexionando sobre su infancia, sobre sus padres, sobre su hijo Nikita y la difícil relación que tienen. Lo vive recordando a su hermano, a su mejor amigo, a su gran amor. Lo vive con una sobriedad que asusta. Hay días en los que se siente bien, otros en los que duda. Pero el propósito no cambia. La muerte lo espera. Y él no huye. Ni siquiera corre.
Esto me obliga a preguntarme qué idea tenemos del suicidio como sociedad. ¿Es sólo tragedia? ¿Es siempre una señal de enfermedad? ¿Es un acto de egoísmo, como muchos afirman? ¿O podría ser, en algunos casos, una expresión última de libertad?
Personalmente, no tengo una respuesta definitiva. Me cuesta pensar en la muerte elegida como algo deseable y, sin embargo, entiendo su lógica. Entiendo que hay personas que sienten que ya han dicho todo, que no quieren ver más hospitales, que no quieren seguir arrastrando un cuerpo que ya no reconocen. Y también entiendo —gracias a Aramburu— que hay quienes simplemente no quieren seguir. No porque estén deprimidos, no porque estén enfermos, sino porque ya no encuentran en el mundo algo que los ate.
Toni no es un héroe ni un mártir. No pretende convertirse en símbolo de nada. Es sólo un hombre cansado. Pero es, también, una voz poderosa. Una voz que resuena en estos tiempos en los que la autonomía corporal y emocional comienza a ocupar el lugar que merece. Y esa voz, aunque literaria, es profundamente política.

Los vencejos, me doy cuenta, es una novela que tiene algo muy esencial: habla del juicio por decisiones que otros consideran inadmisibles. En Los vencejos Toni se despide del mundo sin pedir permiso, y con ello es condenado, en cierto modo, por ejercer su libertad.
Por eso invito a leer Los vencejos como algo más que una novela sobre el suicidio. Es una obra sobre la dignidad. Sobre el derecho a decidir. Sobre la necesidad de poner palabras —por duras que sean— a lo que tantas veces preferimos callar. En una época cuando se exige visibilizar todo, en la que lo políticamente correcto regula los discursos, esta novela nos obliga a mirar donde duele. A no dar la espalda. A preguntarnos: ¿y si fuera yo?
Y quizás, después de cerrar el libro, no tengamos una respuesta clara. Pero habremos pensado. Y eso, a veces, es el comienzo de toda transformación. ®